jueves, 18 de diciembre de 2014

LA PÁGINA EN BLANCO

 No se me ocurre nada..., piensa el creador manuscrito. Suelta con brusquedad el bolígrafo descartable de tinta azul, que cae sobre el piso de cemento.
 Una sensación de ahogo, de imperiosa necesidad de recibir aire, se expande en su organismo generándole un repentino estado de pánico.
 Los excesos de mi vida anterior debilitaron mi corazón..., estima, al tratar de incorporarse vacilante, como si en otro sector del minúsculo ambiente donde se halla, pudiera hallar la fuente de oxigeno salvadora; de todos modos, interpreta que la situación que lo incluye parece poseer carácter de terminal, de clausurar un ciclo, o sea, el de su vida.
  Siente que se derrumba y se aferra como puede a la mesa metálica que oficia de escritorio, abulonada al piso lo mismo que el banco y la cama, único amoblamiento de la celda individual ubicada en el sector de sentenciados a reclusión perpetua.
 Si pudiera expresar mediante la escritura como percibo mi extinción, podría convertirme en un clásico, dejar un legado literario perdurable..., reflexiona, mientras se queda sin fuerzas, la mirada dirigida al cuaderno de la materia lengua, donde se lee...
 COMPOSICIÓN: TEMA LIBRE
 Próximo al fin de su agonía, sabe que la muerte a los treinta y seis años, le impedirá aprobar el cuarto grado de la primaria que cursa en prisión.

                                                                FIN


jueves, 13 de noviembre de 2014

REFERIDO A LO REDONDO

 El anciano de aspecto menesteroso, juntó su índice derecho con el pulgar - ambas uñas ribeteadas de densa mugre- en un gesto que parecía referir al contorno circular de una moneda, pedida como limosna.
 Tres veces lo repitió.
 Detenido por el semáforo en rojo, el automovilista lo ignoró resguardado tras los vidrios levantados, polarizados con el tono más oscuro.
 La avenida de la localidad de Laferrere donde se hallaba, estaba próxima a zonas conflictivas en lo social y delincuencial, dato no desconocido para el hombre que conducía el vehículo.
 Ante el cambio de luz, puso primera y aceleró..., por poco tiempo, ya que recibió tres impactos del fuego cruzado, proveniente del enfrentamiento entre un móvil de la policía provincial y un auto que evitó un control vehicular anterior, con tres masculinos a bordo, al menos dos de ellos armados.
 Uno de los proyectiles, luego de destrozar el cristal de la ventanilla del conductor, se alojó en el cuello del mismo provocándole una profusa hemorragia y haciendo que se derrumbara sobre el volante.
 El mendigo, a un costado de la avenida, inmutable testigo del suceso, le dijo al pulguiento perro que lo acompañaba...
 -Yo se lo anticipé..., era preferible cruzar en rojo y evitar la circunstancia que se avecinaba, pero vaya a saber que entendió ese tipo. Siempre se creen que los mendigos solo pedimos guita.
 Con displicencia, se rascó las costras que presentaba su cuero cabelludo.
 Su perro lo acompañó en la rascada, en un intento de liberarse de los insectos que lo atormentaban.
 -A veces, se parapetan tras los cristales levantados como si un viejo mendigo fuera el diablo..., agregó a su comentario anterior dirigido al can, el cual dejó de rascarse y lo observó con una atención que parecía emanar de un largo conocimiento entre ambos.
 -Claro que sería inconcebible pensar que el diablo pudiera hacer una buena acción, como ser, anticipar el futuro inmediato aciago. Por eso, las pocas buenas acciones del diablo siempre terminan para el carajo...
 Completó su alocución ante el perro desplegando una sonrisa mefistofélica, que pronto se convirtió en una carcajada difícil de identificar como humana, con resonancias que parecían remitir a un estrato de crueldad insondable.
 El animal, lo acompañó con algunos ladridos, levantó la pata y se puso a orinar contra un raquítico árbol, mientras se acrecentaba el sonido de sirenas policiales y de ambulancias que se acercaban al lugar del hecho.


                                                              FIN







lunes, 3 de noviembre de 2014

ARTE ÍNTIMO

 Sus sesenta y dos kilos de peso, distribuidos en un metro setenta y cinco de estatura, armonizan con la práctica entre gimnástica y coreográfica, que realiza cual arte íntimo durante la defecación.
 Erguido sobre la loza del wc, se acuclilla e incorpora siguiendo el ritmo excretor de sus intestinos, acompasados sus movimientos a una especie de diapasón orgánico, que hasta acompaña el fragor flatulento con gracia y flexibilidad.
 Se siente vitalmente bien, al adjudicarle una impronta de creatividad al acto fisiológico que para miles de millones de seres humanos, no significa nada más que una insoslayable función animal.
 Evasor del lugar común y de lo consabido, afirma la singularidad de su presencia en el mundo, justamente, donde la inmensa mayoría de la humanidad pretérita y contemporánea se hermana en el proceder convencional.
 Con los años, accedió a un virtuosismo de ejecución, como ser la posición de la garza, sosteniéndose sobre una sola pierna y aleteando como la grácil ave. También la del colibrí, en la que arremete con pequeños saltos mientras sus deyecciones caen y borbotean en lo que él denomina el estanque, así como otras coproestilizaciones plenas de atlético equilibrio sobre el tan banalizado inodoro.
 Hombre de naturaleza pudorosa, de formada opinión sobre que concierne al ámbito público y que al privado, nunca se le ocurrió, en los tiempos virales de Internet, difundir sus peculiares acrobacias.
 Su satisfacción, emana de la propia genuinidad de su secreto.
 Ciertamente, el tan simple bajarse los pantalones, sentarse y evacuar, no es lo suyo.
 Su práctica requiere despojarse de ropa de la cintura hacia abajo, así como hallarse descalzo y verificar la ausencia de toda sustancia que pudiera resultar resbaladiza. Tampoco es algo apto para baños públicos o de utilización circunstancial, sino para ser realizado en el baño domiciliario o en los de hospedajes donde se encuentre instalado transitoriamente.
 Al elevarse en un calculado salto, que se sincroniza con la caída de los que él denomina "testimonios viscerales", aunque para el resto de los mortales sean simplemente soretes que solo merecen atención cuando existe un cuadro patológico, recuerda como comenzó todo.
 En la pubertad..., se dice a sí mismo, como tantos comportamientos secretos...
 Emplea un tono de voz muy bajo, aunque desde que se divorció, no comparte el departamento donde vive y nadie podría escuchar que accede a esa dispensa de la idiotez y hasta de la locura, que proporciona la soledad.
 Se acuclilla en función de realizar un nuevo salto, ante la sensación inequívoca de que otro "testimonio visceral", se abre camino en su recto rumbo al estanque. Lo acompaña como en ingravidez entre el techo que nunca roza y el inodoro del que despega, haciendo alarde de excelencia en el acto.
 Como en un destello mental, percibe que algo se alteró en su organismo y que su proeza no culminará como fue ideada.


 Despatarrado sobre el embaldozado del baño, siente que a pesar de haber preservado su cabeza durante la caída, se halla próximo al desmayo.
 Como ex-estudiante de medicina que abandonó la carrera en un nivel avanzado, estima que puede padecer las consecuencias de un reflujo vagal, que haya agudizado su tendencia a la hipotensión hasta la bradicardia.
 Sin poder incorporarse y aterrado ante la posibilidad de que le sobrevenga un síncope defecatorio, observa antes de perder el conocimiento, como su opus magna concluyó con oprobio: dos soretes, cayeron fuera del estanque que debía recibirlos como ofrendas, entre sus movimientos estilizados; los mismos que habían logrado en su proyección estética, convertir la elementalidad del cagar en un arte íntimo, como tal, nutrido de un misterio en su expresión que puede considerarse de raíz poética.


                                                                         FIN

miércoles, 29 de octubre de 2014

MUZZARELLIANA

 La muzzarella, se esparce gloriosa sobre la masa triangular de la porción, incrustada de aceitunas verdes sin carozo y jaspeada por una lluvia de orégano. Despide aroma de buena pizza, como corresponde al producto emblemático de una destacada pizzería porteña de la avenida Corrientes.
 Norberto, come con delectación. Paladea cada bocado en un ejercicio de deleite culinario, acompañado por un litro de cerveza rubia tirada, deliciosamente fría.
 Se pasa una servilleta de papel absorbente por la boca, ribeteada por un bigote espeso que se continúa en una barba tipo candado, mientras piensa que todo esta bien, que no lo acomete ningún apuro por abordar la eternidad.
 Sonríe..., el carpe diem se impone al memento mori, por el módico precio de un almuerzo en una consagrada pizzería céntrica, donde lo rodea una multitud que ocupa mesas y mostrador. Siente a todos los hombres como hermanos, como si pudiera abrazarlos y decirles que participa de su misma voluntad de luchar contra lo que quiere dañarlos, así sea con sacrificio, con privaciones, con miedo a los abismos.
 Las mujeres le parecen todas esplendidas, sea cual sea su condición, como crisoles de amor y deseo donde cuajan sus propios empeños y los de quienes se adentran en sus misterios.
 Sale a la calle, para incorporarse al pandemónium de un día hábil porteño con vista al obelisco. Dejó como olvidada la pequeña navaja, de templado filo, con la que pensaba abrirse las venas en el baño del local.
 Rodeado de apresurados transeúntes y su carga de pulsiones ajenas, inabarcables en su disparidad, sonríe nuevamente: venció a la muerte por propia mano.., su drama ya perdió densidad.
 Avanza en su desplazamiento entre un sinnúmero de caras, voces, emanaciones de vehículos y toda la vorágine urbana en ebullición. A pocos metros de la pizzería, interpreta que al abandonar el utensilio letal cometió un error.
 Estima que su propósito, debe superar la excelencia de esos maestros pizzeros que la elaboran al molde, de modo tradicional, sin el ahorro de materia prima que significa hacerla a la piedra con su calculado beneficio implícito. Él debería proceder en forma similar, ajena a la especulación espuria.
 Considera que debe rectificar su rumbo: recuperar una determinación ya asumida que se derritió como espesa muzzarella, sobre la masa crujiente de una pizza plena de seducción terrenal.
 Sumido en el agobio, desciende la escalera de un subte que no tenía pensado abordar.


                                                                        FIN



















miércoles, 17 de septiembre de 2014

EN EL CIELO DIÁFANO

 -¿Como lo hacen?...
 Fue la pregunta que Tiara le dedicó a Martín, mientras observaba al avión que casi invisible, escribía en el cielo siguiendo un diagrama circulatorio.
 - Con humo.
 Fue la respuesta de su novio, más interesado en la sensualidad que emanaba ella, que en las evoluciones de esa aeronave empleada para escribir publicidad en el firmamento.
 Es que el cuerpo de Tiara le resultaba fascinante: un derroche de carne voluptuosa de la que él poseía la llave de encendido.
 Con placer, recordaba lo ocurrido hacía un par de horas, en el hotel que compartían a unas pocas cuadras de esa playa solitaria, cercana a Monte Hermoso, bordeada por un frondoso pinar.
 Las imágenes mentales que se sucedían en fragmentado desorden, le provocaron una nueva erección.
 Abrazó a esa diosa en tanga, manantial de satisfacciones...
 -¿Pero que escribe?..., dice: MALDITOS...
 Ella seguía pendiente del texto en el cielo.
 -Debe ser publicidad de una película.
 Le contestó Martín, acariciando sus pechos exuberantes, con pezones altamente sensibles, siempre dispuestos a endurecerse ante su tacto.
 -Demasiadas juntas las letras..., parece como si quisiera terminar de escribir rápido.
 Esta en otra cosa..., pensó Martín.
 -No le des bola a eso. Es un sistema publicitario del año del orto.
 El joven se sintió menoscabado en sus avances, ante la atención que Tiara le prestaba a la escritura aérea.
 -Volvamos al hotel.
 Le dijo, entre un imaginado pregusto del goce que se avecinaba.
 -MALDITOS SEAN...
 Tiara seguía las evoluciones de la aeronave, en un intento de descifrar el sentido del mensaje que escribía en el cielo diáfano del atardecer.
 -Te vuelvo a decir que es la publicidad de una película. Debe ser una de terror, de las de zombies.
 Volvamos al hotel, Tiarita, vos sabes que me volvés loco. Necesito que estemos otra vez como hace un rato.
 Martín acompañó la frase, con una caricia que recorrió los muslos de ella hasta ascender al vértice que lo obsesionaba, aprovechando la ausencia de gente en ese sector de la playa.
 Ella pareció comprender el apremio de su pareja y se adhirió a su cuerpo, sintiendo el incremento de volumen del bulto masculino, apretado contra su zona más sensible.
 Emitió un gemido de goce, su boca tentadora entreabierta en la exclamación.
 El varón percibió tal sensación de plenitud sensual, que luego de corroborar en forma somera la soledad en la que se hallaban, asomó su miembro en posición de ariete fuera del short de baño y le corrió la tanga a su dama, para verificar gratamente la lubricación que ya manifestaba en el anhelado tajo.
 -Una soledad acojedora..., le dijo al oído mientras la penetraba desde atrás, su brazo derecho cruzado sobre esas tetas de soberbio contorno y pezones como frutillas.
 Tiara comenzó a moverse con un ritmo cada vez más intenso, demostrándole a Martín que dadas las circunstancias, buscaba acceder al orgasmo lo más rápido posible.
 La chica emitía los gemidos y lloriqueos que a él le resultaban irresistibles, por lo que por más precaria que fuera la situación en la que se hallaban, trató de ejercer el control eyaculatorio del que se enorgullecía.
 -MALDITOS SEAN TODOS VDS 
 Gritó Tiara, luego de interrumpir sus jadeos y quedar como sumida en parálisis, la mirada elevada hacia la frase inscrita en el cielo, que el avión completó antes de caer en indetenible picada.
 Martín observó como el bimotor cuatriplaza se agrandaba amenazadoramente.
 Guardó su órgano viril con la premura exigida por la catástrofe ya próxima y levantó a su novia casi de los pelos, para echar a correr ambos al límite de sus fuerzas. No pudieron resistir la tentación de mirar hacia atrás, cual la bíblica mujer de Lot que se convirtió en estatua de sal.
 Lo que vieron, los llevó a arrojarse de bruces contra la arena, mientras el tremendo estallido a más de doscientos metros de donde se encontraban, fue seguido por un incendio en el pinar próximo a la playa.
 Tiara prorrumpió en un llanto entrecortado por exclamaciones que expresaban su angustia.
 -¡Se mató!...¡Se mató!..., gritó descontrolada.
 Martín, con su cara impregnada de arena, le agradeció en silencio a la idea de Dios en la que creía de modo light, que ese piloto suicida que odiaba a sus congéneres, haya decidido matarse espectacularmente sin estrellarse sobre un área poblada, perdonándole la vida a los demás; entre ellos se incluía, junto a la divina Tiara, que se incorporó acomodándose la escueta tanga y lo abrazó buscando su condición de macho protector. Ambos se sintieron cálidamente reconfortados, sobrevivientes de una acotada hecatombe.
 Recogieron el bolso y las lonas de playa, mientras comenzaron a escucharse las primeras sirenas policiales y de bomberos.
 Tomados de la mano, regresaron al hotel, entre besos cómplices e imperiosas miradas de deseo. No le prestaron atención al bullicio producido por los comentarios de huéspedes, conserje y personal de servicio, que parecían fascinados por la índole de ese siniestro, para ellos dos, tan inoportuno.

                                                                 FIN

lunes, 1 de septiembre de 2014

LA DANZA SIN NOMBRE

 Era lo que siempre hacían para sentir calor, en ese tiempo glacial, cuando el fuego hurtado al rayo se apagaba y cundía la aflicción en la caverna porque no lo sabían generar.
 Saltar, golpearse el pecho y los flancos, mover con intensidad brazos y piernas.
 También se acoplaban frenéticamente machos y hembras, los cuerpos desnudos untados con grasa animal, para lograr atenuar esa temperatura cruel que podía matar.
 Pero él se halla solo en otra cueva, perdido de los suyos en esa malograda partida de caza, a la espera de que llegue la mañana si el frío brutal no interrumpe su existencia.
 Sin mujeres para cubrirlas con su cuerpo, sin fuego ocasional, sin alimentos; solo con un trozo de hielo para lamer y calmar la sed, mientras el miedo se acrecienta ante la oscuridad de la profundidad cavernosa y el silencio.
 Recién asomado a la adolescencia y ya padre de dos hijos, sin conocer el concepto de paternidad ni genealogía, dado que ambas condiciones no son individualmente discernibles, probado su valor en la actividad venatoria ejercida con piedras sin pulimentar, tiene conciencia de que puede morir sin que hallen su cadáver y su gente no podrá enterrarlo orientado al poniente.
 Piensa que ocurriría entonces, cómo podría acceder a la zona templada prometida luego de la muerte, si no se cumple con el escueto procedimiento. El hombre viejo de la tribu, de unos veinte años, el jefe natural que los guía y protege, nunca le dijo que sucede en esta situación, quizás por ser parte del conocimiento intransmisible que solo el hombre viejo puede detentar.
 Prosigue con sus movimientos vivos dispuesto a ejecutarlos hasta la extenuación, pero percibe algo indefinible: una idea.
 Se acerca a la boca de la cueva, a pesar del riesgo que conlleva ser detectado por las bestias, incluso el oso reverenciado, que el hombre viejo identifica como el antepasado común.
 Donde la luna ilumina un claro del duro suelo, a la entrada de la formación pétrea, prosigue esa actividad de calentamiento, pero agregándole un matiz de expresión que se escinde de lo funcional, para enunciar corporalmente la angustia de su soledad y su desesperación, ante el posible destino de sus restos condenados al olvido.
 En sus desplazamientos, eleva los brazos en un mudo clamor, como para solicitar la atención de un estrato superior que le resulta indefinible, pero al que intenta propiciar en su total orfandad.
 Estima que quizás se trata del oso original, humanizado en su carácter emblemático, que interviene eternamente en los ciclos de final y alumbramiento.
 Incrementa el ritmo del derrotero que siguen sus pies, hasta que el cansancio se impone, pero recuerda lo realizado como un diagrama circulatorio que debe permanecer grabado en su mente.
 Descansa un breve lapso y vuelve a ejecutar ese despliegue de movimientos, ya no inconexos sino idénticos a los anteriores y cargados de una energía significante, que proyecta su ansiedad en una estilización ajena a lo instintivo, a lo puramente animal.
 Hasta le parece percibir cierta alegría, como resultado de la creación corporal que reitera durante la noche inclemente. Solo, desamparado bailarín bajo la luz de la luna, sin saberlo. Alienta el deseo de transmitirle a los demás, su suma de movimientos coordinados al ritmo de una música aún no creada, puramente mental.
 No falta mucho para el alba y sigue con su danza olvidado del hambre y el frío, como en estado de trance, cuando detecta la presencia amenazante por el olfato: el hedor que emanan las fauces del poderoso depredador.
 Los dos leones cavernarios, no le dan tiempo a reaccionar e interrumpen la coreografía primigenia con su ataque, para desgarrar la carne del que danza sin saberlo y proceder a devorarlo.


 El pequeño núcleo tribal al que pertenecía, guiado por el hombre viejo, trató de buscarlo en las inmediaciones de su hábitat. Al no hallarlo ni encontrar su cadáver, fue rápidamente olvidado en la memoria de esos cazadores recolectores, acostumbrados a la brevedad de una existencia caracterizada por lo precaria y que a su vez, generará que ellos mismos, mueran sin haber tenido conciencia del danzar.


                                                              FIN


  

domingo, 17 de agosto de 2014

VENTA DE SEMÁFORO

 El semáforo se puso en rojo y el timer adosado recientemente al mismo, inició el descuento de sesenta segundos, con los leds desafiando la inclemente luz solar de un día estival sin nubes a la vista.
 Tres vendedores se abalanzaron sobre los autos detenidos, exhibiendo sus mercancías con ademanes diversos.
 Uno de ellos, ofrecía en venta cuchillos de cocina, con empuñadura plástica blanca y filo asegurado por el pregonero como óptimo.
 Ernesto Manuel Ramírez, maldijo en voz alta en la soledad del habitáculo de su VW Polo 04, que el haber postergado la carga del aire acondicionado remitiera en llevar baja su ventanilla de conductor, cuando el tipo de los cuchillos se hallaba a menos de un metro de distancia.
 La imagen le resultó intimidante: el individuo expuso el instrumento de corte prácticamente ante su cara, invadiendo el interior del vehículo.
 Tal como había intuído en fracción de segundo, la mercadería que portaba se había convertido en elemento de amenaza, ante el requerimiento de entregar la billetera y el celular. Caso contrario, el sujeto le explicitó con voz destemplada, que se encargaría de rebanarle la garganta con el cuchillo ya dispuesto para tal fin.
 El individuo se comportaba públicamente, como si la víctima estuviera interesada en la adquisición de lo que ofrecía, mientras le presentaba un bolso abierto para que depositara aquello de lo que sería despojado y con su diestra, sostenía el cuchillo ponderado en sus virtudes, en posición apta para el corte o el puntazo.
 La celeridad de los hechos le impedía a Ernesto Ramírez, hombre meticuloso en sus evaluaciones, poder establecer mentalmente un cuadro de situación que lo orientara sobre como proceder.
 Solo atinó a pensar, que los automovilistas que lo rodeaban podían llamar al 911 desde sus celulares, que quizás algún policía pasara por esa esquina y observara la situación, que el semáforo no cambiara de color...
 Quizás tardó demasiado en hacer lo que le pedía, por lo que el hombre de unos treinta años y aspecto fiero, sus fuertes brazos pródigos en tatuajes cuya precariedad remitía a lo carcelario, profirió una puteada y acusó a la víctima de no colaborar con el despojo al que era sometida, mientras le tajeaba la boca con el instrumento cortante, descripto como de noble acero Solingen en su pregón de vendedor.
 El autor del hecho, se alejó corriendo sin llevarse nada ajeno, encarando la calle que conducía  a una cercana villa de emergencia en Barracas.
 Los bocinazos que se activaron cuando el semáforo se puso en verde, indicaban la premura de los conductores ante un auto detenido que obstruía un carril. Es posible que no se hayan percatado de lo ocurrido.
 Solo cuando emergió de su vehículo de modo agónico, próximo al desmayo y cubierto de sangre, la situación mutó en emergencia y fueron varios los que solicitaron ambulancia desde sus teléfonos.
 Ernesto se sentía desfallecer. Manoteó un pañuelo para intentar detener una efusión que parecía superarlo.
 A su lado, otro vendedor de semáforo lo miraba estupefacto. Era bajito, moreno, de rasgos aindiados y cabello peinado con flequillo.
 Como si la impresión recibida al ver a Ramírez en ese estado, le impidiera bajarla, su mano derecha seguía elevada en el gesto repetido hasta el cansancio, de exhibir la mercadería de su oferta.
 Ernesto Manuel Ramírez, antes de desvanecerse, miró con asombro la caja de apósitos curitas que el vendedor parecía ofrecerle; incluso, lo que quedaba de su boca pareció distenderse en una sonrisa, desbordada por la hemorragia incontenible.


                                                                        FIN

miércoles, 13 de agosto de 2014

LA MÁQUINA DE DECAPITAR

                                                                                              El terror no es más que la justicia rápida,
severa e inflexible.
                                                                                           
                                                                                                                           Maximilien Robespierre


                                                                                             


 Jaques Lafonguy observaba en silencio los planos de su invención. Sabía que habían optado por el ingenio presentado por su competidor, Joseph Ignace Guillotin, músico y diputado en la Asamblea Nacional, por lo que su máquina de decapitar recibiría la condena de la historia : el olvido, la desconsideración del porvenir.
 De todos modos, disentía con una elección, a su parecer torpe y desmedida. En una consideración lo más objetivamente posible, Jacques Lafonguy interpretaba que su artilugio era el más cabal sucedáneo del brazo del verdugo.
 Si Guillotin impuso su engendro, consideraba en la soledad de su gabinete, fue debido a que el Comité de Salvación Pública, se dejó influenciar por la argucia del corte superior que implicaba la hoja caída desde arriba, lo que sugería una cuasi aberrante simbología religiosa: de arriba, del estrato superior, llegaba la muerte.
 Lo suyo, por el contrario, era el tajo lateral, como producido por la extremidad humana: el que dependía del músculo y representaba la cadena de responsabilidades que culminaban en ese movimiento que impulsaba el filo, para caer sobre el espacio entre la tercera y la cuarta vertebra cervical.
 Recordaba que Tobías Schmidt, eximio fabricante de clavicordios, construyó con esmero la obra de Guillotin, otorgándole una impronta de instrumento musical terminal; ni madera, ni metal, ni viento..., solo muerte interpretada mecánicamente con regulada aplicación.
 En ese sentido lo suyo era más tosco: él, como boticario, era hombre de mixturas y tónicos más que de construcciones funcionales; de todos modos, pudo presentar una versión muy digna de su invención.
 Se solazaba con los diagramas dibujados en el plano, donde aparecía una espada de dimensiones mayores que lo usual, como la tizona del Cid, que mediante un sistema de resortes y tensores accionados a manivela era retenida en un encofrado. Al soltarla mediante un mecanismo que liberaba la retención, descargaría su hoja de corte sobre el cuello de quién recibiría la pena, con mayor precisión que la que podría demostrar el ejecutor más hábil.
 A diferencia de las espadas convencionales, la de la máquina de decapitar llevaba una pesa soldada en el extremo de la punta, para impartirle mayor potencia al impacto cercenador.
 Dado que el Comité de Salvación Pública presidido por el compañero Robespierre, pretendía humanizar revolucionariamente el acto al evitar sufrimientos innecesarios a quienes se les aplicaría justicia mediante la pena capital, su creación se alineaba claramente con tales nobles fines.
 Simbólicamente, refería a la acción letal del brazo humano empuñando la espada que desbroza el mal, personificado en los enemigos de la revolución.
 Jacques Lafonguy, reflexionaba en que la denominación institucional del ente de gobierno - Comité de Salvación Pública - parecía remitir a la actividad sanitaria. Como boticario de profesión, consideraba que en ese sentido, su artilugio era el remedio adecuado para extirpar la profusión de malignidad que afectaba a la naciente república.
 Además, se trataba de una genuina creación suya, no como la de Guillotin, inspirada en la fallbeil germana también ya usada en Bohemia y Escocia.
 El maestro boticario rememoraba el tiempo y el dinero invertido, los animales decapitados durante las pruebas de alineación de la espada, incluso, los cadáveres humanos conseguidos clandestinamente en los cementerios periféricos, mediante los cuales realizó los ajustes finales del ingenio.
 Inmerso en el silencio nocturno, pensaba que aún debía recuperar la máquina que les dejó provisoriamente a los del Comité, para decidir por cual optarían.
 Lo haría al día siguiente, luego de alquilar una carreta para transportarla.


 Solo bastó presentarse, para que la guardia lo detuviera por orden superior. La misma se fundamentaba en que la orientación de su mentalidad, representaba un peligro para el estado, habida cuenta, del resentimiento que podría llegar a incubar contra el poder republicano, debido a que su creación fue descartada al ser elegida la de Guillotin.
 El juicio en el que fue condenado a muerte tuvo una duración de quince minutos. De nada sirvieron los llantos de su mujer e hijos, como en multitud de otros casos.
 Al ser sumarísimo, dado los tiempos difíciles que vivía la revolución aún no consolidada, había ejercido su propia defensa ante la carencia de letrado patrocinante.
 La misma, se basó en repetir que era víctima de una apreciación injusta por parte de quienes debían instaurar la justicia, anteriormente vilipendiada por los privilegios.
 Nadie le hizo caso cuando lo colocaron en el artefacto de su rival, quien se hallaba presente en el acto para supervisar el funcionamiento de su obra y calibrar eventuales desajustes. El boticario, creyó distinguir en sus labios una discreta sonrisa.
 Jacques Lafonguy cerró los ojos con fuerza, mientras pensaba que la revolución para expandirse, se nutría de la carne de sus propios generadores, de aquellos que la cimentaban, cediendo a un juego despiadado de apetencias y cenáculos de poder.
 Pero estimaba que tenía suerte, debido a que empleaban con él la máquina de Guillotin y no la propia.
 Esto último, se hubiera asemejado demasiado a un suicidio asistido y él aún conservaba sentimientos religiosos, que si bien recónditos, cubiertos por la adhesión al culto alegórico oficial a la diosa razón, en los instantes previos a la muerte afloraban con fuerza.
 Hasta consideró solicitar confesión antes de que su cabeza rodara, pero desistió de tal requerimiento, dado que no habría ningún sacerdote disponible debido a la estigmatización del clero y le contestarían con el escarnio y la blasfemia.
 Se resignó a su destino inmediato e intentó recordar una plegaria, pero su curiosidad respecto a la calidad del artilugio de su competidor, parecía imponerse en su mente. Aunque sabía que el resultado de esa constatación ya carecía de toda importancia, también reconocía la oscura intimidad que se creaba entre la criatura humana y el fruto de sus afanes, como una impronta de identidad.
 Su cabeza, se desprendió del torso antes de lo que esperaba: la cuchilla oblicua de Guillotin, caía con mayor velocidad que la espada de su máquina de decapitar, por lo que resultaba más efectiva para el condenado en cuanto a la atenuación del sufrimiento. Esta postrer comprobación, dañó su orgullo de modo tal, que le impidió beneficiarse con la ventaja.


                                                                    FIN



viernes, 25 de julio de 2014

SOPLO DE BREVEDADES

                                                      GUERRA DEL PACÍFICO (1879)

 La Guerra del Pacífico (1879) que enfrentó a Chile con Perú y Bolivia, fue motivada por la posesión de los yacimientos de excrementos de aves, que en esa época se empleaban como abono en las desgastadas tierras europeas. Si bien todas las guerras son deplorables, que esta fue una verdadera guerra de mierda no hay historiador que lo ponga en duda.


                                                        TIEMPO


                                                          OPTIMISTA

 Ante un pelotón de fusilamiento alistado para una ejecución múltiple...¿ Cual es el optimista entre los condenados a esa pena capital ?...
 El optimista es aquel que piensa que a sus ejecutores, les va a salir el tiro por la culata.


                                                           GUILLERMO TELL

 Guillermo Tell tensó su arco, la vista al frente..., se dispuso a disparar.
 La manzana, inmóvil sobre la testa de su hijo, parecía atraer el impacto de la flecha como si se hallara imantada.
 El hijo de Guillermo Tell cerró sus ojos.
 Quizás musitaba como una oración: mi padre me ama...mi padre me ama...
 Me imagino la ardua tarea mental del niño para instalar esta afirmación, hasta que la puntería de su progenitor pudo despejar toda duda.


                                                           EDAD DEL PAVO

 ¿Cuando finaliza la edad del pavo en Estados Unidos ?...
 Sin duda, el Día de Acción de Gracias con su cena correspondiente.


                                                           FIN

martes, 22 de julio de 2014

INDICIOS DE GLORIA

 Las señales del auspicio, parecen demarcar su rumbo, cual balizas perimetrales de un sendero sagrado.
 Indicios de gloria..., dice con voz casi inaudible, camino al establecimiento donde rutilan los slots, tan conocido por él.
 Donde su fe inquebrantable colisionaba frecuentemente contra el azar en contra, para volver a empezar como si no hubiera ocurrido nada.
 Como ahora..., piensa, que diviso todos los signos referidos a mi triunfo..., a la derrota de esa estructura que ya me habría triturado, de no poseer la entereza forjada en la fe en el resultado final: quedarme con el jackpot millonario.
 El progresivo que registra seis millones de pesos.
 Pensar que ya no equivalen ni a medio millón de dólares..., reflexiona con íntimo dolor.
 Ante las puertas del complejo que alberga miles de máquinas de azar, considera con aprensión, que quizás la cifra sea objeto de una exacción impositiva por parte del estado voraz..., a tal extremo, lo embarga la certidumbre de quedarse con el premio mayor.
 Un gato blanco y negro, habitante de los extensos jardines del sitio, parece saludarlo amablemente con sus maullidos.
 El último signo esperado: ya tengo el  cheque en el bolsillo..., piensa con regocijo.
 Hay uno más..., musita para si, el vuelo de dos gorriones que parecen diagramar un pase mágico, como el avión del relato de Bioy Casares. Hoy es el día: cualquier duda está aventada.
 Ante la máquina que debe dispensarle su tesoro, descubre que el progresivo acumula alrededor de cien mil pesos más de lo que registraba.
 Sonríe en soledad..., sabe que todo eso será suyo.
 -Para papá..., pronuncia en voz muy baja dirigida al artefacto inerte, que por obra y gracia de los favores del destino, propiciados desde hace años con fe y constancia, adquirirá una pseudo vida enteramente a su servicio y gratificación.
 Así de simple, así de fácil, así de lindo..., recrea mentalmente el slogan de la agencia de turismo Longueira y Longueira, la que sponsoreaba una audición radiofónica dedicada a la colectividad española, que entusiasmaba a su fallecida madre décadas atrás, los domingos al medio día.
 Ingresa el primer billete de cien pesos, en la ranura del dispositivo correspondiente a tal fin.
 Carga la máquina meticulosamente hasta completar dos mil pesos, el caudal que expone en su tenida contra el infortunio, al que menoscaba en sus efectos a pesar de la extendida experiencia que posee en padecerlos.
 Equivalen a cien apuestas máximas: veinte pesos cada vez que presione la tecla de giro.
 Comienza el proceso de generación de jugadas, que de acuerdo a sus presupuestos, lo convertirá en millonario antes de la número cien.
 Su índice derecho, reitera la pulsión con recurrencia casi mecánica, en espera de la combinación medular que presente en pantalla la cantidad requerida de la palabra wheel, sobreimpresa sobre los gráficos, lo que redundará en el resultado que busca: llevarse el acumulado producido por un porcentaje de todos los que apuestan en ese conjunto de máquinas, desde hace mucho, mucho tiempo.
 Aunque los algoritmos lo favorezcan discretamente otorgándole diferentes premios, algunos interesantes dado su nivel de apuesta, el se halla dedicado a la obtención del jackpot, con la concentración de un alquimista consubstanciado en la tarea de convertir en oro los metales viles.
 Los indicios de gloria son concluyentes..., se dice a si mismo cuando su convicción parece vacilar, solo debo esperar la consumación del designio que me fue anunciado, con perseverancia, pacientemente, como un cazador al acecho mimetizado entre la espesura.
 Un detalle lo inquieta: es de mañana.
 Entiende que es una franja horaria de poca afluencia de público, por lo que un acontecimiento como su triunfo no conllevaría valor marquetinero para la casa, al no concentrar jugadores en derredor al tocado por la fortuna. Es que semejante pozo en manos de un apostador, puede hacer reverdecer el ánimo destruido de miles de perdedores asiduos, impulsándolos a persistir en su empeño habida cuenta de que el milagro es posible.
 En este sentido, las teorías conspirativas que dicen que los ingenios electrónicos no están programados para dar premios máximos cuando la concurrencia es escasa, parecen hacer mella en su psiquis.
 Incluso, por razones desconocidas para él, la isla de máquinas donde se encuentra la elegida se halla algo aislada, a un costado en el primer piso, alejada del salón principal.
 Él es el único jugador en el sector. Solo él accederá al despliegue de luz y sonido que consagrará su gloria, sin considerar a los ocultos operadores de las cámaras de seguridad, que lo deben estar monitoreando permanentemente.


 Observa su reloj: cuarenta y cinco minutos lleva su match contra el artefacto cuya alma es una maraña de circuitos impresos, con resultados negativos para su peculio y entusiasmo.
 El tiempo de juego licuó sus excedentes y ahora las jugadas ganadoras, le dispensan magras ganancias en relación a su nivel de apuesta; de hecho, en el último cuarto de hora la tómbola solo giró una vez para brindarle un escueto premio. Pierde más de quinientos pesos y ya superó la centésima jugada.
 Por cierto, estima,  hallarse ante este artilugio en su horario laboral de vendedor de insumos para la industria alimentaria, exponiendo el resultado económico de su trabajo en vez de incrementar la actividad, podría considerarse un despropósito.
 O una infame muestra de ludopatía..., considera con desasosiego.
 Pero entiende que debe evitar que estos pensamientos minen su fe en la inevitabilidad del triunfo final, aunque las contingencias lo retrasen.
 En alguna ocasión, le pareció que se formaba la palabra gloriosa, la que lo convertirá en millonario, pero aunque no fue así comprendió que debía controlar su ansiedad, dado que las emociones fuertes aunque sean gratificantes pueden conllevar riesgo cardíaco. Piensa en esto, dado que su edad supera el medio siglo.
 Recuerda que un lejano familiar suyo, murió en ese mismo espacio cuarenta años atrás -cuando no existían slots- debido a la impresión que le produjo haber acertado un batacazo, un caballo al que nadie había jugado y pagó una fortuna, siendo él, eterno burrero perdedor, uno de los pocos beneficiados.
 Respecto a la máquina ante la que está sentado, solo consigue que con cada jugada se erosione aún más su disponibilidad de dinero y su paciencia.
 Decididamente, la tragamonedas que ya no traga monedas sino que fagocita billetes de cien pesos con la voracidad de un consumado depredador, parece darle a entender que tiene una suerte perra.
 Un pensamiento furtivo quiere instalarse en su mente:
 Vas a perder hasta el último mango, tiempo y expectativas...
 Lo anula. Hace denodados esfuerzos para no visualizarlo; se concentra  en el ritmo implacable de esas jugadas, que se suceden desfavorables hasta la exasperación.

 Ya lleva horas de juego y solo le quedan cien pesos, traducidos en créditos, en el oscuro vientre de la máquina de azar. Su ánimo se encuentra derruido; se siente decepcionado de los indicios de gloria, detestándose a sí mismo y a ese engendro electrónico que parece burlarse de él y tener un propósito en su programación: joderlo.
 Ejecuta la última jugada de veinte pesos, imponiéndose la fe forzada de creer en el puro milagro, en la situación que seguramente nunca ocurrió en la historia del mundo.
 El portento no se evidencia.
 Se incorpora con parsimonia; se desentumece como lo haría un francotirador luego de una espera infructuosa, incluso, bosteza.
 De improviso, ataca a la máquina con trompadas furiosas, que dañan la estructura dejando expuestos filosos bordes de plástico, que rápidamente desollan sus nudillos y tiñen de sangre humana ese ingenio inanimado.
 La presencia del personal de seguridad es casi inmediata, pero les cuesta reducir a alguien que se debate como un poseso.
 Como la efusión de sangre resulta intimidante, solicitan por handie  asistencia sanitaria urgente, mientras el apostador defraudado continúa en su intento de destruir la máquina.
 El hombre cae al piso agotado, mientras el médico emergentólogo, intenta realizarle torniquetes en las venas de las muñecas seriamente cortadas con el objeto de contener la hemorragia que se incrementa, aunque quizás el procedimiento ya no surta efecto.
 El gerente observa desde un ángulo de la sala, preocupado por la difusión mediática que puede alcanzar el suceso.
 El jugador, desangrándose, recuerda ese tango de Discépolo: cuando la suerte que es grela, fayando y fayando, te largue parao...
 Piensa, antes de desvanecerse, que perdiendo tanta sangre, si sobrevive, para desquitarse le va a jugar al 18 a la quiniela en redoblona con el 81 y seguro que va a ganar: todo está dado para que así sea.


                                                            FIN





















  

viernes, 11 de julio de 2014

EL SICARIATO DE SATÁN

 Satán lo designó para efectuar la tarea.
 Sin prisa. Solo debía esperar que ella apareciera ante su vista, rutilante de esplendor por la potencial santidad que le podría deparar su futuro religioso.
 Así fue. La distinguió y la diferenció de las restantes desconocidas que se hallaban en el Municipio de San Carlos, para cumplir con la misión encomendada por su amo.
 Mata a una mujer...
 Esa es la frase que dijo escuchar interiormente y está presente en su declaración policial.
 Quizás la orden que recibió mentalmente fue otra: mata a esa mujer.
 No a una al azar, sino a la que había arribado a ese ámbito municipal, a los fines de percibir el estipendio correspondiente al trabajo que desempeñaba en una radio local.
 La que a fin de año se iba a unir a las monjas de clausura de la congregación de las Carmelitas del Espíritu Santo, en Luján de Cuyo, en un acto de entrega religiosa que implicaba la voluntaria reclusión.
 Fue esa la que le señalizó el Señor de las Tinieblas, su amo, la potestad que aplica el principio de la obediencia debida sin miramientos de ninguna índole, ni conceptuaciones deliberativas.
 E.P. respondió al sombrío mandato sin vacilar, presto al servicio de aquel que abandonó la luz para sumirse en la más oscura densidad.
 La acuchilló repetidamente, desgarrando esa carne próxima a consagrarse, para cumplir él mismo con su propia consagración invertida.
 ¿Que pensó ella ante la agresión imprevista, desaforada, por parte de un individuo al que nunca había visto con anterioridad?...
 ¿Vislumbró en los pocos minutos que le quedaban de vida, la dorada corona del martirio ceñir sus sienes?...
 Fueron instantes tremendos para los testigos próximos, como una eclosión de fuerzas centrípetas que mezcló potentes aromas: el inconfundible del azufre en combustión, mixturado con el de pétalos de rosas en maceración divina.
 Es que la vida de ella se consumió en ese aquelarre individual, llevado a cabo por un paciente psiquiátrico, convertido en dron humano por obra y arte del Maligno.
 ¿Que intentó E.P. con su accionar letal ?...
 Podría ser impedir que ella desarrollase una vocación dedicada a la oración en clausura, en la cual, tiempo proyectado, su renunciamiento al mundo cristalizara en milagros. Como todo prodigio, generarían el desconcierto inicial de los creyentes y el estupor de los ajenos, así como la total repulsión de la Bestia, para quién resultarían intolerables.
 Lo mencionado es inverificable, pero podría inferirse que Satanás también impulsa especie de guerras preventivas, de grado minimalista y selectivo, en las cuales el nivel de su intervención resulta acotado y la firma de sus acciones, derivada al proceder de los orates a su servicio.


                                                                    FIN

domingo, 22 de junio de 2014

MEDITACIÓN ESCATOLÓGICA

 Finalizada la función fisiológica que siempre implicaba para él, una ocasión gratificante, se dispuso a pulsar el botón del wc antes de higienizarse.
 Pero la abundancia de su producción fecal lo fascinó: le recordó la excelencia del puchero ingerido la noche anterior. Esa exuberancia de verduras, chorizo colorado, carne vacuna en su punto justo; incluso, el tuétano con mostaza paladeado con particular delectación.
 Al observar esas heces, dispuestas casi delicadamente en el fondo del artefacto sanitario, percibió una fugaz melancolía, ante el inminente envío al olvido del resultado de la nutrición entendida como fiesta y regocijo sensorial.
 De última..., se dijo a si mismo en la soledad del cuarto de baño, el destino de esos soretes era fundirse con los de sus semejantes en la cloaca máxima, en una comunión excremental con carácter de única en la especie humana; allí se diluían diferencias de credos y clases sociales, antinomias de víctimas y victimarios, soberbios y pobres de espíritu, elementales y eruditos, jueces y reos, locos y cuerdos.
 Podría decirse que lo mismo ocurría con la muerte, prosiguió su soliloquio, pero en este caso, los vivos le otorgaban distinciones de calidad a los cadáveres. Es la que iba desde una fosa común a un mausoleo, un cuidadoso embalsamamiento y una apresurada incineración, una pirámide funeraria y la cobertura por la mera arena del desierto.
 Ninguna civilización reverenció los restos fecales de sus personajes insignes, aunque sí los mortuorios.
 Por eso, agregó, la mierda borbónica proveniente del palacio de la Zarzuela se confunde en el tránsito cloacal, con la del más infame chulo de Madrid.
 Claro..., musitó, ellos tendrán sangre azul, pero el color de sus deposiciones es tan marrón como el de las mías.
 Cierto que algunos artistas plásticos utilizaron su caca como insumo de sus obras, pero eso, argumentó para si, era solo una expansión del esteticismo: podrían haber usado una sustancia artificial con resultado similar.
 Tampoco se trataba de una cuestión coprofílica, mencionó a viva voz en el reducido espacio del toilette. Mi visión, concierne al impacto emocional de la plasmación del detrito y su inevitable final, en el torrente común que nos hermana en la condición humana, acompañado por todos los desperdicios orgánicos e inorgánicos arrojados a un inodoro, a miles de inodoros, a centenares de miles de inodoros.
 Como una metáfora descarnada y sin glamour del tránsito vital..., era el destino de nuestra mierda.
 Por algo..., continuó hablando en voz alta, escatología significa ocuparse de los excrementos y en otra acepción, del conjunto de creencias en una vida ultraterrena, según el diccionario RAE.
 Destino de las almas...y de los soretes..., dijo bajando la voz, expulsión torrencial que les excluye la singularidad de la vida para derivarlos al misterio de la extinción.

 Presionó el botón del water y quedó como absorto. Lo embargó una desoladora sensación de vacío: comprobó su olvido de comprar papel higiénico.


                                                                        FIN



  

miércoles, 18 de junio de 2014

ENTRADERA CREPUSCULAR

 La situación pareció precipitarse. Escuchó el tono imperativo de la orden y registró el inequívoco contacto de un arma contra sus riñones.
 -Entra hijo de puta..., al primer movimiento raro te cueteo.
 Eran dos y parecían haber salido de la nada.
 Ingresaron tras él, cuando extrajo la llave del lado de afuera de la cerradura.
 La entradera, ya estaba consumada, en el atardecer de ese barrio periférico.
 Pensó que quizás alguien observó lo ocurrido, aunque le constaba que la calle se hallaba desierta; no solo por ser lo usual en esa zona de viviendas bajas y escaso tránsito, sino porque el intenso frió de agosto y el viento, disuadían a las vecinas predispuestas al cuchicheo habitual.
 Los delincuentes, sus cabezas cubiertas por gorros y media cara por el cuello levantado de las poleras, observaron con aparente sorpresa el ambiente vacío de la vivienda, caracterizada exteriormente por su irrelevancia.
 -¿Donde están los muebles, hijo de puta?...
 Le preguntó uno de ellos a la víctima, que de inmediato comprendió que se trataba de un hecho al voleo y que sus autores eran menores tipo descerebrados, ya sea por el consumo de drogas, la índole de sus vidas o el agujero existencial que ocupaban.
 Supo que la lógica aristotélica no era adecuada para salvar la situación, por lo que decidió apelar al absurdo, a lo tirado de los pelos, a la vertiente alucinatoria.
 -Los vendí para comprar merca de la mejor, de la que toma Maradona.
 -¿Tenes de esa?...
 Le preguntó el que detentaba evidente supremacía sobre el otro.
 -No. Me la tome toda: estoy liso.
 Sabía que este termino refería a los '80 iniciales, la última vez que había consumido cocaína, pero desconocía la jerga actual.
 Observó las armas que ambos ostentaban: pistolas 9 mm., seguramente Browning.
 No podía creer que esos imberbes plenos de idiotez, pudieran exhibir armamento posiblemente robado a personal policial.
 -Danos toda la guita que tenes y tu celu, hijo de puta..., le dijo el que parecía subordinado.
 -Toma.
 Le respondió, extendiéndole dos billetes de diez pesos.
 El que demostraba superior jerarquía decidió que debía conservarla. Ante lo que consideró una afrenta, replicó con un culatazo que no llegó a destino.
 El asaltado lo estaba esperando y lo desvió con su antebrazo izquierdo, mientras sus dedos derechos índice y corazón se incrustaban en los ojos del sujeto armado, provocándole algo aproximado al estallido de los globos oculares.
 Inmediatamente, se escudó tras el lesionado, que había arrojado su pistola  para llevar sus manos a los ojos o lo que quedaba de ellos, entre gritos de horror.
 El hombre de la reacción marcial, supuso que el cómplice del ya doblegado comenzaría a los tiros, por eso intentó apoderarse del arma caída, pero no hubo disparos.
 El otro escapó rápidamente y dejó la puerta abierta.
 Con la pistola en su poder, comprobó que se trataba de una réplica perfecta.
 -¡Hijo de puta!...¡La concha de tu madre!..., gritaba el cegado tapándose los ojos.
 Le propinó una trompada en plena boca, la diestra envuelta en un pañuelo, que le ocasionó la pérdida de dos dientes entre una bocanada de sangre.
 -Parece que no te enseñaron a respetar a las personas mayores..., le dijo, mientras le anudaba su cinturón a la garganta y lo tumbaba sobre el piso.
 -Lo primero, es tratarme de señor..., agregó.
 -Si, señor..., contestó el joven delincuente, escupiendo un incisivo superior.
 -Señor Satanás...
 Fue la identificación que se adjudicó el que fue objeto del intento de despojo, para luego maniatarlo a la espalda con los cordones de sus zapatos y con el cinturón que le quitó del cuello, atarlo a una puerta enrejada que comunicaba con un patio.
 -Señor Satanás..., balbuceó el ladrón aterrorizado, que interpretó la entradera a esa casa vacía, como la mayor experiencia espantosa de sus atribulados diez y seis años.
 Comenzó a llorar, pero una tanda de golpes del Señor Satanás, lo convenció de que le convenía someterse a su destino lo más silenciosamente posible.
 Al ser amordazado con el pañuelo, entendió que así sería.
 -Voy a comprar un envase de alcohol a la farmacia y enseguida vuelvo..., le dijo sonriente, quién ya se había convertido en su captor.
 -Lastima que no podes hablar, porque sino le podrías decir a los interesados en el alquiler de esta propiedad, que el agente inmobiliario vuelve en quince minutos.
 Solo en la vivienda vacía, consumido por el dolor abrasador de sus ojos y su boca desdentada, el cautivo se sintió desmayar.

 Con la vista nublada, después de un breve lapso vio aparecer a quién lo sometía.
 -La farmacia estaba lejos, así que conseguí un par de litros de nafta en la estación de servicio.
 Le comentó el Señor Satanás, quien exponía ante su mirada desenfocada un bidón plástico y un encendedor.
 Sintió una sensación desconocida, como si el corazón se asomara por su boca destrozada...
 Pero escuchó el sonido de una sirena acercándose. Estimó con esperanza, que alguien pudo escuchar sus gritos y llamar al 911 requiriendo la intervención de la policía, que en la circunstancia que vivía significaba su salvación.
 Más aún, notó como desconcertado al Señor Satanás, cuando el vehículo portador de la sirena parecía haberse detenido ante la puerta de calle. Cuando tocaron el timbre, lo embargó una sensación de alivio, pero la misma desapareció al percibir la mirada del Señor Satanás, que tardaba en abrir.
 Perdió el control de sus esfínteres, cuando escuchó al Señor Satanás decirle a los paramédicos de una ambulancia, que en esa vivienda no había nadie que requiriera atención médica, que debía tratarse de la equivocación de algún vecino. Encharcado entre su mierda y su orina, percibió que ponían en marcha a la ambulancia para alejarse del lugar.
 Comenzó a vomitar, pero debido al pañuelo que oprimía su boca, el vómito parecía asfixiarlo.


                                                                    FIN









sábado, 14 de junio de 2014

¡ METELE CUETE !...

 Al escuchar la indicación con carácter de orden, dirigida por el que parecía mayor al otro, al que se mostraba poco convincente en la ferocidad que aparentaba, comprendió que estaba perdido: se hallaba a merced de dos delincuentes menores de edad, que debían mostrar impiedad para mantener jerarquía y lograr reconocimiento.
 En fracción de segundo, para intentar que el que oficiaba de subordinado no disparara y con el convencimiento de que la súplica no sería atendida, opto por la teatralidad.
 Apeló al histrionismo que le brindaba una extendida carrera actoral, aunque desde hacía unos meses, se veía obligado por las circunstancias a vender servicios de salud para una obra social de nivel periférico.
 -¡Tirá!... pero...¡Mirame a los ojos que vas a matar a un hombre!...
 Le gritó al que lo apuntaba, en un remedo de las últimas palabras del Che, mientras hacía saltar los botones de su camisa ofreciendo el pecho a las balas, gesto que era copia del que efectuó al presidente ecuatoriano Correa ante una rebelión policial.
 Todo el proceder, si bien del éxito del mismo dependía su salvación dado que apelaba a la emotividad del asaltante, resultaba ampuloso y sobreactuado; pródigo en afectación y magro en credibilidad.
 El interpelado pareció vacilar. El otro reiteró el... ¡Metele cuete!..., con el aditamento de... ¡Este gato es un actor de cuarta!..., lo que impulsó al de menor rango a accionar el revolver 32 largo, un par de veces.
 Se alejaron corriendo de la solitaria parada de colectivos suburbana, con el botín de treinta pesos en efectivo y un celular de mínimo valor de reventa.
 La víctima, se desangraba caída entre los yuyos y el cemento carcomido de la vereda: sentía que se adormecía con rapidez, lo que era un alivio para el dolor que parecía abrasarlo. Uno de sus últimos pensamientos era un interrogante...¿Como sabían que nunca fui más que un actor de reparto al que solo le repartían bolos insignificantes, sin darle la oportunidad de brillar, de destacarse en una actuación cumbre?...


                                                                FIN


jueves, 12 de junio de 2014

BUENOS AIRES NO ERA KHARTUM...

 El golpe con el casco fue contundente: el cristal de la ventanilla del acompañante, se fracturó para dejar paso a una mano masculina grande, de nudillos marcados. Podría ser un boxeador o simplemente un tipo rudo, el que aferró el portafolios depositado sobre el asiento, con el movimiento rápido y preciso de alguien entrenado en tal menester.
 Pero el conductor del vehículo, Abdul, respondió con la celeridad de quién espera esa contingencia. Por cierto, tal como la visualizó tantas veces en su imaginación: el automóvil de discreta importancia, de vidrios polarizados en tono muy oscuro, detenido en un semáforo entre la congestión de tránsito de la hora pico, situación aprovechada por los dos motociclistas para proceder al robo.
 Su reacción fue tomar el hacha de camping, afilada profesionalmente, que llevaba desenfundada a su alcance al lado de la palanca de cambios, para con un movimiento rotatorio impactar con violencia la muñeca derecha del asaltante, dejándola solo sostenida por los tendones y haciendo que la mano soltara el portafolios.
 El recuerdo de Sudán a mediados de los '80, ocupó la mente de Abdul con una nitidez que parecía superar la mera evocación. Fue la época en que pronunció con convicción la shahada ante dos testigos y se convirtió en un muallaf, lo que puso fin a una existencia de impiadosas tribulaciones por el mundo, hasta que logró encausarse en la fe verdadera.
 De todos modos, Buenos Aires no era el Khartum de aquellos años de implantación de la sharia, donde una ofensa hadd como robo en autovía sin homicidio, era castigada con la amputación de la mano del autor del hecho.
 Los gritos de la víctima de su justicia, resultaron asordinados por el casco que llevaba puesto, a los fines de usarlo como ariete y también ocultar su fisonomía. Su intento de ascender a la moto conducida por el cómplice se había frustrado, debido a la diestra colgante en plena hemorragia que le impedía realizar los movimientos adecuados.
 Su secuaz, si portaba arma no hizo uso de ella, solo parecía preocupado por retirarse del lugar con la mayor prontitud. Al considerar que el herido era una complicación, decidió dejarlo en medio de la avenida y acelerar bruscamente.
 Abdul también lo dejó, confundido en el tumulto de los autos que arrancaron con la luz verde.
 Consideró probable que nadie haya reparado en su participación, debido a lo fugaz de la situación acaecida.
 Asumió que él no era un cadí para la aplicación del tazir en flagrancia, pero tampoco tenía ningún referente a su alcance. El espejo retrovisor, le permitió observar que el ladrón podía ser embestido por los vehículos que trataban de esquivarlo, entre un estrépito de chirridos de frenos y empleo de bocinas.
 Estimó que si bien su Buenos Aires natal no era Khartum, quizás tal condición no conllevaba importancia, dado que un acto de observancia de la debida justicia podría trascender los acotados límites de la territorialidad. Del mismo modo, pensó, no tenía importancia que su portafolios de fino cuero, se hallara completamente vacío.


                                                                FIN






lunes, 2 de junio de 2014

TRAYECTO AL MINISTERIO

 Su amor propio decididamente nulo y su legalismo a ultranza, quizás como modo de alejar las temidas transgresiones, opacaron su vida en extremo, convirtiéndolo en un apático solterón que vegeta en un empleo público rutinario, sin mayores posibilidades de progreso que las otorgadas larvalmente, por la mera acumulación de años de servicio.
 Estas reflexiones atormentan su psiquis, en la templada mañana de inicios de setiembre, de pie en el andén del subterráneo que debe conducirlo a las inmediaciones del ministerio donde trabaja.
 Le echa una ojeada a los titulares de Crítica que despliega un canillita: tropas peruanas mezcladas con civiles expulsaron a la guarnición colombiana de la ciudad de Leticia, en el Trapecio Amazónico.
 Piensa que una nueva guerra puede instalarse en Sudamérica, mientras se profundiza la paraguayo-boliviana con el intento de recuperar Boquerón por parte de los guaraníes, como informa otra noticia.
 1932 es un año bisiesto..., reflexiona, preñado con sangre, como para alumbrar nuevas matanzas antes que finalice.
 Se siente asqueado, como sucio, aunque es esmerado en su higiene personal. Más aún, se lava las manos con una frecuencia casi maniática, lo que genera una profusión de chistes al respecto emitidos en voz baja por sus compañeros de oficina, a los que detesta sin excepción.
 Entiende que ya no se siente a gusto en ninguna parte: no se siente a gusto en el mundo.
 No siempre fue de este modo. Recuerda que en su primera juventud, percibía cierto esbozo promisorio de un goce vital que nunca llegó.
 En el amor fui traicionado..., agrega a su evocación, así como mis padres centraron su favoritismo en mis hermanos, cuyo empeño en ganar posiciones me lo refregaban como ejemplo.
 Amigos no tiene; los de su infancia y adolescencia, lo abandonaron hace muchos años para forjar sus vidas en base al matrimonio y la paternidad.
 Él no lo hizo..., siempre solitario y marcado a sus espaldas por el mote de gil de lechería.
 Por cierto, añade a sus pensamientos, si bien es un abúlico de aletargada ambición y pasionalmente baldado, nunca se llevó en forma indebida ni una goma de borrar del ministerio, porque profesa un reconocimiento cabal al principio de autoridad y al imperio de la ley y el orden.
 Pero a nadie le importa mi decencia..., musita con amargura.
 El estruendo de la formación que se acerca, lo extrae de su ensimismamiento y se prepara para consumar la decisión que adoptó al levantarse de la cama.
 Se descubre, quitándose el sombrero rancho, en señal de respeto a la muerte inminente, la suya, tal como corresponde ante la presencia de un cadáver.
 Dispuesto a arrojarse al paso del convoy para poner fin a su ingrato tránsito terrenal, lee el cartel enlozado que se halla inserto en la pared que enfrenta:
                                            PROHIBIDO ARROJAR BASURA A LA VÍA
 Aborta su propósito.
 Observa pasar al motorman instalado ante los mandos en el primer coche, totalmente ajeno a la situación que se podía haber producido.
 Ingresa al vagón como todos los días laborales: llegará en horario al ministerio, como siempre.
 Considera que una mierda de tipo como él, debe emplear otro método para suicidarse.


                                                                 FIN


jueves, 29 de mayo de 2014

VER NEGRO

 La oscuridad irrumpe coronando el corte de luz, si bien no inusual, siempre considerado protervo por aquellos que resultan afectados.
 Jonhatan putea por lo bajo: se apaga la pantalla de la pc ante la que se halla sentado y detecta que el apagón incluye al alumbrado público. Es extenso..., piensa, con la idea de que ante la magnitud del problema, la compañía proveedora pueda intentar solucionarlo con mayor celeridad.
 Se incorpora a ciegas; desde que dejó de fumar no porta encendedor y el celular, dado que son las tres de la madrugada, lo tiene apagado en otra habitación. Carece de todo elemento de iluminación a mano.
 Le llama la atención que la oscuridad es total, casi inconcebible.
 La ventana con la persiana levantada, no exhibe ni el contorno de las edificaciones, como si una niebla impenetrable hubiera absorbido todo lo existente.
 Trata de hallar la puerta guiándose por la memoria, tropieza en el intento, siente como si se hubiera extraviado en su propio cuarto, como si careciera de referencias.
 Se esfuerza por evitar que el pánico defina su proceder; no tiene a quién llamar, vive solo en la casa suburbana.
 Sabe que debe llegar a la cocina para acceder a la linterna que se encuentra dentro del modular, pero el haberse convertido en un no vidente de modo súbito, le genera dudas de que pueda lograrlo.
 Próximo a la desesperación, profiere un grito estridente, solo contestado por un lejano eco.
 Sin poder salir de su habitación, percibe que se halla recluido en una prisión compuesta de tinieblas, de una concentración tan densa que no permite filtrar un mínimo rayo de luz.
 Me absorbió un agujero negro..., considera con terror. Le parece que su cuerpo está perdiendo masa y él se está anonadando..., fundiéndose en algo similar a la ausencia de materia.
 Pero entiende que su conciencia permanece activa, aunque diferente, sin una matriz somática.  Parecería que la intangibilidad que es su atributo esencial, hubiera adquirido su índole de pulsión eterna, descargada del lastre corporal.
 Al asumir este estado, una inexpresable satisfacción, le otorga un carácter glorioso a la experiencia que lo incluye.
 Inmerso en el negro absoluto, sin rastros del cuerpo que se desintegró como un estuche pulverizado, sin sentimientos ni pasiones, se integra a esa vacuidad que siente puede depararle sorpresas; justamente, nota que la curiosidad sobrevive a la identidad o que ambas se aúnan en una integración inefable.
 Ya ajeno a toda luz, Jonhatan sabe que el apagón se proyecta a la eternidad, también, que él ya es parte indisoluble del mismo.

                                                                     FIN



domingo, 25 de mayo de 2014

EL REY DECLINANTE

 Se halla próximo a voltear el trebejo rey, con desgano, como para evidenciar que desde hace varios movimientos conoce el desenlace en su contra de la partida; en buena medida, considera, debido a la presión temporal que le impone el reloj, impidiéndole hallar una respuesta válida a la situación apremiante en que se encuentra su rey.
 Entiende que solo un milagro puede impedir la resolución prevista, pero en materia de ajedrez del nivel de maestría que concierne a su adversario y a él, esto solo puede significar que la mano de su contrincante, que se dirige a mover el alfil que desencadenará la jugada terminal como una reacción en cadena, se paralice en el gesto.
 Atónito, observa la materialización de su pensamiento.
 Quién lo enfrenta, no llega a tocar la pieza elegida: la mano detenida en el ademán, el alfil inmóvil en el escaque que ocupa.
 Intervienen las autoridades federativas, los espectadores, la esposa del jugador afectado por una parálisis repentina del brazo derecho.
 Se inquiere si hay un médico en la sala, sin respuesta afirmativa. El servicio de ambulancias es convocado telefónicamente.
 La partida se suspende en posición altamente ventajosa para el jugador de la mano inerte, que parece no entender lo que le ocurre.
 El hombre que lleva las de perder, demuestra preocupación por el trastorno físico de su rival, mientras piensa que si alguna vez se reanudará el match, tendrá tiempo de sobra para estudiar como desbloquear el cerco y pasar a la ofensiva. Cree firmemente poder lograrlo.
 Observa como se llevan a su rival y trata de retirarse con premura: la concurrencia le dirige miradas hostiles, como si se tratara del culpable de lo ocurrido.
 Estima que él solo lo pensó...y que nunca en su vida anterior un pensamiento suyo influyó en el mundo material.
 Esta vez, sí.
 Detiene un taxi y le indica al conductor su domicilio. Es un viaje muy redituable para el chofer: debe dirigirse al otro extremo de la ciudad.
 El ajedrecista sabe que lleva el dinero justo, como corresponde a alguien que no es profesional del juego-ciencia y vive de un sueldo, de por sí menguado por los descuentos que le practican entidades financieras diversas y algún estudio jurídico.
 A pesar del recuerdo penoso de sus deudas, distiende los labios en una discreta sonrisa: piensa que el taxímetro podría hacer caer las fichas, de modo que el trayecto le cueste un cincuenta por ciento menos.
 Reitera ese pensamiento, mientras observa con un asombro no exento de oscura inquietud, como el visor del dispositivo comienza a evidenciar anomalías.


                                                             FIN


viernes, 2 de mayo de 2014

ENTRE VOCES

 Se hallaban solo los dos, esperando el colectivo en esa parada periférica, ubicada en un barrio de apacible imagen.
 Marcelo Cavalizzi sabía que ante la locura evidenciada, lo más prudente era retirarse, dada la imprevisibilidad inherente a esta condición, cuyas manifestaciones podrían llegar a ser peligrosas para los demás, en este caso, para él. Pero el individuo de aspecto correcto que hablaba solo y apenas lo miraba de soslayo, parecía magnetizarlo con la elocuencia de su discurso; es que no solo hacía gala de las virtudes de su oratoria, sino que también se respondía con otra voz de definida sonoridad, que a Cavalizzi le recordaba la de los locutores de Radio Nacional de la época en que a los primeros mandatarios, se los trataba de excelentísimo señor presidente.
 Las voces de los dos personajes eran totalmente distintas y solo convergían en la calidad idiomática, en lo cuidado de los términos empleados y la impecable dicción.
 Pasados unos pocos minutos de escuchar, lo que no dejaba de ser la alocución de un orate, Cavalizzi pensó en retirarse y caminar hasta la parada siguiente, debido a que el sujeto había mutado hacia la furia e interpelaba al otro, que era él mismo, con acentuada violencia verbal.
 ¿Por qué?...¿Por qué?...¡Contestá maldito hijo de puta!..., vociferaba como un energúmeno, motivando la discreta apertura de algunas ventanas.
 Marcelo Cavalizzi, intentaba apresurar su abandono del sitio, pero el hombre se lo impedía con actitud amenazante, mientras extraía de un bolsillo algo parecido a un punzón y lo aplicaba contra su abdomen arrinconándolo contra la pared.
 Le hablaba con parsimonia, a escasos centímetros de su rostro, presto a perforarlo con la punta de acero.
 -Ahora vas a tener que contestar, maldito hijo de puta, ya estoy harto de fingir tu voz...
 La respuesta de Marcelo, entrecortada por el temor, negaba que haya sido su voz, aunque era consciente de la inutilidad de apelar al raciocinio con alguien inmerso en el delirio.
 -Te equivocás..., fue la replica de quién se hallaba en posición dominante, esa es la voz que querrías tener en vez de este graznido asustado de cobarde. De inmediato, un grito atroz, parecía haber trastornado la tranquilidad de la calle. No tardó mucho en escucharse  la sirena de un móvil policial que se aproximaba al lugar, sin duda llamado por algún vecino alarmado.
 El hombre de las dos voces, se dirigió hacia la parada de colectivos siguiente, desplazándose con tranquilidad, afianzado en el cumplimiento de una misión elevada. En la búsqueda de la respuesta esperada con determinación.
 Pero al volver sobre sus pasos para recuperar el punzón, que quedó incrustado en la zona ventral de su ocasional víctima, ya lo rodeaba-con múltiples prevenciones-la dotación de un vehículo policial, que a su vez, había solicitado refuerzos por handy.
 La situación no le resultaba asombrosa, pero sí incongruente, ya que no era su culpa que la respuesta que esperaba, debía ser proferida por alguno de los innumerables enemigos, que concurrían a las paradas de colectivos solitarias y se quedaban unos minutos escuchándolo.

                                                                  FIN




viernes, 18 de abril de 2014

EN MICHOACÁN DE OCAMPO

 Quizás fue un desvío de la mirada de ella que podía significar un aviso de sus ojos entrecerrados en la concentración del goce, mientras él gruñía al acabar, lo que lo motivó al súbito abandono de la posición del misionero en la que se hallaba, para intentar aferrar la pistola con bala en la recámara dispuesta sobre la mesa de luz, a su alcance, por si la ocasión requería un empleo inmediato.
 No llegó a tomarla.
 Un machetazo dirigido desde atrás con mano experta, le cercenó la muñeca derecha, mientras otro aplicado por un segundo individuo, impactaba su nuca produciéndole una semi decapitación.
 Ya la sangre de Rafael Mejías Carrillo, brotaba como un torrente rojo empapando la sábana con diseño de florcitas silvestres, arrugada por los fragores del acto sexual con la mujer que ya se había levantado presurosa del lecho.
 Traidora..., pensó Mejías, fracción de segundo antes de morir desangrado, la maldita hembra era cómplice de los sicarios. Con la vista ya nublada la pudo distinguir en la penumbra del cuarto, aún desnuda y deseable; compartía bromas con los de los machetes ensangrentados.
 -Este guey llenó el forro de leche y perdió la cabeza...
 Dijo uno de los asesinos entre carcajadas, señalando el miembro del occiso, enfundado en un preservativo cargado de semen.
 -Porque Lupita es una bendita mujercita, amiga del jefe, que me hizo señas cuando el chamaco derramaba lo suyo. Tan entusiasmado estaba que no se enteró que entramos por el balcón.
 Respondió el otro, en tono risueño.
 Lupita sonrió enigmáticamente. Recordó una especie de insectos que en México son conocidos como mecedoras, cuyos machos pierden la cabeza luego de coronar la cópula.
 Comenzó a vestirse con rapidez. Sabía que estaba establecido por los jerarcas del cártel, que todos debían abandonar esa vivienda lo antes posible e irse separadamente por caminos diferentes.
 Por suerte para mí..., agregó a sus pensamientos, al observar como los homicidas limpiaban sus instrumentos cortantes y los guardaban en sendos bolsos. De todos modos, sintió un estremecimiento al ver que uno de los ejecutores, bajaba el cierre de su  bragueta y miraba al otro a la espera de un gesto afirmativo, seguramente similar.

                                                                        FIN
  

jueves, 10 de abril de 2014

DERVICHES GIRÓVAGOS

 Como un trompo en movimiento perpetuo, Yusuk Yilmaz no cesaba de girar en torno a sí mismo como eje, cuando la danza extática de los derviches mevleví ya se había dado por concluida.
 Los demás integrantes del grupo lo observaron con estupor, dado que parecía ajeno a toda noción de mesura humana; hasta semejaba crear un remolino en el aire circundante, con el desplazamiento de su atuendo albo que remitía a un vestido acampanado.
 Ya no sonaban las flautas, los atabales y los tamboriles, tampoco los violines kamanché ni los laúdes saz, el sema, la ceremonia que es una oración ofrecida circularmente a la divinidad, había finalizado con la detención del movimiento de los demás oficiantes.
 Pero Yusuk proseguía girando, a pesar de la ausencia de música y del canto semejante a una declamación hipnótica, que acompañaba a los danzarines místicos en sus giros.
 El dedé Yakub, maestro de esa orden espiritual, observó con atención el comportamiento del que no se detenía y aparentaba estar sumido en un profundo trance.
 Se mesó las luengas barbas, con suavidad, compenetrándose en la interpretación de ese suceso anómalo.
 Transcurridos unos minutos, habló con voz plena, en un turco con acento de Anatolia, más precisamente de la ciudad de Konya.
 -Yusuk morirá girando. No podríamos impedir su movimiento de conexión con el Alabado, que ha tornado indetenible su circunvalación.
 Yusuk se situó en una frecuencia tan alta, que activó una señal divina cual un dinamo, resultando movimiento y luz una misma experiencia.
 Algunos de los presentes, preguntaron si podrían abalanzarse sobre él para impedir su muerte. El maestro respondió que en ese caso, Yusuk moriría igual, pero de decepción, dado que le sería hurtado el aliento divino en el que colapsaba su cuerpo y se expandía su trascendencia, esa gloria inigualable; a su vez, quien hiciera eso se convertiría en un asesino.
 No habiendo otros testigos del portento -Yusuk giró cuarenta y ocho horas, sin detenerse para cumplir ninguna ingesta ni necesidad fisiológica- que tan solo los miembros de esa tariqa, el final fue el que anticipó el maestro.
 La ficha médica habló de una falla cardíaca, pero los miembros de la orden sabían que no había sido una deficiencia orgánica, sino una asimilación al absoluto en los términos más extremos.
 Incluso, uno de los derviches, Ahmet, llegó a pensar que Yusuk practicó un sacro suicidio, al percatarse inicialmente, que estaba superando con holgura los veinte o treinta giros por minuto habituales, para ingresar a un nivel que implicaba una peligrosa desvinculación de lo terreno, del mundo fenoménico. A pesar de ello, el girovágo descontrolado prosiguió con su danza, sin aplicar los procedimientos de desaceleración  correspondientes, cuando aún se está a tiempo de que resulten efectivos.

                                                                         FIN




miércoles, 2 de abril de 2014

SARA GOZA EN ZARAGOZA

  Así..., sin trabas, por primera vez en su vida de casada. La constituida por la sumisión a un marido, que es un labriego tosco y tirano abroquelado en su voluntad dominadora, fundamentalmente, ejercida con el control del dinero a través de su mezquindad.
  Se siente bella, al observarse en el espejo que refleja su deleite, percibiendo como es cubierta por una segunda piel, la del placer, que mejora la provista por la naturaleza otorgándole un matiz deslumbrante de gloria corporal, de más deseos de disfrutar.
 De evidenciar la satisfacción de mostrarse a ella misma y al mundo de otra manera, por cierto, muy distinta a su vida anterior en Abanto, comunidad de Calatayud, pueblo de exquisitas aguas de manantial donde vivía vitalmente comprimida.
 Pero ahora Sara está en Zaragoza, la ciudad capital de la provincia del mismo nombre.
 Sara goza en Zaragoza..., en Zara, en la sucursal zaragozana de la tienda, donde compra la ropa que siempre quiso vestir, con la sensualidad implícita que corresponde a su nombre bíblico: el de la matriarca que sedujo a su marido Abraham para procrear, siendo una fémina de noventa años. Sara estima que aunque haya sido con fines de extender la progenie, tuvo la capacidad para motivar sexualmente a su cónyuge, cuando a esa edad otras solo se acuestan en el ataúd.
 Sonríe ante su pensamiento: ella ya no está dispuesta a excitar a su marido con quién no tiene hijos.  Su idea es instalarse lejos de ese hijo de puta, para disfrutar del dinero que le hurtó cuando regresó borracho a la casa que es de él por herencia, con el efectivo correspondiente a la venta de la numerosa piara de cerdos.
 Los que la obligaba a atender y dispensarles la bazofia, para después decir que los criaba a bellotas.
 Abandona el local de Zara y el sol parece iluminarla como en un acto de reconocimiento, de complicidad. Camina deleitándose con su liberación recién conseguida, con las bolsas que refieren sus consumos; se dirige a la estación de RENFE, donde abordará el tren a Madrid.
 Piensa que el patán de las uñas sucias, como si hollara el terreno junto a sus puercos, ya no podrá pegarle, amenazarla y echarle en cara su infertilidad. Lo peor para él, va a ser descubrir que junto con la hembra que creía de su propiedad, también desapareció el peculio que acumuló con prolija avaricia.
 Estas reflexiones tornan aún más radiante su ánimo: posee la plena certeza de que no la denunciará. Lo conoce..., no se someterá a lo que entiende como escarnio, de hacer pública la situación.
 Tampoco cree que intente una venganza violenta: el mundo le da miedo más allá de su pueblo. Considera que lo que hará, es difundir la noticia de que la botó por estéril y la inútil regresó a su Rumanía natal.
 En lo que respecta a ella, no volverá a Giurgiu, frente a la búlgara Ruse, la ciudad donde nació. Nada la ata a una familia que solo esperó de su parte envíos de dinero, que nunca llegaron, debido a que su marido solo le daba lo indispensable para algunas compras domésticas.
 Madrid es diferente: allí se abrirá camino a partir de su nueva imagen, la que le devuelven los escaparates comerciales enfundada en las calzas que la modelan magníficamente.
 Sonríe.
 Mira la hora en su reloj de plástico. Decide que en Madrid lo cambiará por uno de marca.
 Agita su mano buscando la detención de un taxi.
 Desde el vehículo que la lleva a ZARAGOZA-DELICIAS, estación de partida del tren AVE, desplaza su mirada de satisfacción sobre la ciudad que la vio renacer, que le proporcionó el primer cobijo a su libertad.

                 
                                                                   FIN








LEY DE LYNCH

 Los golpes de puño menudeaban, pero no así las patadas, que le eran propinadas al caído desde diversos ángulos. Obviamente, su posición favorecía la descarga de puntapiés, que una docena de individuos furiosos le prodigaban sin miramientos.
 El nivel de violencia desatada era tal, que hasta la víctima del hurto en grado de tentativa-la quisieron despojar de su mochila-solicitaba clemencia para el autor del hecho: gritaba que si lo seguían castigando lo iban a matar.
 Cuando el sujeto receptor de los golpes resbaló accidentalmente, luego del arrebato, comenzó la participación colectiva.
 Los alaridos de la damnificada precipitaron los acontecimientos, al lograr la adhesión de los más cercanos, que hicieron causa común con ella y no vacilaron en actuar. A estos se le sumaron otros, que también incurrieron en la administración de esta justicia sumarísima, ajena a códigos y garantías constitucionales.
 La vindicta solidaria ya se había convertido en pública, dado que había un consenso implícito entre quienes intervenían en la paliza, para que la misma adquiriera un carácter ejemplificador, justamente, convertido en disuasorio por su propio rigor ajurídico.
 Los golpes propinados generaron el llanto del yacente, que entre lloriqueos imploraba la presencia de alguien que representara a la autoridad. Al ius puniendi, el monopolio de la fuerza correspondiente  al estado de derecho.
 Para alivio del mortificado, la breve secuencia se interrumpió cuando la maestra salió del baño al que concurrió intempestivamente, para ingresar corriendo al aula, donde sus alumnos  preescolares se entregaban a la aplicación de esa tunda al hallado en flagrancia.
 Las acusaciones contra el mismo no se hicieron esperar, pero la docente separó a las partes, restableció el orden y les endilgó a los niños una monserga sobre esa forma brutal de resolver conflictos.
 Con el protagonista del suceso algo más calmado, la docente, respetando la reserva del caso, le preguntó porqué le había quitado la mochila a su compañera. El inquirido, tardó en responder.
 Lo hizo luego de desplegar una mirada circular sobre la clase, ocupada en dibujar con crayones y modelar en plastilina de colores, casi olvidada del incidente anterior.
 Entre hipos y gimoteos reanudados, pudo dar su versión de lo ocurrido.
 -Yo no le quité nada, señorita..., son todos unos mentirosos...


                                                                 FIN




  

sábado, 22 de marzo de 2014

TIRO SIN GRACIA

 El teniente, se afirmaba sobre sus borceguies: le parecía que las piernas le fallaban, que su cuerpo sufriría convulsiones.
 Si bien ya conocía con holgura, el acopio de insensatas crueldades que implicaba la guerra, haber sido designado justamente él, para comandar el pelotón de fusilamiento, por ende, el encargado de disparar el tiro de gracia a la cabeza del ejecutado, lo juzgaba una elección perversa.
 El ex-soldado, que se hallaba contra el derruido muro en ese pueblo perdido en el mapa, a la espera del cumplimiento de la orden emanada de la corte marcial, había sido su asistente personal. El que le lustraba las botas para los desfiles, le preparaba café, se ocupaba de que su equipo estuviera en condiciones.
 Casi de su misma edad, intercambiaban chistes y comentarios procaces, si se quiere, gestos de camaradería, a pesar de sus siempre resguardadas prerrogativas de rango.
 Suponía que lo eligieron para la misión, debido a que Inteligencia querría someter a escrutinio sus reacciones emotivas, como para interpretar alguna posible vinculación de su parte, en los cargos de traición adjudicados a su subordinado directo; se sentía observado.
 En respuesta a su orden de fuego, los cuatro integrantes del acotado pelotón dispararon al unísono.
 Al recibir los impactos, el cuerpo de su ex-asistente pareció desarticularse, hasta caer sobre el suelo cubierto de yuyos y maleza.
 Un charco se formó rápidamente bajo sus pantalones, compuesto de sangre, orina y materia fecal.
 El teniente, pudo comprobar que la muerte de ese efectivo traidor, no registró ninguna dignidad póstuma; ni últimas palabras para la posteridad, ni gestos de heroico desafío. Tampoco manifiesta cobardía: ni llanto ni pedidos de clemencia.
 Puede que morir sobriamente ya sea bastante digno..., fue un pensamiento que en ese momento, rondó la mente del joven oficial a cargo del pelotón.
 Al ver a su ex-asistente abatido, se dirigió con la mayor actitud resuelta que pudo obtener, a formalizar su parte en ese episodio, resultado de una corte marcial reunida en pleno teatro de operaciones.
 Con horror, descubrió que el ajusticiado respiraba dificultosamente y se retorcía entre espasmos: estaba vivo.
 El teniente maldijo en voz baja al personal que conformaba el pelotón, por hacer mal su trabajo. Pensaba que quizás tiraron adrede hacia cualquier parte, aunque si fue por piedad, las consecuencias no fueron las buscadas.
 Dispuesto a gatillar, comprobó que el moribundo tenía los ojos abiertos, enfocados en los suyos.
 Intentó proceder con celeridad, asqueado por el carácter de la circunstancia, así como por las emanaciones nauseabundas que despedían los intestinos perforados.
  Nuevamente musitó una maldición, esta vez dedicada a sus superiores, que no le proporcionaron al condenado una venda para cubrir esos ojos que parecían clavados en los suyos.
 También maldijo al fusilado por su filiación con el enemigo, causa de la acción que estaba obligado a realizar.
 Presionó la cola del disparador de su pistola reglamentaria, con decisión, sabiendo que el capitán y el mayor presentes en el acto, evaluarían la determinación que demostraba. Hasta el capellán parecía observarlo mientras recitaba una plegaria.
 Se asumió como un militar de carrera en estado de guerra, que cumplía ordenes tan ingratas como la misma guerra.
 El seco chasquido que se hizo oír, le indicó que gatilló sin que se disparara el proyectil.
 Insistió..., pero obtuvo la misma respuesta del arma.
 Extrajo el cargador y lo halló vacío.
 Recordó, siendo foco de la atención de todos los que se encontraban en el lugar, que la pistola estaba a cargo de su asistente hasta pocas horas antes.
 Las que demandó el juicio sumarísimo que se le sustanció y derivó en la condena a morir fusilado.
 El hombre que se moría tirado sobre esa vegetación rastrera, mojándola con los fluidos de su organismo, se ocupaba de limpiarla cuando fue aprehendido por sus propios camaradas.
 Se sintió ridículo, objeto de escarnio.
 Pensó que a ese hijo de puta, le iba a partir la cabeza de un tacazo a falta de proyectiles; pero a pesar del inequívoco rictus de dolor impreso en el semblante del condenado, observó desconcertado como su boca parecía distenderse en una extraña sonrisa. Como una mueca de burla feroz, por parte de alguien que sabía que su esperanza quedaba abolida con su captura.
 El mayor y el capitán se miraron brevemente. Parecía que ambos ya estaban seguros de como proceder.
 El teniente reaccionó con presteza: le quitó el fusil a un cabo del pelotón, con el objeto de aplicar con esa arma el tiro de gracia.
 Otra vez un chasquido: el fusil del suboficial era el descargado para esa ejecución, tal como se estilaba en los fusilamientos, en los que las armas era entregadas a cada miembro del pelotón al azar y una carecía de proyectiles, para atenuar la culpa colectiva por matar de ese modo.
 El teniente miró al caído: seguía con los ojos abiertos y la boca con la expresión burlona, que parecía haberse extremado.
 No opuso resistencia, cuando el capitán y tres soldados lo rodearon apuntándolo, exigiéndole a viva voz que llevara sus manos a la nuca.

                                                                    FIN




miércoles, 12 de marzo de 2014

INGRESO A MISERERE (FINAL DE RECORRIDO)

 No cabe duda: se trata de un duelo de miradas.
 Dos hombres arrogantes, de orgullo hipersensible, ubicados en asientos enfrentados en el vagón de madera del flamante subterráneo.
 Los ojos de ambos, enfocados en los del otro por obra de un cruce casual, pero ya fijas las miradas en señal de desafío, de espera de la claudicación ajena.
 Alguno, debería bajarla en señal de respeto a la voluntad dominante del contrario. 
 Respeto..., término cuyos alcances exceden lo banal del suceso. Significa: te obligué a la humildad.
 A abdicar de tu soberbia..., piensa Joaquín Barroso, cuando la formación ingresa a la estación Plaza de Miserere, final de recorrido.
 También, final del servicio durante el día de la fecha, 2 de diciembre de 1913, primera jornada para el público del nuevo sistema de transporte bajo tierra. El viaje inaugural fue el día anterior, con la ilustre presencia del presidente Victorino de la Plaza y otras altas autoridades de la República.
 Pocos pasajeros descienden en la terminal dada la hora nocturna, cuando en los viajes anteriores fueron transportadas miles de personas, asombradas por la novedad.
 Joaquín Barroso, que exhibe como seña particular una cicatriz cruzándole la mejilla izquierda, considera, sin bajar la vista, que este viaje podría generar una resolución fatal a su vida...o a la del otro.
 Estas derivaciones del culto al coraje no son nuevas para él, hombre de lengue y cuchillo, siempre predispuesto al lance si algo pone en duda su hombría.
 El del asiento de enfrente, de traje negro, cuello duro, moño de lazo y rancho claro, deja asomar la empuñadura de una daga cuando abre el saco como al descuido.
 Es guapo, estima Barroso, no recula; me sigue sosteniendo la mirada, a pesar del feite en la mejilla que me marca como bravo. Decide acomodar su puñal, en su caso, embutido en el cinto a la espalda, al modo gauchesco de portar el facón.
 El gesto es ostentoso y percibido por el otro.
 Descienden los últimos pasajeros y en el vagón solo quedan ellos, mirándose fijamente a los ojos. Un circunspecto guarda de la Anglo, que adopta prudente distancia, los conmina a apearse.
 -Señores, tengan a bien descender: final de recorrido.
 En la estación bajo tierra se despliega una denodada actividad. Deben optimizarse los procedimientos concernientes a la finalización del servicio diario y su puesta a punto, para la reanudación del mismo en las primeras horas de la mañana siguiente, segundo día de existencia operativa del subterráneo de Buenos Aires.
 Ambos potenciales contendientes, bajan juntos al andén; se dirigen, como de común acuerdo, hacia la oscuridad de la plaza bajo la que se halla la estación.
 Ese es el ámbito que ambos, sin intercambiar palabra alguna, entienden como adecuado para el inminente lance.
 El primero en hablar es el otro.
 -Lo voy a matar por impertinente, por provocarme. No me impresiona su cicatriz: se la debe haber hecho al rasurarse.
 Joaquín Barroso sopesa la dimensión del agravio, que le adjudica carencia de coraje, categoría de culto entre la gente de esa laya, la que es afín a ambos.
 El del feite decide ser más puntual, más circunscrito al acontecimiento en materia de transporte del que fueron partícipes.
 -Vd. se chorreó las patas después de la estación Piedras, cuando quedamos detenidos cinco minutos en el túnel; le pasó otra vez al salir de Lima porque circulamos un tiempito a oscuras. Mi olfato me dice que hay olor a mierda fresca.
 Se julepea como un purrete y presume de guapo..., me da risa.
 El sujeto receptor del comentario insultante, se demora en responder. Tampoco extrae su arma blanca, como lo supone Barroso, que espera con atención cualquier palabra o ademán del otro.
 La luz acotada de los faroles que se yerguen en la plaza, apenas ilumina a individuos diseminados como bultos, que parecen dormitar entre las sombras; también se hallan detenidas chatas sin nadie en el pescante, los caballos bebiendo en los charcos dejados por la reciente lluvia. Algún solitario mateo, circula con tranco cansino por la avenida Pueyrredón enmarcada por la recova, alejada del riñón de la plaza donde se hallan ambos varones, próximos a dirimir con violencia sus vagas diferencias. El paso de dos automóviles por la calle Bartolomé Mitre, con sus potentes focos encendidos, logra que ambos desvíen las miradas brevemente ante ese espectáculo radiante. Se trata de dos Maxwell del corriente año, ocupados cada uno por cuatro señores vestidos de galera y frac, que quizás hallan dejado atrás un meeting propagandístico de la marca, en un contexto de rigurosa etiqueta a los fines comerciales de establecer jerarquía y distinción, para un vehículo que no es de lujo.
 Cuando el otro habla, lo hace en tono grave, como cargado de sombrías premoniciones.
 -Lo que Vd. creyó susto, fue la percepción de que este tren recorre el infierno. Las entrañas del progreso son el infierno.
 Se ahuecó la ciudad para circular por una catacumba, con la electricidad por fluido divino.
 Vd. no entiende que esto es el inicio de algo mucho peor, de algo que ofende con solo pensarlo.
 Joaquín Barroso mira desconcertado al individuo de bigotes enhiestos y atuendo liviano, adecuado al calor de diciembre, que parece haber extraviado su condición de macho de pelea en inconsistentes parrafadas de vieja agorera.
 -¿Va a pelear o se reconoce como un cobarde que habla gansadas?..., le espeta desafiante.
 El susodicho, parece no tomar en cuenta la expresión agraviante dirigida a su persona. Con tono sosegado, habla sobre la oscuridad de los tiempos, en la plaza inmersa en una penumbra solo veteada por los débiles destellos de los faroles dispersos.
 -Recorremos las tripas urbanas en coches impulsados por fuerzas invisibles, hasta que no podamos salir de ese universo infernal; de los intestinos, donde nos convertiremos en fragmentos fecales móviles, impulsados hacia una expulsión que nunca llegará. Esto no es como la minería, donde se perfora para extraer el mineral que se convertirá en otra cosa, aún erigiendo la tiranía del oro; esto es distinto..., es desplazarse por las tripas de la tierra para alejarse de la luz del sol y abrazar las tinieblas.
 Créame, el subterráneo celebra en nombre del progreso, la profanación de una zona vedada, que recibe la crispada energía del centro de la tierra.
 Joaquín Barroso, lo escucha y experimenta una curiosa sensación dual. Siente que debe seguir hostilizándolo hasta que pelee o asuma su condición de pusilánime, pero por otra parte, nota un velado sentimiento de temor, ante lo que le parece un grado de locura verbalizada en imágenes funestas.
 De todos modos, insiste en el reto.
 -¿Para que porta la daga?...¿Para limpiarse las uñas?...¡Compórtese como un varón, carajo!...¡Deje de lamentarse y desenvaine!...
 Barroso, a su vez, exhibe su arma e inicia los desplazamientos casi coreográficos del duelo criollo, esperando que su rival se involucre en el pleito.
 El otro lo hace: presenta su puñal a la pelea. Lo cambia de mano con movimientos precisos y realiza fintas que confunden a su contrincante.
 No es manco..., piensa Barroso. Lo deduce por los amagues y rotaciones de cintura, que lo dejan a él algo indeciso en la respuesta, con peligro de resultar blanco para el tajo sorpresivo o el puntazo en profundidad.
 A pesar del fragor del combate, el sujeto no cesa de hablar y prosigue con su versión apocalíptica del tren subterráneo.
 Joaquín Barroso rota bruscamente ante un movimiento de su rival, salvando su rostro del filo enemigo por escasos centímetros.
 Trata de superar su sorpresa, tomando la palabra.
 -¿Porqué no pelea en silencio, como corresponde?...
 Parece un parlanchín de circo.
 Pronuncia la puya en un tono que le resulta poco firme, sin la aspereza usual que caracteriza su voz de fumador de tabaco negro.
 Reconoce para si mismo, que no se siente seguro ante este contendiente, hábil en la esgrima bravía del duelo criollo y poseedor de una locuacidad enfermiza con la que lo abruma.
 -¿Sabe por que hablo mientras peleo?..., le dice el otro, porque necesito que Vd. comprenda donde estuvo antes de morir.
 Porque lo voy a despenar por arrogante..., la misma arrogancia de quienes pergeñaron el ingenio sacrílego del tren subterráneo..., amenaza, tirándole a Barroso una estocada al abdomen, que el de la cicatriz facial apenas llega a esquivar.
 Las dos figuras entreveradas en la justa aún carente de sangre, giran y se atacan en el espacio nocturno de la plaza, donde la escasa iluminación parece convertirlas en sombras danzantes.
 Si bien el lance tiene algunos testigos, estos permanecen alejados, como espectadores remotos más interesados en sus propias ensoñaciones alcohólicas, que en los dos compadritos trenzados en combate.
 -Esa soberbia de enfocarme con su mirada y no desviarla, hoy la va a pagar con su vida; pero antes conocerá que su condena capital, emana de ese circuito que ofende a las profundidades y excreta humanos, como deposiciones que finalizan su tránsito intestinal. Luego se convierten en el barro fétido de pozos y cloacas.
 La alocución es seguida por un avance ofensivo, que Barroso elude sintiendo como el arma contraria le desgarra el saco, rozándole la carne.
 Joaquín Barroso comprende que no podrá vencer al otro, el cual parece alargar el enfrentamiento, solo a los fines de seguir profiriendo su discurso alucinado. Comienza a sentir el cansancio del combate, ante la astuta prolongación que le genera al mismo su adversario.
 El otro, es tan ágil para escabullirse como hábil para buscar el blanco.
 Barroso, considera que se halla al arbitrio de la destreza de su rival, quién detenta la potestad de decidir cuando será su fin.
 Se convirtió en un representante de Dios..., piensa Barroso con aprensión.
 O quizás del demonio..., conjetura, al burlar un amague que le hace perder el equilibrio, para recuperarlo de inmediato con gran esfuerzo.
-Estas son mis últimas palabras, Don..., aunque el que va a morir es Vd.
 Son mis últimas palabras para Vd., porque luego escuchará la música de las esferas...o probablemente, el crepitar de los fuegos infernales.
 Allí se circula por túneles candentes, con rieles de metal que se fundirán en sus pies y el dolor de su organismo calcinado será eterno. No solo Vd., millones arderán en esa combustión debido a lo que el hombre actual entiende por progreso, o sea, hollar todo lo vedado a los mortales, todo lo concerniente solo a los desconocidos superiores.
 Barroso, como aturdido por la parla del otro, así como por su mano experta en esa esgrima no académica, siente que su energía se agota; que su carne, se halla próxima a la penetración del acero contrario.
 Entregado, piensa en la mujer con la que baila el tango, Martina, a la que preserva de la trama de lupanares donde incursiona como rufián. Ese lujo de hembra, con la que genera admiración entre las cadencias de esa danza lujuriosa, condenada por el Vaticano...
 Ahora, siente miedo de perder esa gloria de tenerla cerca, así como lo que implica la vida, en su caso, hecha de una épica con pretensiones de coraje y prepotencia de varón que va al frente.
 Tiene miedo de morir, pero no puede musitar un rezo que alivie su sentimiento, porque no soporta la idea de que Dios lo considere un cagón acomodaticio, que solo lo recuerda cuando está a punto de ser cocido a puñaladas. Si esto no ocurre, es por la presencia femenina vestida de blanco, que parece materializarse de improviso entre ambos duelistas, logrando que los dos bajen las armas como en estado de estupor.
 Joaquín Barroso, se deslumbra ante esta aparición que parece garantizar su supervivencia. El otro, se postra en actitud de sacro reconocimiento.
 -Madre..., dice el del discurso apocalíptico, este es un sitio impío, indigno de su gloria.
 -Levantate..
 Le indica la mujer de unos cincuenta años, que parece irradiar una rara luminosidad, como una aureola que contornea su presencia física.
 -Cualquier sitio es válido para salvar un alma, en este caso, dos, víctima y victimario unidos en el connubio de la muerte prodigada, continúa la mujer.
 Señala a Barroso.
 -A él no lo conozco, pero se que pecó por la arrogancia de los machos de pelea con vocación de fieras.
 A vos, sí, devoto de Pancho Sierra. Pecaste con la soberbia del que conoce las profecías de los tiempos próximos, plenos de horror allende el océano, para solazarte en el desafío ejemplificador.
 A ambos los perdono, porque igual ya están condenados por la turbia pasión del orgullo, de todos modos-se dirige al otro-de vos no lo esperaba.
 Ambos intentan seguir viéndola, pero ya no está, como si la hubieran diluido las sombras y las luces mortecinas de la plaza.
 Los hombres se observan de modo manso, los puñales guardados.
 Una pareja de vigilantes montados se acerca al paso.
 -Me tengo que ir..., dice Barroso con evidente alivio, vienen los chanfles y yo prefiero evitarlos.
 -Está bien..., le responde el otro, ya la escuchó a ella: los dos estamos perdidos en nuestro orgullo letal.      Ambos necesitamos afirmarnos con sangre.
 Algo terrible comenzará a bullir en el mundo el año próximo: la trepidación de los trenes subterráneos lo anticipa.
 -¿Quién es ella?..., pregunta Barroso, ya en retirada.
 -La llaman la Madre María y debería conocerla. Sana, salva y avizora el futuro.
 Ella continua la enseñanza de Pancho Sierra, depositario del fulgor divino.
 Barroso se marcha para atravesar la plaza penumbrosa.
 Enciende un cigarro y pone rumbo a su domicilio,un inquilinato en plena Balvanera.
 Confundido, todo le parece un sueño, con la aparición final de una santa salvadora.
 Pero es real..., se dice a si mismo.
 No interpreta cabalmente, la situación vivida en su contexto profético de sangre y destrucción, pero reconoce que su rival evidenció una destreza casi sobrenatural en la pelea. Esta condición, alivia su orgullo compadre de ser hábil y valiente en el entrevero.
 Por suerte, reflexiona, no hubo testigos de su estado de indefensión ante el puñal del otro, como para esparcir la noticia por el barrio en menoscabo de su reputación.
 Se encoje de hombros: esta vivo..., todo seguirá como siempre; volverá al café habitual, al lujo de bailar con la Martina y a resguardar su cartel de guapo. También, a servir al Doctor como uno de sus elementos y a jugar al codillo y tomar caña en el comité. Es cierto, considera, que ahora que se terminó el voto cantado y los socialistas entraron al congreso, la cosa está más complicada. Alivia su preocupación, el estimar que algo ya se le ocurrirá al Doctor.
 Eso sí...,se promete, por las dudas, nunca más voy a viajar en este subterráneo que profana las entrañas de la tierra.


                                                                    FIN