lunes, 27 de abril de 2015

SOÑAR CON ALACRANES

 El escorpión es enorme, con la púa presta para descargar el golpe fulminante.
 Don Tito, jubilado añoso que vive solo, grita ante esa amenaza inconcebible dispuesta en el baño de su departamento, ubicado en una zona céntrica de la ciudad.
 Sabe que al ser época vacacional, es difícil que algún vecino escuche su exclamación aterrorizada.


 Todo fue un sueño..., piensa con alivio al despertar, luego que el artrópodo de color rojizo consumara su ataque.
 Lo que no comprende, es porqué se halla acostado en el baño de su casa en posición supina, vestido con los calzoncillos que suele usar para dormir, mientras divisa en su muslo izquierdo un edema de tono morado sobre el que brillan gotas de sangre. Ahora el grito, parece contraerse en su garganta sin que lo pueda emitir.
 Siente la lengua hinchada y desorbita los ojos, al querer incorporarse sin que las piernas le respondan. Como en un relampagueo mental, recuerda que al fallecer en un accidente automovilístico su único sobrino -era soltero- dejó de tener parientes vivos.
 Con espanto, piensa que si muere, su bien patrimonial -el monoambiente en el que vive- pasará a poder del estado...


                                                               FIN

lunes, 20 de abril de 2015

MUÑEQUITOS

 Tenía la firme intensión de matar a una persona, pero no la de convertirse en homicida.
 Consideró que un modo de resolver tal antinomia, era recurrir a los servicios del recomendado bocor Faustin, oficiante del vudú, especializado en provocar la muerte por encargo como si se tratara de un sicario espiritual.


 El hombre que manipulaba las energías más nocivas con familiaridad, con la solvencia que podría evidenciar un operario experto en la práctica de su menester, lo recibió en su domicilio ubicado en el barrio porteño de Saavedra, cercano al límite con la provincia.
 La visión del haitiano al abrir la puerta, le provocó cierto estremecimiento.
 Aunque se hallaba advertido en lo concerniente al aspecto del sujeto, conocerlo personalmente superó sus presunciones.
 Alto y flaco, de tez negrísima, su rostro descarnado semejaba una calavera; o lo que queda de un rostro, mientras los gusanos cumplen su tarea extendida en el tiempo.
 Juan Ernesto Avilano dudó antes de ingresar. En segundos, consideró si era conveniente, motivado por el odio, llegar al extremo de tratar con un personaje de características físicas tan repulsivas.
 Sin atreverse a trasponer el umbral de la casa, recordó quién le recomendó al susodicho: un amigo de la infancia, Fernando, teniente coronel retirado, quién sirvió reiteradamente en Gonaives, Haití, con el contingente argentino de cascos azules.
 Fernando siempre se mostró esquivo, respecto a sus preguntas sobre como conoció al brujo, en que circunstancias.
 De todos modos, no vaciló en recomendárselo, luego de que le confiara el conflicto personal que solo parecía poder resolverse, con la desaparición física de quién lo generaba.
 Avilano entendía que Fernando deseaba lo mejor para su persona y por ese motivo, lo conectó con quién se hallaba frente a él, con esa apariencia perturbadora.
 Ante su irresolución para ingresar a la vivienda, el sacerdote vudú lo arrastró al interior de la misma sujetándolo de un brazo.
 Avilano, se sorprendió ante la fuerza que evidenciaba la mano esquelética de Faustin, cuya presión le provocó dolor.
 El bocor cerró la puerta mediante una patada. Calzaba borceguies militares de los que asomaban unas piernas en extremo delgadas, como ramas pródigas en relieves nudosos, embutidas en un short de color naranja de una amplitud que lo asemejaba a una pollera.
 Su escuálido torso, se hallaba cubierto por una musculosa en la que se hallaba estampada, descolorida por los sudores y las inclemencias, la lengua con púas de sus majestades satánicas, los Rolling Stones.
 Las uñas del individuo resultaban decididamente repugnantes; de un largo excesivo y ribeteadas de negra mugre, su aspecto remitía a las zarpas de alguna alimaña excavadora.
 Otra característica destacable en la fisonomía del bocor eran sus dientes. Limados como los de una sierra, parecían diseñados para desgarrar carnes y sustancias aún más duras, orgánicas e inorgánicas.
 Dado lo cadavérico de su faz, su boca, casi continuamente extendida en una inquietante sonrisa, parecía el ingreso a una caverna maldita.
 Tanto como esa casa-templo dedicada al culto paradigmático de Haití, trasladado a un tranquilo barrio de Buenos Aires.
 Avilano consideró la estremecedora diferencia entre el afuera y el adentro..., donde ya se encontraba.
 El sol del exterior, se había extinguido en ese ambiente tenebroso, las ventanas cubiertas por cortinas negras que caían sobre el piso con pesadez. Velas de diferentes colores y tamaños, generaban una iluminación algo fantasmagórica.
 Distribuidas sobre el parquet, las candelas demarcaban curiosos diagramas trazados sobre el mismo mediante un material inidentificable.
 Avilano observó la escena con aprensión. Todo le resultaba opresivamente extraño, ajeno a su personalidad y modo de vida.
 Por otra parte, el olor que percibía le generaba un estado nauseoso. Lo interpretaba como una mezcla de vahadas pútridas y efluvios alcohólicos, que le provocaban una sensación de asco próxima al vómito.
 El bocor Faustine esperaba su visita, recomendado por su amigo militar.
 -Fernando..., le dijo, mientras llevaba su huesuda diestra al hombro contrario, para ejemplificar las insignias de grado.
 Posteriormente, pronunció una frase en creole, el francés dialectal hablado en Haití, mientras le arrojaba a Avilano el contenido de un pequeño recipiente de vidrio. El líquido incoloro se asemejaba al agua, pero Avilano dudaba que lo fuera.
 Su primer impulso fue agredir al oficiante de ese culto siniestro, pero rápidamente recapacitó en que fue él, quién solicito los servicios del ser inmundo que controlaba fuerzas oscuras. Consideró que si quería obtener un resultado favorable a sus intensiones, le convenía aceptar sin cuestionamientos el proceder de ese sujeto asqueroso.
 -Venga...
 Le dijo el bocor, en el castellano de rara sonoridad que hablaba, mientras lo empujaba con cierta brusquedad.
 Avilano ingresó a un ambiente disímil, casi ascético, cuya iluminación a giorno dejaba ver una impresora 3 D de última generación. La rodeaba un trío de muñecos cuya fisonomía no concordaba con la usual en juguetes infantiles.
 Los rostros, reproducían los de las fotografías que se hallaban a su lado con asombrosa similitud.
 Se trataba de dos mujeres y un hombre. El masculino, era un anciano de cabello blanco raleado y rasgos burilados por la vejez, que le otorgaban una notoria dignidad al semblante.
 Respecto a las mujeres, Avilano observó que una exhibía una inusual belleza: joven, de cabellos rubios ondulados y profundos ojos azules. La otra, resultaba de mediana edad y facciones anodinas.
 -Trabajos a entregar..., le dijo el oficiante del vudú, señalando los muñecos de alrededor de treinta centímetros de altura, cuyos cuerpos desnudos poseían los atributos anatómicos de cada sexo, en forma aparentemente homogeneizada.
 Lo que importa es lo fisonómico..., pensó Avilano, las fotografías solo registran rostros.
 De inmediato, extrajo de un bolsillo la de su ex-socio, así como el sobre con los cinco mil dolares que debía oblar como adelanto.
 En Haití se cagaría de hambre..., pero aquí exige dólares..., fue la reflexión de Avilano, al entregarle los verdes billetes de cien, comprados en el mercado paralelo luego de vender un vehículo de su propiedad. Todavía faltaban otros cinco mil para saldar el costo del servicio.
 Por cierto, prosiguió con sus pensamientos, jamás se me ocurriría no cumplir con el pago del cincuenta por ciento restante, exponiéndome a su represalia.
 Como si visualizara su mente, Faustin le mencionó como al pasar, que una vez un cliente se olvidó de pagarle la mitad que le debía.
 Solo eso le dijo.
 Avilano no evidenció ningún interés en conocer que ocurrió luego.
 Afortunadamente para él, el haitiano decidió no continuar con el tema.
 Contó el dinero de modo meticuloso. Sus dedos huesudos parecían someter los billetes de cien a una prueba táctil de genuinidad, esbozando al finalizar una de sus sonrisas siniestras con las que parecía expresar satisfacción.
 Depositó el dinero en una urna -aparentemente, consagrada- a través de una ranura. De inmediato, el hombre de color muy oscuro efectuó una reverencia ante un retrato lujosamente enmarcado, quizás en plata maciza.
 Avilano reconoció esa imagen de los años sesenta, vista a sus diez y ocho años en semanarios como Primera Plana o Confirmado y el impacto que produjeron en su juvenil curiosidad.
 Se trataba de una fotografía de Francois Duvalier, el legendario dictador de Haití, personificado como el Barón Samedi del vudú. Llevaba sombrero hongo, traje y anteojos negros, bastón...y una pistola de grueso calibre en su diestra.
 Avilano recordó que Papá Doc, asumía esa identidad diabólica del acervo vudú para generar un sacro terror en su pueblo, lo que robustecía su poder de índole absolutista.
 Lo que le resultó difícil de asimilar, era la oscura orientación del brujo mixturada con la tecnología de punta que empleaba en aras de la malignidad.
 Quizás no es él quién opera la impresora..., pensó, al observar la prolija instalación donde se producían los muñecos empleados para matar por encargo.
 El contraste entre la sofisticación tecnológica y el aspecto siniestro de Faustin, resultaba notable.
 Interpretó que podría ser esa la clave del éxito de sus muñecos: una reproducción fisonómica del objetivo de la ars maligna lo más aproximado a la realidad, para luego insuflarle al muñeco inerte el soplo que proviene del poder letal del brujo.
 -Yo entrego muñeco reproducción fiel de su enemigo, debidamente consagrado para el uso que Vd. le dará. Vd. se encargará de perforarle el corazón con un clavo..., o los ojos, si quiere dejar a su enemigo ciego.
 Vd. es el responsable del daño..., yo solo le vendo el arma. Si Vd. no le aplica la punción al muñeco, el muñeco resulta inocuo; hasta podría dárselo a su nieta para que juegue a que es Ken, el novio de Barbie.
 O sea que el tipo delega en mí la responsabilidad por el daño..., pensó Avilano con aprensión.
 El brujo prosiguió con sus aclaraciones...
 -Yo le vendo un cuchillo. Está en Vd. usarlo para cortar su comida o el cuello de su enemigo.
 Si lo que quiere es aligerar su conciencia, es un tema de él, consideró Avilano, yo tengo muy claro el empleo que le voy a dar y porqué, agregó a la línea de su pensamiento.
 -Mañana estará listo y lo consagraremos. Vuelva mañana.
 El bocor lo acompañó hasta la puerta de calle engarfiando esos dedos esqueléticos en su antebrazo, haciéndole sentir un cierto temor reverencial, como si pudiera visualizar la potencia tenebrosa que lo definía.
 En la acera, se adaptó con dificultad al clima soleado y a la tranquilidad de esa calle de Saavedra, próxima a la Gral. Paz. Más calmo, pensó que todo iba a salir bien y en el corto plazo, el hombre que traicionó su confianza y esquilmó su patrimonio, iba a a morir con apreciable sufrimiento.


 Cada vez le va mejor..., pensó Avilano, luego de dejar el teléfono a través del cual su informante, lo puso al tanto de los últimos acontecimientos en la vida de su enemigo.
 Pasados ciento veinte días desde la consagración del muñeco, la carencia de resultados lo sumió en un total escepticismo respecto a la calidad del procedimiento letal, que el bocor le aseguró que no tardaría más de diez días.
 Se sintió carne de estafa..., primero por su ex-socio, luego por su amigo y su recomendación inconducente, así como por el que consideró un brujo de pacotilla que le esquilmó cinco mil dolares.
 Como asqueado de su propia persona e inmerso en un odio en plena expansión, quemó el muñeco perforado por dos grandes clavos, en la parrilla del jardín, avivando el fuego mediante chorros de alcohol. Vio el rostro de su enemigo derretirse entre las llamas, su fisonomía transformándose en algo horriblemente amorfo.
 Pero ese espanto solo afectaba a un trozo de plástico inanimado: la persona que motivaba su odio, hasta el momento, acumulaba creciente prosperidad.
 Decidió que al día siguiente iría a Saavedra a putear en la cara a ese falsario, al que ya le había perdido todo respeto.


 Finalizaba de afeitarse, cuando escuchó que en un canal de noticias mencionaban el inusual apellido de su enemigo, como el de la víctima de un accidente vial en el que el vehículo que conducía estalló en llamas, quedando los restos carbonizados.
 Estremecido por la información e imbuido de un oscuro sentimiento gratificante, iba a telefonear al bocor para decirle que iría a saldar los honorarios acordados, cuando la mención por parte de un notero enviado al lugar del hecho, de los nombres que se agregaban al apellido, pareció petrificarlo en el living de su casa.
 La identidad correspondía a un primo de su enemigo, al que había conocido por referencias y con quien nunca tuvo trato.


 Ante el bocor, Avilano insistió con que debía hacerle otro muñeco porque el que quemó produjo algo así como un daño colateral, sin perjudicar directamente al individuo con cuya fotografía se diseñó.
 Faustin, más repugnante que las veces anteriores, lo trató de loco; de exaltado que empleó su obra de modo incorrecto, abrumado por una impaciencia que no era pertinente en un tema tan delicado como los muñecos del vudú.
 -Los tiempos para que el daño haga efecto no se pueden pronosticar con exactitud; se entiende que no hablamos de años. No fue una consecuencia colateral, Vd. mató a quien no debía por un empleo temerario, negligente del producto.
 No tenemos nada más que hablar. Ni aunque me pagara nuevamente le haría otro muñeco; clientes como Vd. echan todo a perder y predisponen muy mal a los loas, a las entidades que convocamos.
  Luego de estas palabras, el sacerdote sacó a empellones a Avilano de la casa templo, sorprendiéndolo otra vez con su insólita fuerza física.
 La calle, nuevamente parecía desenfocarlo, como si una sustancia abrasiva se hubiera esparcido sobre su emotividad.
 Como si sintiera el contraste entre su anterior vida habitual y el enrarecimiento que la tríada odio-vudú-muerte, le adosó a su existencia.
 Pensó que alguien murió en circunstancias atroces, por el solo hecho de poseer una relación parental con su enemigo.
 Intentó descreer de ello ubicando el suceso en el ámbito de la casualidad, como se suele hacer con todo aquello a lo que otorgarle una relación causa-efecto, puede provocar escalofríos.
 Con rapidez, revisó mentalmente este planteo: él creía que lo ocurrido fue consecuencia de su accionar; no podía engañarse a si mismo.
 Inicialmente, pagó porque esperaba que sucediera algo diferente a lo que era considerado natural.
 Si ocurrió de modo no previsto, estimó, fue porque debido a un procedimiento equivocado se generaron resultados equivocados.
 Se sintió muy solo.
 Culpable de la horrible muerte de un inocente e imposibilitado de cumplir con un propósito, para el que contaba con el auspicio de entidades a las que quizás no interpretó cabalmente en cuanto a su poder.
 Sumido en pensamientos de esta índole no fue a buscar su auto. Prefirió caminar largamente, hasta aportarle algo de sosiego a su atribulado ánimo.
 La caminata por las calles arboladas de Saavedra, en vez de tranquilidad, le motivó un mayor ensimismamiento y compenetración en los temas que lo afligían.
 Quizás, esa fue la razón por la que no detectó el paso de un automóvil a velocidad excedida mientras él cruzaba una avenida con luz roja, hasta que sintió un tremendo impacto que lo levantó para hacerlo caer sobre el capot del vehículo. El golpe contra el parabrisas lo desvaneció y cayó pesadamente al pavimento.


 Desde el sanatorio donde se hallaba internado con fracturas múltiples y politraumatismos, a sabiendas, de que luego de una dificultosa rehabilitación solo le garantizaban caminar en condiciones muy precarias, atendió el celular que tenía a su lado.
 Se trataba de uno de los pocos movimientos que podía realizar sin ayuda.
  La llamada era de su informante, quién le comunicó que su ex socio vendió exitosamente la empresa-incluida la parte que arteramente le birló-y con los beneficios obtenidos se estableció con su familia en Luxemburgo, donde registró una consultoría dependiente de su presidencia que logró captar importantes cuentas internacionales.
 Avilano, su rostro desfigurado por las heridas que le provocó el accidente, distendió sus labios desgarrados en una escueta sonrisa: recordó el rostro de su enemigo implantado en el muñeco, incinerándose en la parrilla de su casa...


                                                               FIN
































  

lunes, 13 de abril de 2015

¡ BAILA, CARLITOS !...

El muñequito esquemático respondía a la orden de su operador, un individuo grueso, entrado en años, con anteojos de miope y físico algo amorfo.
 Agazapado contra una ochava céntrica, se incorporaba lentamente para abandonar una posición que remitía a lo fetal para iniciar una danza torpe, en la que elevaba sus bracitos y agitaba sus toscas piernas de monigote.
 El secreto de su presunta vida era un delgado hilo de nailon, pegoteado y oculto entre las irregularidades de esa pared descascarada, accionado disimuladamente por el sujeto que lo vendía junto con otros Carlitos idénticos. La mercadería, la llevaba en un bolsón terciado sobre su corto tórax.
 Había algo de ingenuo en esa función, con el latiguillo de...¡ Baila, Carlitos !..., repetido con insistencia por el vendedor del producto, cuya manufactura provenía del núcleo familiar del susodicho.
 Como música de fondo, se escuchaba a viva voz desde una disquería aledaña el hit  del momento...
 Pity Pity Pity...
 entonado por Billy Cafaro, cuya imagen de ruptural barbita y pantalones ajustados, se exhibía en una foto junto a los 33 simples dispuestos para la venta.
 Por cierto, el muñequito seguía su propio ritmo, sin responder al del tema musical cuya letra refería inquietudes adolescentes y juveniles de la época.
 Algunos peatones, detenían su marcha un par de minutos para sonreír escuetamente antes de reiniciarla. No así varios estudiantes de secundaria, que vestían sacos con martingala o los más a la moda, tipo Mike Hammer, largos, con dos aberturas, acompañados por corbatas finitas sobre las camisas de cuello enhiesto por el empleo de ballenitas.
 Los jóvenes, dejaban sobre la acera sus ajados portafolios de cuero o los mantenían prensados contra los pantalones largos, quizás de reciente consagración casi ritual. Con las manos libres, aplaudían entre risotadas y comentarios tales como "baila a los saltitos".
 No eran muchos los que compraban el cartoncito blanco con la figura enrollada en el hilo de nailon, vector de sus movimientos, acompañada por las instrucciones en un papel mimeografiado que se entregaba aparte.
 Cuando parecía que un comprador predispuesto estaba listo para efectuar la transacción, el vendedor percibió con alarma la mueca destemplada del cliente potencial, que comenzó a hablar con voz aguardentosa.
  -Lo que vendés es una mierda...
 Mi hijo y mi cuñado se rieron de mí cuando lo quise hacer y el muñeco se enredo en el hilo...¡Anda a robar a los caminos!...¡Devolvéme lo que pagué!...
 El vendedor de Carlitos lo conocía de vista. Se trataba del lavacopas de un bar americano de las inmediaciones, un copetín al paso, que posiblemente aprovechara un momento libre para abordarlo aún vestido con su indumentaria de trabajo, incluido el birrete blanco de hule.
 El de los muñequitos, percibió el aliento alcohólico del otro, la segura ingesta de vino común de mesa consumido a espaldas del patrón.
 A pesar de estar acostumbrado a las situaciones de la calle, debido a la actividad que desempeñaba y otras que nutrieron su pasado pródigo en precariedades, algo que emanaba del sujeto, le envió una señal de peligro inminente a su instinto de conservación.
 Se disponía a restituirle el importe de la pasada compra, cuando el del bar, furibundo, le arrancó el bolsón con los muñecos que llevaba colgado de una endeble correa.
 El lavacopas dispersó a los Carlitos a los cuatro vientos, entre carcajadas de estudiantes, algunas risas de eventuales transeúntes y la mirada del vendedor que parecía no creer lo que veía.
 El del birrete y delantal era un mozo fornido ya cercano a la treintena, que calzaba zapatillas de lona blanca quizás del 45, con las cuales pisaba a los Carlitos dispersos como si se tratara de cucarachas fugitivas.
 Mientras ejecutaba esa especie de malambo letal sobre los muñequitos de celuloide articulados con hilo de cocer, todos idénticos, como si hubieran sido confeccionados en serie mediante alguna máquina, el sujeto profería cánticos de hinchada que exaltaban a Barracas Central, mofándose de San Telmo y Dock Sur.
 Debido a lo céntrico del ámbito del suceso, un gordo vigilante tomo intervención en el mismo, acercándose al lugar del hecho con el paso despacioso de la autoridad, que trata de demostrar que el tiempo siempre está de su parte.
 En ese momento, el vendedor de los Carlitos emprendió una retirada incondicional.
 La cercanía policial le provocaba escalofríos, recuerdo de no tan lejanas aplicaciones de la picana eléctrica con fines de confesión, debido a un par de detenciones por mero encubrimiento en el escenario del hampa menor. Desde entonces, todo policía por más bajo que fuera su grado, le parecía un mítico comisario Meneses en potencia.
 En su apresurada huida, solo una vez miró hacia atrás. Fue suficiente para ver a sus minúsculas criaturas ser destruidas sin piedad, por violentos pisotones que se continuaban en refregadas de suela plenas de alevosía.
 Pequeños torsos y miembros inferiores y superiores de celuloide, quedaban esparcidos sobre la vereda como testimonio de una furia difícil de atenuar.
 -Me va a tener que acompañar a la comisaría...
 Le dijo el policía barrigón al dependiente del bar, aferrándole el brazo izquierdo.
 -¿ Porqué ?..., respondió el aludido, al liberar su brazo de la presión ejercida por la mano del representante de la fuerza pública.
 -Por contravenir el edicto de ebriedad y otras intoxicaciones.
 Fue la respuesta, a partir de la cual el efectivo solicitó refuerzos mediante los toques correspondientes del pito reglamentario.
 -Voy a perder el trabajo, agente, por favor, no me lleve..., comenzó a gimotear el exterminador de Carlitos, sin reparar en la devastación de celuloide que yacía a sus pies y se extendía hasta el cordón de la vereda.
 Luego que dos efectivos de la Federal se acercaron a la carrera y rodearon al ebrio para impedir su fuga, un grupo de curiosos se formó en derredor de los protagonistas del procedimiento.
 Algunos de los presentes, se condolían de la suerte del que ya detentaba condición de detenido, aunque la mayoría hacía chistes respecto a que un curda no podía laburar en un bar, porque terminaba fundiendo al patrón...
 Alejandro Raúl Gimenez, de quince años, estaba en esa esquina desde que se generó el incidente. No había concurrido al colegio del barrio de Almagro donde cursaba el bachillerato, para deambular por el centro clandestinamente y así evitar la prueba de matemáticas para la que no estaba preparado.  Pensaba regresar a su casa como si hubiera cumplido normalmente con la jornada lectiva, dado que era el día en que su abuela estaba de visita y su madre descuidaba la atención sobre lo concerniente a su estudio, incluidas las abundantes falencias del mismo.
 Sus ojos no se hallaban fijos en la actuación policial, sino en los restos de los Carlitos, desperdigados sobre la acera como si hubieran sido víctimas de un macabro ritual de exterminio, llevado a cabo con meticulosa dedicación.
 Detectó que varios Carlitos no solo habían sido desmembrados, sino también, decapitados. Sus negras cabecitas sin definición de rostro, parecían cercenadas como para consumar un propósito.
 Alejandro, a quién familiares y amigos apodaban "Pocho", estimó que solo la borrachera del tipo que era llevado por la fuerza por tres policías, podía haber producido ese aniquilamiento.
 Como si respondiera a una rara inquietud, dirigió su mirada al Carlitos que se hallaba contra la pared, olvidado por los espectadores y sin la manipulación de quién lo ofrecía a la venta y quizás fuera su creador.
 No necesitaba el reiterado...¡Baila, Carlitos!...
 Lo hacía solo, perfectamente acompasados sus movimientos a la canción que se emitía desde la disquería.
 "Pocho", pudo observar que a diferencia de sus compañeros, el Carlitos no destruido poseía rostro: una cara blanca con mínimos rasgos humanos.
 Incluso, le notó una cierta sonrisita de satisfacción, mientras Billy Cafaro cantaba...
                                                                  Personalidad...yo,
                                                                  Personalidad...si,
                                                                  Personalidad...oh,
                                                                  Personalidad...ay,
                                                                  Personalidad...no,
                                                                  Entonces que haré
                                                                  sin personalidad...
 Fue en este segmento, cuando interrumpieron el tema musical desde la disquería. De inmediato, el Carlitos se llevó la diestra al pecho en un gesto agónico, terminal, derrumbándose sobre si mismo como si se hubiera cortado el hilo de nailon que lo sostenía y que "Pocho", no pudo encontrar al acercarse al caído. 
 El Carlitos de cara blanca lo miraba con los ojitos bien abiertos, inmóvil sobre la vereda, con la rigidez de un cadáver.
 "Pocho", escuchó como desde la disquería arremetían con los sones de...
                                                                  Marcianita,
                                                                  Linda nena...
 Decidió abandonar la esquina con premura.
 Una intempestiva necesidad evacuatoria, lo impulsaba a buscar un baño público con tal urgencia, que temía no llegar a tiempo para satisfacer su necesidad fisiológica en el sitio que correspondía.


                                                                   FIN