domingo, 11 de octubre de 2015

INFORMACIÓN SENSIBLE

 Los presentes en el transporte de pasajeros no superaban la docena, sumados quién conducía y un vendedor ambulante que cesó en su espiche, para escuchar atentamente lo que hablaba por celular un individuo sentado en los asientos posteriores del colectivo.
 Se trataba de un hombre muy gordo de mediana edad, profusa barba renegrida y tez cetrina, ataviado con ropa sport que denotaba calidad. Hablaba con voz tan estentórea, que parecía amplificada por algún dispositivo electrónico.
 El pasaje, parecía detentar un buen nivel socioeconómico y cultural, lo que podía justificar el estupor general ante lo que refería el gordo, aunque lo que exclamaba a viva voz, era proclive a concitar la atención incluso de la persona más desinformada sobre los asuntos actuales de la geopolítica.
 -¿Siguen bombardeando?...¿Cuantas rondas?...¿Cincuenta?...
 El gordo parecía conversar con alguién que se hallaba en el centro de los acontecimientos, por cierto, de inequívoca índole bélica.
 -Si..., sin duda, sus operaciones aéreas resultan tan masivas, que es inevitable un incidente de proporciones con la aviación militar turca, o sea, con la OTAN.
 En ese momento, el gordo prorrumpió en estridentes carcajadas, siniestras, por la connotación que adquirían en el marco de esa conversación telefónica móvil.
 -Claro: el peligro de la tercera guerra mundial..., superada la Guerra Fría del siglo pasado.
 Nuevamente, su risa retumbó en el colectivo como si sonaran las trompetas del apocalipsis. Estas jocosas intercalaciones, apenas interrumpían el dialogo con un interlocutor, que parecía testimoniar desde la geografía donde se desarrollaban los hechos mencionados.
 -¿Me decís que acaban de impactar formaciones de Al Nusra?..., maravilloso, que se jodan por no haber aceptado, como los de Ahrar al Sham, nuestra supremacía operativa y difusora de la verdadera fe.
 -¿Como?...¿Puede ser que lo hallan matado?..., de ser así, una gran noticia. Hassan Haj Ali, jefe de Liwa Suqour al-Jabal, fue entrenado por la CIA para combatir al dictador.
 Con algunos de nuestros enemigos, solo coincidimos en tener un enemigo común.
 Bueno, hermano, voy a concluir la comunicación porque debo proceder. Como te imaginarás, estoy rodeado de cruzados y de idólatras: todos son culpables aunque no lo sepan y ajenos a lo que será universal.
 Ustedes..., deben resistir en Al Shadadi y toda la provincia de Hasaka. Estoy con Ustedes, aunque me traslade por Quilmes, en una bella zona residencial.
 Dicho esto, accionó el timbre y descendió raudamente, en una demostración de agilidad que contrastaba con el sobrepeso que exhibía.
 Los integrantes del pasaje se miraron absortos, al divisar que el gordo ascendió a un automóvil que lo esperaba con el motor en marcha y que partió veloz, con chirrido de neumáticos.
 El colectivo apenas había reiniciado su recorrido, cuando un pasajero observó con inquietud rápidamente convertida en pavor, que el gordo dejó un envoltorio sobre el asiento que había ocupado; no le pareció casual, por lo que se abalanzó hacia la parte delantera del vehículo gritándole al chofer que lo detenga y accione la apertura de las puertas. El conductor, atento a la reglamentación de su trabajo, le respondió que faltaban cien metros para la siguiente parada.


                                                                      FIN






jueves, 17 de septiembre de 2015

EL OCASO SE ENCIENDE

 -Nunca tendrás un macho que por vos se haga chorro...
 Le dijo Valentín, parafraseando el poema de Carlos de la Pua que ella no conocía, mientras la lluvia profusa repiqueteaba contra el ventanal.
 Daisy sonrió, poniendo en evidencia el albor de su dentadura perfecta, los hoyuelos que se formaban en sus mejillas y la plenitud de esa imagen facial que generaba fascinación en el hombre; más aún, lo obsesionaba.
 Morena, de cabello largo recogido en un elaborado rodete, de formas rotundas y baja estatura, la mujer se había convertido para Valentín en una gloria distante; en un tesoro carnal al que solo consideraba poder acceder, exponiéndose por ella a situaciones que otros no podrían emular.
 Daisy, nacida en Villa Rita, Paraguay, era totalmente ajena a las inquietudes del caballero, que le resultaban obra del desvarío y a las que respondía con risueño desdén.
 En buena medida, le parecía graciosa la pasión de Valentín hacia su persona. Esa insistencia que semejaba superar la mera carnalidad, para proyectarse en lo que ella entendía por enamoramiento.
 En este caso, no correspondido por las manifiestas inequivalencias entre ambos, marcadas a partir de la diferencia de edad.
 Pero lo humorístico, se interrumpió cuando el octogenario postrado, le exhibió la cadenita de oro de Mirta, propietaria del geriátrico, para luego ofrecérsela como el obsequio de un galán a la diva que anhela seducir.
 Daisy, auxiliar del establecimiento sin ningún título habilitante, reconoció con estupor la joya más preciada de su patrona, recuerdo de la madre fallecida una década atrás.
 ¿ Como la tiene él ?..., fue su pensamiento inicial, al ver refulgir la alhaja en la diestra deformada por la artritis de Valentín, pensionado de la residencia para adultos mayores desde hacía un par de años y receptivo de escasas visitas familiares.
 La muchacha, recordó lo que le había dicho el viejo minutos antes.
 La robó..., dedujo, mientras se dirigió con premura al cuarto designado pomposamente como ADMINISTRACIÓN, de acuerdo al cartel sujeto con cinta scotch a la puerta.
 Golpeó dos veces, tal como establecían las directivas de Mirta al respecto. Al no obtener respuesta, ingresó mientras solicitaba permiso.
 En el interior de la habitación, el cuerpo yacente de Mirta -su cabeza rodeada por un charco de sangre- parecía exponer un cuadro de muerte violenta propio de manual forense.
 La mató para robarle la cadenita..., fue la inmediata conclusión de Daisy, horrorizada por lo que veía, antes de emitir un grito destemplado que se impuso sobre el sonido de la lluvia, al golpetear los cristales con intensidad de temporal.
 Al lado de Mirta, una maza de hierro, seguramente propiedad de los albañiles que estaban construyendo un nuevo baño, evidenciaba que el autor del hecho no se preocupó en ocultar el arma empleada.
 La joven, con mano temblorosa llamó al 911, cuando escuchó la voz cascada de Valentín, al que dejó en la silla de ruedas que no podía abandonar...
 -¡Lo hice por vos, Daisy!...¡Me mandé una macana por tu amor!...


 El comisario de la PFA Federico N. Berroni, tenía todo claro.
 El anciano que se hallaba en silla de ruedas ante su presencia, era autoconfeso.
 Había aprovechado una citación de la occisa, Mirta Berdiales, argentina nativa, 58 años, divorciada, que se produjo en el despacho de la señora, para blandir arma impropia -la maza, circunstancialmente a su alcance- y hundirle la base del cráneo.
 Tal como mencionó el homicida, actuó cuando Berdiales se situó próxima a su alcance, al recoger el documento que le había hecho firmar previamente, convirtiéndola en apoderada de su jubilación y pensión.
 Ella le había informado que el motivo, era el atraso en los pagos que registraba el sobrino que lo tenía a cargo.
 Luego del golpe mortal propinado con alevosía, el geronte sujetó a la víctima para desprenderle la cadena de oro que llevaba al cuello y proceder al robo de la pieza.
 De todos modos, a pesar de que el caso estaba resuelto, no pudo resistirse a preguntarle a Valentín Carranza, 86 años, nacido en Valladolid, España, naturalizado argentino, porqué cometió un acto de tal gravedad.
 El comisario, ya había constatado la carencia de antecedentes penales del autor del hecho, así como que en su ficha médica no se mencionaba la demencia senil.
 Mostrándose resignado, como si visualizara ese impulso que perdió a muchos de su generación, Don Valentín habló en tono humilde, entregado a la desgracia de una pulsión tantas veces maldita...
 -Porque un pelo de concha tira más que una yunta de bueyes...


                                                                      FIN


lunes, 31 de agosto de 2015

¿ LO DE SIEMPRE ?...

 Tony, comenzó a preparar la Caipiroska, sin esperar la respuesta del parroquiano acodado en la barra.
 Sabía que la pregunta era un mero formulismo.
 Desde hacía más de un año, ese cliente solo bebía el cóctel mencionado repetido tres veces, todos los viernes, entre las nueve y media y las once de la noche.
 Invariablemente, como si obedeciera a una prescripción religiosa.
 Nunca hablaba. Las primeras veces que concurrió al establecimiento, señalaba la bebida en una cartilla promocional que se hallaba a su alcance.
 Tampoco consumía los snacks que acompañaban al trago. Palitos salados, papas fritas, trocitos de queso y salchichitas calientes, quedaban abandonados en el triolet copetinero como un componente superfluo, para ese bebedor semanal al que en el bar céntrico, apodaban "el mudo".
 Es que el individuo que respondía al apelativo parecía carecer de habla, además de ser marcadamente inexpresivo en su actitud comunicacional.
 Sentado ante el vaso, parecía ensimismado, ajeno a todo lo circundante, solo concentrado en beber una Capiroska cada treinta minutos, hacer el gesto de pedido de adición, abonar con una discreta propina y retirarse.
 Por supuesto, dado que su comportamiento no importunaba a nadie, los mozos y el encargado del local no reparaban demasiado en su presencia, lo mismo que el barman, que lo servía de modo casi automático.
 Por otra parte, el sujeto era difícil de definir en su rango etario, sociocultural y económico. Su modo de vestir, era ampliamente variado a pesar de lo standard y nunca exhibía accesorios que pudieran demostrar un determinado nivel social; de todos modos, a ningún integrante del staff del bar le interesaba averiguar algo sobre esa persona, que parecía inmersa en una acentuada desconexión.
 Cuando Tony le acercó el usual tercer vaso, lo que implicaba la última media hora de permanencia, notó algo ajeno a lo de siempre.
 Quizás por algún movimiento no previsto, la remera con escote en v que vestía el hombre, se había desplazado y dejaba a la vista indisimulables electrodos, un visor aparentemente plástico ubicado sobre el plexo, así como partes metálicas expuestas donde debería haber carne.
 Como si hubiera detectado que un error, centró la atención del bartender en su aspecto, se incorporó, pagó con tres billetes sin esperar el vuelto y se dirigió hacia la salida con paso ágil.
 Próximo a la calle, volvió sobre sus pasos para beber de un trago la tercera Caipiroska y partió definitivamente.
 Tony, asombrado por el descubrimiento, lo siguió con premura.
 Pudo ver como lo elevaban, mediante una plataforma similar a la que se emplea en algunos colectivos para el ascenso de las sillas de ruedas, a una Trafic negra -furgón- estacionada en doble fila con el motor en marcha.
 El bebedor parecía rígido, como despojado de voluntad autónoma.
 Absorto, Tony observó la rauda partida del vehículo, que giró en la primera esquina habilitada.

 El viernes siguiente, "el mudo" no se presentó en el bar.
 A este suceso singular, se adosó el sorpresivo telegrama de renuncia de Tony, quién, a su vez, desapareció de los lugares que solía frecuentar. Familiares y amigos del barman, efectuaron la denuncia correspondiente.
 Uno de los mozos, reemplazó provisoriamente a Tony en la barra. Pero cuando un hombre de mediana edad y traza correcta, se acomodó frente a la misma y solicitó una Caipiroska mediante el diseño impreso en la cartilla, el camarero decidió consultar al encargado que se hallaba en la cocina.
 De inmediato, ambos se acercaron a la barra: el cliente ya no estaba.
 Corrieron a la calle..., pero no vieron nada diferente a lo de siempre.



                                                                FIN


martes, 25 de agosto de 2015

EL CAMIONERO Y LA DICHA

                                             Sos un tipo destartalado
                                             que no tiene salvación
                                             Sos un tipo maltratado
                                             por la vida y el amor
 La música estridente, potenciaba la letra de esa marchita desconocida que le martillaba los oídos, desde la radio con amplificador ubicada en un extremo del salón.
 Benigno Ortega, daba cuenta de su desayuno compuesto por café con leche y ensaimada, en ese parador de la ruta, junto a otros camioneros dispersos.
 Una copita de caña, también formaba parte de esa ingesta temprana.
 El estribillo le resultaba ensordecedor, pero no lo suficiente como para tornar ininteligible su texto.
                                               Andá gilún
                                               tiráte a la banquina...
                                               Andá gilún
                                               tiráte a la banquina...
 El ritmo machacón y la letra despectiva le parecían intolerables, aunque una mirada a los demás parroquianos y al de la caja, le evidenció semblantes sonrientes, de complacidos radioescuchas.
                                               Yo que vos 
                                               me abrazo a la botella
                                               Yo que vos
                                               no la busco más a ella
 Pensó en pedirle al patrón que apagara el receptor o cambiara la sintonía, pero rápidamente detuvo su impulso, al considerar que eso lo exhibiría ante los presentes como un otario que se da por aludido.
 Luego del consabido estribillo, la letra seguía ensañándose con el personaje, que interpretó como que podría asimilarse a su persona.
                                                Siempre anduviste 
                                                como gaucho sin el flete
                                                si ganás la lotería
                                                perdiste el billete
 Eso nunca.., Benigno estimó que él no jugaba, porque carecía aún de esa mínima fe triunfal.
                                                Andá gilún...
 Cuando carajo termina esta basura..., dijo en voz muy baja.
                                                No sabés de cariño ni alegría
                                                sos un desastre
                                                amargo
                                                ¡ Una porquería !...
 Ya era insoportable, por lo que se dispuso a pedir la cuenta y volver a su camión, para reanudar el viaje por las poceadas rutas bonaerenses y los caminos vecinales de tierra.
                                                No cabe el amor
                                                en tu corazón
                                                si afilás a una piba
                                                ¡ Hacés un papelón !...
 La canción cesó bruscamente.
 Noticia de último momento..., anunció la voz de un speacker.
 Se interrumpe la transmisión habitual de esta broadcasting, continuó, para informar que Francia y el Reino Unido le han declarado la guerra a Alemania como respuesta a la invasión de Polonia ocurrida anteayer.
 La maldita canción ya no se escucha..., musitó Benigno, con íntimo regocijo.
 La guerra es una tragedia colectiva que empequeñece las individuales y las torna insignificantes, reflexionó.
 Al percibir que disfrutaba un recóndito goce, sonrió levemente.
 Sus pensamientos lo llevaban a estimar, que asistía, de modo informativo, al inicio de un conflicto bélico de alcances insospechados. Quizás sería el brutal generador de felicidades amputadas y horrores nunca vistos.
 Prosiguiendo con sus cavilaciones, estableció que la guerra podría crear multitudes de infelices, que de saber de su existencia, seguramente lo convertirían en motivo de envidia.
 Cuando se percató que los demás lo miraban con cierta severidad, hizo esfuerzos para atenuar la sonrisa que distendía sus labios, en una muestra de satisfacción plena.

                                                                          FIN







                                               

lunes, 3 de agosto de 2015

MOZOS INTERCEPTORES

 Quizás, aprovechó un descuido en el sistema establecido para proceder ante estos casos, una debilidad del mismo o la humana laxitud de disminuir la atención, cuando se trata de actividades cotidianas sin usuales inconvenientes. Lo cierto es que el intruso comenzó a recorrer la elegante confitería palermitana ubicada sobre la avenida Santa Fe, mientras interpelaba a los parroquianos mediante un lenguaje soez.
 Presuntamente, se trataba de un vendedor ambulante que ofrecía su imprecisa propuesta mercantil de modo desconsiderado, pero el aspecto del mismo daba a suponer algo aún más inquietante. Cubierta su testa por la capucha de un jogging oscuro, su rostro aparecía lo suficientemente sombreado, como para acrecentar la mueca desdentada y feroz que era su impronta.
 El individuo, golpeaba las mesas con sus manos plenas de mugre, mientras vociferaba frases aisladas imposibles de descifrar en su significación.
 Los clientes amagaban con protestar, pero la mirada del sujeto les indicaba que ante la locura, la razón se rinde, de no hallarse respaldada por la suficiente fuerza disuasoria.
 La que no se hallaba cerca, dado que los mozos, estaban distribuyendo comandas en el amplio local y los de la caja y el mostrador, no se percataban de lo que ocurría tras un recodo del salón.
 Fernando Bermudez Ciocca, sentado ante un café que no concluyó de beber, percibió el sentimiento de indefensión que suele impregnar la sensibilidad de los cuerdos, cuando detectan que su estructura cartesiana se enfrenta al discurso del orate; a ese esquema, que franqueó los límites del raciocinio y la lógica para exponer la permeabilidad que les cabe.
 Miedo..., pensó el hombre que disfrutaba de la negra infusión en soledad: la locura ajena genera miedo. Es dable interpretar que la propia, también puede producirlo en quién la padece o afronta, agregó a su reflexión.
 Cuando el loco se bajo la capucha y lo miró con fijeza, Fernando entendió que estaba perdido. El insano ya no hablaba, pero su mirada desorbitada parecía expresar un propósito homicida, como si estuviera recibiendo un mandato mental, que lo urgía a proceder a la eliminación de ese desconocido que bebía café.
 Fernando gritó con toda la fuerza que sus pulmones le pudieron proporcionar, por lo que que los mozos abandonaran bandejas y pedidos y concurrieran raudos en su auxilio. Pero a pesar de desplegar un operativo de interceptación del demente, el mismo se escabulló con ligereza y logró acceder a la calle para perderse en el tráfago urbano.
 El encargado del sitio, lo asistió solícito y lo dispensó, debido al mal rato pasado, de abonar la consumición.
 Bermudez Ciocca, se sintió reconfortado por la actitud adoptada por el responsable del establecimiento, que le pareció una muestra de respeto hacia el cliente propia de la época de su niñez y juventud, varias décadas atrás.
 Después de estrechar la mano del hombre que se mostró tan gentil, salió del lugar con el paso cansino que le proporcionaba su artrosis de rodillas de larga data, causa de molestias y dolores al caminar.
 Pero las dificultades para desplazarse, no eran el motivo de su preocupación al retirarse del café, sino el recuerdo de los ojos que estuvieron enfocados en los suyos. Estimó que nunca podría olvidar la mirada del loco, que pareció identificarlo como el objetivo a eliminar a pesar de ser ambos dos desconocidos.
 Su domicilio era cercano, pero una sensación de malestar íntimo, lo motivó a detener el primer taxi libre a su alcance, para que lo trasladara las pocas cuadras que lo separaban de su casa.
 Intentó relajarse durante el breve trayecto, pero el recuerdo de esa mirada de depredador primitivo fija en la suya, pareció trastornarlo y le generó un pavor visceral. Incluso, la descubrió en el espejo retrovisor del vehículo: pertenecía al chofer, que cubrió su cabeza con la capucha del jogging oscuro que vestía y aceleró la marcha del automóvil pintado de amarillo y negro.
 Bermudez Ciocca, pasó ante su casa sin que el conductor finalizara el viaje. De nada valieron sus gritos y amenazas de denuncia.
 Cuando intentó obligarlo a detenerse propinándole golpes, no llegó a aplicar siquiera el primero, porque los ojos a través del espejo lo inmovilizaron como la cobra al pequeño roedor, quitándole la voluntad de proceder.
 El tipo no habló en ningún momento, pero si evidenció un rudimento de sonrisa en su boca desdentada.
 Fue cuando Bermudez Ciocca, intentó en su desesperación arrojarse del auto en marcha, para descubrir que las puertas se hallaban trabadas sin que pudiera abrirlas.
 También sonrió cuando con un manotazo, hizo volar el celular del pasajero que se disponía a solicitar ayuda, mientras la otra mano siguió aferrada al volante.
 Cuando el agredido sintió que su ánimo de resistir comenzaba a flaquear, así como su corazón a palpitar descoordinadamente, lo que a su edad podría implicar riesgo cardíaco, el conductor del taxi viró hasta retomar el camino ya andado.
 Al poco tiempo, se detuvo ante su casa, en la vereda de enfrente.
 Fernando escuchó el sonido del seguro de la puertas al destrabarse. Con la celeridad que pudo conseguir dada su patología articular, abandonó el vehículo para cruzar la calzada y buscar refugio en su domicilio.
 La locura es imprevisible..., pensó, por lo que ser rehén de un loco, quizás depara más posibilidades de salvación, que las que implica hallarse cautivo de quienes proyectan una finalidad racional a su acto. Esta fugaz reflexión, le provocó un sentimiento de alivio mientras se hallaba en medio del asfalto, rumbo a su vivienda ubicada a pocos metros.
 Ese fue el momento en el que el taxi, arrancó bruscamente al darle paso el semáforo. Quién lo conducía, embistió de modo intencional al hombre que por sus dolores de rodillas, aún no había podido acceder a la vereda de enfrente.
 Antes de colisionar con su cuerpo lesionado por el golpe, el parabrisas del auto, Fernando Bermudez Ciocca pudo distinguir con horror la mirada del orate clavada en la suya. Parecía confirmarle lo imprevisible de la locura, de un proceder que anula toda decodificación conceptual.
 A diferencia de los mozos interceptores, la policía capturó al alienado antes de que se diera a la fuga luego de la consumación del hecho.Ya estaba siendo buscado por el reciente homicidio de un taxista -mediante ataque con una llave inglesa de hierro- al que le había sustraído el vehículo para de inmediato huir con el mismo.
 Testigos presenciales de lo ocurrido, manifestaron que entre un cúmulo de incoherencias, balbuceaba que tenía una urgente misión por cumplir.

                                                               FIN




 .








jueves, 2 de julio de 2015

INCANDESCENCIAS

 La vela encendida quedó enhiesta, adherida al pequeño plato de vidrio por su propia cera derretida.
 Matías la observó con satisfacción, dado que creyó que se le había acabado la provisión de ese vital elemento, para afrontar los continuos cortes de suministro que afectaban el barrio donde vivía.
 El hallazgo de esa humilde vela, le pareció algo aproximado a un milagro. Acotado, de índole domestica, sin trascendencia pública y/o histórica..., pero milagro al fin, estimó mentalmente, su mirada fija en la luz titilante de la llama reflejada en la pared del único ambiente, definido como loft en el contrato de locación en vigencia.
 Como siempre ocurría en estos casos, el hombre, joven y de buen nivel sociocultural, emitió en voz alta una sarta de puteadas dirigida sucesivamente a la compañía eléctrica, a los directores nacionales que integraban la misma, a las autoridades del Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE) y al ministro de planificación.
 Al mirar por la ventana, cerrada al intenso frío invernal, pudo verificar en alguna medida la extensión del corte. La oscuridad era total, solo atravesada por los focos de los vehículos, que circulaban con sus conductores en profuso empleo de la bocina, debido a que los semáforos habían dejado de funcionar.
 Llamó a su novia por teléfono para decirle que la iría a visitar para que cenaran juntos. Su vivienda y el entorno circundante sumido en las penumbras, le generaban tristeza, como una imagen de guerra o de zona de catástrofe.
 Previo a salir, se dispuso a concurrir al baño, cuando la oscuridad nuevamente lo envolvió.
 La vela se había apagado..., como si la hubieran soplado, incluso, con el pabilo aún incandescente como ocurre en esos casos.
 Matías, comprobó que no existía corriente de aire alguna en el departamento, como para ocasionar lo ocurrido. Por supuesto, se encontraba solo.
 Como individuo pragmático que se consideraba, la encendió nuevamente, sin ahondar en el asunto y para cumplir con lo que tenía decidido con anterioridad.
 Apenas había ingresado al baño, cuando la vela se apagó.
 Esta vez, optó por abandonar el lugar lo mas rápido posible, sin dejar de percibir una oscura inquietud.
 Con la campera puesta, detectó que la llave colocada como siempre que llegaba, en la cerradura y con una sola vuelta, no estaba.
 Con dificultad, intentó ubicarse para encender otra vez la vela y buscar el llavero, pero no encontraba el encendedor.
 Buscó sin éxito el celular para decirle a Nati que viniera con el juego de llaves que tenía, pero a pesar de haberlo usado poco tiempo antes, se convirtió en inhallable.
 Ya con desesperación, en bruscos tanteos, sintió que lo encontraba, pero se trataba del inalámbrico, inutilizable por el corte de luz.
 Pensó que solo le quedaba pedir auxilio a los gritos..., cuando la vela se encendió a sus espaldas, lo que lo motivó a darse vuelta con los puños cerrados en una instintiva actitud de defensa.
 Vio la vela encendida solo unos segundos, porque de inmediato, se apagó como si alguien hubiera impulsado su aliento contra el pabilo.
 Otra vez a oscuras, gritó con toda la fuerza que pudo reunir en sus pulmones. Fue un grito estridente, de terror adulto y desesperación.
 Como respuesta, la luz volvió súbitamente, tanto en su casa como en la calle.
 Halló las llaves tiradas en el piso, así como el celular y el encendedor. Mas tranquilo, se encontraba próximo a llamar a Nati, cuando detectó que la vela había desaparecido.
 La buscó casi frenéticamente, pero solo pudo hallar el platito sobre el que se hallaba posada. El mismo estaba partido en siete pedazos de medidas perfectas y bordes pulidos, que parecían poder ensamblarse entre ellos sin necesidad de pegamento. Como las piedras de ciertas construcciones arcaicas, que no necesitaban argamasa para encajar entre ellas..., estimó Matías, mientras salía raudo de su domicilio.
 En el ascensor, le pareció que un individuo al que no conocía como vecino lo miraba subrepticiamente. Cuando él lo miró, dejó de hacerlo.
 No parece un tipo peligroso..., fue la conclusión de su veloz evaluación interior, pero de todos modos le pareció que su semblante era extraño, como de manifiesto desconcierto o extravío.
 Ya en la calle, se dio vuelta por prevención y observó que el sujeto, giraba por la esquina mientras algo se caía de su mano.
 Matías volvió sobre sus pasos y se encontró con lo que sin duda, era la vela que le faltaba. Se hallaba desprovista del pabilo, despojada de su condición de vela, convertida en lo que podría ser una cerbatana o una flauta..., o vaya a saber que, pensó Matías.
 Corrió hasta la esquina, pero el hombre ya había desaparecido en el tráfago de la calle, que con la irrupción de la luz recobró su nocturna habitualidad.



                                                              FIN



domingo, 28 de junio de 2015

AHÍ VA CARMELO MURÚA...

 Dijo Garcés, con el cigarrillo a medio fumar colgado de sus labios y la copa de ginebra al alcance de su diestra; la voz aguardentosa, templada con sobriedad al anunciar el paso de Carmelo Murúa frente al café.
 Candelario, desvió la mirada perdida en el almanaque de pared, que resaltaba 23 de agosto de 1909 junto a la propaganda del aperitivo Kalisay, para dirigirla hacia la figura delgada pero recia del hombre al que le debía cobrar una afrenta.
 Se incorporó con parsimonia.
 Estaba claro para él, que el tránsito de Murúa por ese sitio era la segunda ofensa que recibía del susodicho. En este caso, por desafiarlo con su presencia ante sus acompañantes, conocedores del motivo del agravio original.
 También conocían la destreza de Murúa con la daga, debido a lo que debía más de una muerte y cuya impunidad, la pagaba con servicios al comité.
 ¿Que me queda?..., pensó Candelario, fuera de concurrir al entrevero, para restablecer mi honor y mi hombría menoscabada.
  De pie, el Chino Candelario bajó el ala de su chambergo, para sombrear aún más su mirada ya de por si torva y acrecentar, este atributo de su semblante ante la inminente pendencia.
  Sacudió restos de ceniza depositados sobre la solapa brillosa y se encaminó hacia afuera, donde lo esperaba la oscura calle empedrada de lo que para él seguía siendo Barracas al Sur, aunque hacía ocho años que oficialmente se denominaba Avellaneda.
 No fue necesario pedir permiso para salir, ya que todos los de la mesa se corrieron en silenciosa muestra de reconocimiento.
 Incluso, los de las otras que jugaban al padrone e' sotto, prohibido por edicto policial dado que se apostaba ingesta de vino, cesaron sus gritos e improperios de ebrios.
 Tras el estaño, el patrón gallego dejó de repasar la vajilla para observar su partida. Lo mismo el viejo mozo, que pareció olvidar la tortura de sus callos plantales para seguirlo hasta la puerta a respetuosa distancia.
 Toda la concurrencia, sabía que Murúa le quitó una mujer al Chino, de nombre Elvirita, pupila de un  lupanar cercano al mercado de frutos.
 Luego de este hecho, Carmelo Murúa y la Elvirita estuvieron ausentes varios meses, hasta la reaparición del hombre frente al café del que era destacado habitué.
 También sabían que era una luz con el cuchillo..., un brazo envuelto en la chalina usada como escudo y el puñal en la mano opuesta, presto para penetrar la carne del rival.
 Estimaban que el Chino no iba a poder contra la habilidad del otro, que difunteó a compadrones de prestigio.
 De todos modos, el Chino Candelario cruzó el umbral hacia la calle, para internarse en esa noche de luna suburbana, moteada por profusos nubarrones.
 Garcés, se persignó, seguido por los otros de la mesa.
 -Se va un valiente que buscará cobrarse una deuda.., a sabiendas de que no podrá cobrarla y solo lo espera la muerte.
 Nos dejará el recuerdo de su conducta de macho.
 Habló con tono solemne y se descubrió para enfatizar sus palabras. Los otros, correspondieron a su gesto.
 No caminó demasiado Candelario, cuando lo vio a Murúa recostado contra el muro de un corralón, en evidente espera de su presencia.
 El que le robó a la Elvirita, comenzó a caminar delante de él, sin volverse, guiándolo al sitio del lance.
 Lo siguió con expresión meditabunda, unas decenas de metros más atrás.
 Los suficientes, para desaparecer en una esquina y echar a correr por calles mal iluminadas y bien conocidas por él; como para escabullirse con éxito de quién estaba seguro que lo iba a matar, en un duelo criollo que carecía de equivalencia en la confrontación.
 Aunque no se consideraba manco en la esgrima orillera, nunca podría doblegar la capacidad ambidextra de Murúa, que confluía en finta, tajo de feite y puntazo fatal con vísceras perforadas.
 Candelario era consciente que huir, borraba todo el cartel de guapo que supo conseguir en el barrio, pero él se consideraba un hombre práctico: abandonaría sus escasas pertenencias en la pieza del inquilinato donde vivía y viajaría a Montevideo, en el vapor de la carrera que partiría en las próximas horas, para desaparecer de los lugares que solía frecuentar.
 Rio de la Plata de por medio con el oprobio, iría a ver a un compadre que era cuidador en el Hipódromo de Maroñas; era de esperar que le consiguiera un conchabo que le permitiera mantenerse por un tiempo.
 Respecto a la Elvirita, consideró que morir por una puta tan baqueteada no era propio de un hombre cabal, sino de un gil de lechería, de un chitrulo sin redención. No tenía duda alguna, de que Murúa se la sacó de encima vendiéndola en el Sur del país por una cifra módica, razón de su ausencia temporaria en el barrio.
 En su estima, los del café ya lo estarían dando por muerto. Nadie le iba a creer a Murúa cuando comentara su huida para no enfrentarlo.
 Supuso que llegarían a pensar, que Carmelo Murúa debía una nueva muerte y se deshizo del cadáver.
 O sea, hasta su honor podría quedar a salvo.


 No le resultó fácil lograr una plaza en el Colombia, dada la cantidad de personas que se dirigían a la capital oriental en relación a la próxima fecha patria uruguaya, en cuyos festejos, estaba prevista la inauguración de un muelle en el mismo puerto de arribo.
 A pesar de esta situación excepcional, Candelario pudo comprar un pasaje ya a bordo, tal como se estilaba, para luego buscar un lugar donde pasar la fría noche en el buque moderno, pero atestado de pasajeros.
 La travesía, ubicado en un camarote de hombres donde tuvo que dormir sentado, resultó pródiga en incomodidades, a tal punto, que desistió de intentar suerte en el salón en el que se jugaba a las barajas, ante la posibilidad de perder su precario lugar y tener que acomodarse en cubierta envuelto en mantas; por cierto, tampoco estaba en condiciones de exponer el magro peculio que portaba. De todos modos, un ocasional compañero de viaje le mencionó que el Colombia de la Compañía Lambruschini, era un barco muy preferible al Eolo de Mihanovich, con su lento navegar propulsado por grandes ruedas laterales.
 Este comentario, hizo que su inexperiencia marinera le generara menos prevención, debido a que los fuertes vientos helados del sur tornaban poco apacible la singladura y le proyectaban inquietud a su ánimo.
 Sentimiento que se desvaneció a las 06:35, cuando con una taza de café en la mano y un trozo de ensaimada, se dispuso a esperar tranquilo las maniobras de atraque sin apuro por desembarcar: nadie lo esperaba en tierra.
 Disfrutó su desayuno en aguas uruguayas. Hasta pensó en una nueva vida en la Banda Oriental, plena de ventura, como si al torcer el destino con su viveza, Tata Dios le hiciera un guiño de complicidad y le perdonara su felonía en reconocimiento a que no incurrió en el condenable suicidio; en su caso, indirecto, ejecutado por el compadrón Carmelo Murúa.


 Fue una aparición tan brutal como sorpresiva...
 La alta proa acerada del vapor alemán Schlesien, que se dirigía hacia Bahía Blanca, una nave de porte mucho mayor que el Colombia, se incrustó como surgida de la bruma matinal a la altura del camarote de mujeres del barco de la carrera, ya en el antepuerto, entre las escolleras E y W.
 Le abrió un enorme rumbo a la nave fluvial, como si un cuchillo hubiera penetrado una gelatina, lo que provocó una irrupción de agua que en diez minutos lo hundió con buena parte de la tripulación y los pasajeros.
 No se nadar..., fue el pensamiento del Chino Candelario, al sentir la potencia del agua gélida que lo arrastraba inmisericorde hacia las profundidades.
 Próximo a ahogarse, lamentó no llegar al año siguiente, en el que la república tiraría la casa por la ventana para celebrar el centenario.
 Se anunciaba un increíble despliegue de luz eléctrica en la Plaza de Mayo..., pero en un instante, comprendió que no importaba, que todo era demasiado rápido y el olvido, sería la mortaja de su intensión de trampear al destino y el colofón de su laya de guapo de segunda línea, en entreveros de parroquia y despachos de bebida. Nadie lo lloraría.
 De hecho, nunca se conoció la cifra exacta de víctimas, así como sus identidades.
 Quienes adquirían los pasajes a bordo de la embarcación, no quedaban registrados.


                                                                     FIN















jueves, 25 de junio de 2015

EN LA VÍA PÚBLICA

 En que consiste el producto que promueven con denuedo, con una insistencia casi maniática que obvia al transeúnte que ignora la propuesta, para de inmediato, abordar a otro que como el anterior tampoco accede al requerimiento, le genera una curiosidad que la define como malsana.
 Al menos, desproporcionada en relación a la entidad del asunto.
 El mismo resulta tan prosaico, como observar a tres promotoras flaquitas y sin ningún atractivo físico, en pleno esfuerzo por conseguir suscitar la atención de los peatones que circulan por ese cruce de avenidas principales, ubicadas en el primer cordón del GBA.
 Ángel Ramón Peluffi, sentado desde hace cerca de dos horas frente al ventanal del caracterizado bar de la esquina, no consigue interpretar como no logran hacerse escuchar aunque sea por uno solo, de los interceptados en su paso.
 Como jubilado ya veterano, Peluffi emplea sus mañanas en leer el diario en el establecimiento, acompañado por un café con leche y tres medialunas, dos de manteca y una de grasa, todo degustado con la parsimonia del ocioso añoso; del que ya no necesita justificar ante si mismo o/y los demás, su carencia de preocupaciones en torno al sustento y la actividad remunerada. 
 Don Ángel, como lo conocen en el barrio, dedica unos segundos a confrontar mentalmente su situación de beneficiario de un haber jubilatorio más que decoroso, con el estipendio potencial que pueden llegar a percibir estas chicas, que trabajan con tanto esmero y ni se aproximan a los resultados buscados.
 Piensa, con alguna nostalgia dedicada hacia ese mundo perdido, que cuando él trabajaba en Segba las mujeres no realizaban tareas promocionales en la vía pública, así como no recordaba que lo hicieran muchos del sexo masculino. Es cierto que existían otras cosas, como los hombres-sandwich de la calle Florida, pero eran excepciones.
 Viudo desde hace más de un lustro, saludable y lúcido en relación a sus ochenta y tantos años, Don Ángel vive solo sin inconvenientes, ayudado por una empleada doméstica de confianza y por su familia, cordial y no invasiva, que le anticipa sus visitas y no lo abruma con excesos de consideración, así como tampoco con actitudes subestimativas debido a su edad.
 Mira su reloj, el Longiness a cuerda que había sido de su padre, fallecido en el '54, para comprobar que superó su tiempo usual en el café, magnetizado por el desperdicio laboral de las esforzadas promotoras, que a pesar de los nulos resultados siguen dando muestras de entusiasmo en su quehacer.
 Peluffi, considera que la carencia de atributos físicos destacables, no puede implicar de modo tan radical semejante fracaso en la actividad que les atañe. Le llama la atención que abordan a la gente solo con la palabra, sin mostrar ningún volante, ninguna tarjeta o folleto.
 Quizás esto influya en que no les presten atención..., estima, mientras llama al mozo para abonar la consumición.
 Decide retirarse y develar el misterio: él se detendrá a escucharlas cuando lo intercepten, habida cuenta de que lo hacen con toda persona que pasa ante ellas, sin distinción de aspecto, sexo o edad.
 Próximo a salir, reflexiona que podrían pertenecer a alguna secta proselitista, lo que sin duda justificaría  la desatención general. Pero no lo cree, porque en ese caso insistirían con los viandantes que pudieran demostrar una mínima vacilación en el rechazo, en vez de pasar de inmediato al siguiente.
 En la calle, observa que los rostros de las tres parecen presentar ciertos rasgos idénticos, como si fueran hermanas; sus fisonomías, por otra parte, considera que parecen remitir a una juventud enrarecida por la potencia de una experiencia tan medular, que superaría la que los años le aportaron a él.
 Extremadamente delgadas, las tres parecen anoréxicas, como manojos de huesos insertos en buzos  y pantalones de jogging negros. LLevan el mismo atuendo, solo diferenciado por los colgantes que penden entre sus pechos planos.
 Una lleva el que representa la figura estilizada de un ovillo de lana. Otra, un antiguo huso de hilar, mientras que la tercera, se adorna con la reproducción de una amenazante tijera abierta.
 A diferencia del comportamiento que manifiestan con los demás, a él lo rodean las tres sin hablarle, solo distendiendo sus labios en sonrisas que tienden a la mueca.
 Ángel Peluffi quiere seguir su camino, huir, no permanecer al lado de esas promotoras esquivadas por tantos y a las que ya les adjudica una oscura significación.
 Las tres lo persiguen al grito de...¡Señor!...¡Señor!..., mientras él apura el paso al ritmo más rápido que le permiten sus rodillas artrósicas. En una actitud decididamente irrespetuosa, le dan pequeños toques en sus hombros como para que se detenga; sin miramientos, hacen repiquetear sus dedos huesudos como si ejecutaran una percusión tendiente a lo sombrío.
 El hombre se detiene agobiado, como despojado de la vitalidad vigente hasta unos minutos antes.  Ellas se retiran..., parecen fusionarse con el tráfago urbano y desaparecer.
 Peluffi, que no sufre de EPOC, siente como si algo muy pesado le dificultara respirar.
 Desea pedir auxilio, pero todos los que circulan a su alrededor parecen hacerlo muy rápido.
 Dificultosamente, extrae de un bolsillo el celular para comunicarse con su hijo, su hija o alguno de sus nietos. Con cierto horror no exento de resignación, descubre ante la lista de contactos del teléfono, que no recuerda los nombres de ningún miembro de su familia; de todos modos, nadie figura en la agenda.
 Ángel Ramón Peluffi reinicia la caminata por su barrio, que le resulta absolutamente extraño, tanto como la gente con la que se cruza. A la vez que recordar su propio nombre, le exige un esfuerzo mental desmesurado, por lo que acepta su olvido ante la presunción del inicio de una etapa, en la que quizás las identidades persistan desprovistas de las referencias consabidas.
 Será cuestión de acostumbrarse..., piensa ante lo que percibe como inevitable, en una apelación al mismo pragmatismo, con el que orientó su vida anterior ante todas las contingencias.


                                                                     FIN









  

jueves, 21 de mayo de 2015

ARTE CULINARIO

 -¿Que les pusiste?...
 No habría ingerido más de un par de raviolones rellenos con ricota, por cierto, deliciosos, junto con algunos trozos de carne estofada, tierna, sazonada con sabiduría, todo salseado magistralmente..., pero comenzó a sentirse mal; muy mal.
 Ante el silencio esquivo de ella, insiste con la pregunta, cuando ya percibe cierta rigidez en las extremidades y la respiración se le torna dificultosa.
 No tiene duda alguna de que ella decidió envenenarlo y con denuedo intenta provocarse un vómito, sin resultados favorables.
 -Nunca vas a poder vomitar una comida tan sabrosa, tu plato favorito, hecho con el amor con el que siempre cociné para vos, durante tantos años.
 ¿Acaso detectaste los ingredientes tóxicos?..., no creo, se hallan disimulados en la combinación de sabores y solo percibirás sus efectos.
 ¿O es que la reputa de tu secretaria, con la que me corneas desde hace tiempo, cocina pastas más ricas que las mías?...
 Los labios del hombre parecen adquirir un color azul cianótico, mientras se aferra a la mesa para no caer. Piensa que el colofón brutalmente trágico de su largo matrimonio sin hijos, al menos, le depara corroborar que su poco atractiva esposa es una maestra del arte culinario, aún en situaciones extremas. En lo que interpreta con terror son sus últimos destellos de lucidez, se maldice por haber cancelado esta noche la cena en el departamento de su secretaria -con el pretexto, dedicado a su mujer, de cumplir horas extras- luego que su consorte le dijo por teléfono que ya había preparado los raviolones de ricota que lo fascinaban; estima que tanta buena disposición, le generó cierto sentimiento de culpa que lo motivó a abandonar su plan anterior.
 Habla con la voz alterada por el tósigo incorporado a su organismo...
 -Mi secretaria no sabe cocinar..., pero hay otras cosas que las hace mucho mejor que vos...
 Se derrumba arrastrando en su caída mantel, vajilla y copas, así como la fuente que contiene la prodigiosa pasta rellena.


 Su secretaria, en el monoambiente en el que vive sola, maldice mentalmente el haberse enredado con un hombre casado que por añadidura es su jefe. Cargada de encono hacia su amante, llama al delivery para suspender el envío de dos porciones de raviolones rellenos de ricota acompañados de carne estofada, el plato favorito de él. Piensa que para sorprenderlo, quizás algún día podría aprender a prepararlo como seguramente se lo hace su mujer, aunque en el caso de ella, siempre come solo un par de bocados y ya la arrastra a la cama desvistiendola, entre sus fingidas protestas y los lloriqueos que lo vuelven loco.



                                                                        FIN

lunes, 18 de mayo de 2015

DON ALFONSO LANZA EN RISTRE

 -¿Que pasa?..., se pregunta a si mismo, al advertir que la sola presencia de la mujer ante él, a los fines de levantar el pedido, le provoca una respuesta genital desmesurada, habida cuenta de las considerables décadas que porta sobre sus espaldas.
 Viudo que vive solo, Alfonso Anselmo Soriano, de 84 años, es un agradecido a la vida; fundamentalmente, porque sabe que al final le brinda al ser humano la posibilidad de empatar con sus congéneres, sin revancha posterior, poniendo fin al triunfalismo compulsivo que lo obsesionó desde que abandonó la Castilla de su nacimiento. En esos días, siendo un niño, asumió que para derrotar a la pobreza natal debía constituirse en un guerrero, en combate permanente contra los demás.
 Más precisamente, en un conquistador, categoría que aún no deja de provocarle las tensiones de la competencia y la consiguiente erosión de su emotividad, dado que es consciente de su nivel etario y las vulnerabilidades que conlleva.
 Don Alfonso, no desconoce las virtudes del sildenafil y lo emplea desde su lanzamiento comercial, pero lo que le ocurre es una manifestación espectacular de deseo, de deseo espontáneo.
 Ingresar a un bar a beber un café, es un acto rutinario en sus costumbres, pero que se le empine de tal modo a la vista de una camarera que solo circula por ese ámbito con displicencia laboral, le resulta una maravillosa excepción. Algo que le insufla alegría, la que puede articularse con su condición de jubilado privilegiado, de interesante patrimonio y muy escasos derecho habientes potenciales.
 Don Alfonso, hombre que enfrentó las contingencias lanza en ristre, como el mio Cid, su  personaje emblemático, interpreta que una batalla se halla próxima.
 Como debe ser, como lo fue durante tanta acumulación de lustros de duro bregar, debe vencer como si respondiera a mandato divino. Como si una nueva cruzada (el hombre es falangista convencido ) le requiriera aventar todo el fastidio de la vejez, para aplicarse con ahínco a establecer el triunfo.
 Con la fe que supera toda adversidad..., musita como en una plegaria, toda decadencia física y espiritual.
 Inconcebible..., piensa, al sentir que su miembro adopta nuevamente la posición de... ¡Presenten armas!..., cuando la moza le trae un café humeante, virilmente cargado, acompañado por un vaso de soda donde bullen las burbujas.
 ¿Como encarar?...
 Tal inquietud, se instala en su mente con ímpetu acuciante.
 Halla la respuesta, tras cinco minutos de degustar la infusión bien cargada, como a él le gusta.
 Decide que al pedir la cuenta, intentará una ofensiva a fondo, plena de audacia, despojada de pusilanimidad, como corresponde a un macho cabrío de su edad.
 Estoy caliente como un chivo..., piensa con la alegría del viejo guerrero que se comprueba intacto, presto para afrontar nuevos entreveros.
 Ella se acerca a cobrar de modo laboralmente rutinario, su abundante figura, contorneada por el uniforme negro que se acompaña con un delantalcito blanco con volados.
 -Veinticuatro pesos, señor.
 Le dice con voz desprovista de sensualidad impostada, pero al menos para él, plena de inflexiones que remiten a una gozosa carnalidad.
 -El vuelto para vos..., le responde entregándole tres billetes de diez pesos.
 -Gracias, señor. Buen fin de semana.
 Contesta la joven, apelando a la formula actual para los días viernes.
 Don Alfonso arremete con enjundia, como Ruy Díaz de Vivar contra los almorávides, trocando la potencia de la mano que empuña la tizona por la elocuencia expresada con fines amatorios.
 -Buen fin de semana sería pasarlo con vos. Conversar, comer el jamón de Jabugo y el queso manchego que tengo en casa; beber hasta saciarnos la sidra asturiana de la que dispongo y los tintos de La Rioja o los blancos del Rivero.
 Y amarnos con frenesí, sin pudor ni egoísmo, para celebrar la gloria de los cuerpos en goce y las almas abroqueladas en el ejercicio del amor.
 Toma aire, como para oxigenarse luego de una furiosa carga de caballería y prosigue con su declamación.
 -Buen fin de semana sería, adorada desconocida, amarnos como si quedara poco tiempo antes de una hecatombe anunciada y disfrutarnos como en cumplimiento de un impulso que nos trasciende.
 Don Alfonso respira con la boca abierta, como si proferir la declaración, hubiera activado la disnea que le recuerda sus cinco décadas pasadas como acérrimo fumador de tabaco rubio.
 El veterano triunfador en lides amorosas y comerciales -no así bélicas, dado que emigró siendo un niño antes de 1936- espera ansioso la respuesta femenina, ávido de seguir reconociendo su valía batalladora, que ya habrá tiempo para el empate sin revancha.
 La muchacha le presenta una sonrisa escueta.
 -Disculpe, señor..., le dice mientras se desplaza lateralmente para atender su celular.
 -Te dije que no me llames en horario de trabajo, mi amor..., exclama con voz susurrante, que solo debería ser escuchada por su interlocutor, imaginate, ahora estoy atendiendo a un gallego jovato que parece que se fumó varios porros...
 Corta la comunicación y se dirige a responder el requerimiento de otra mesa.
 Don Alfonso, víctima de una desconsideración que se puede considerar como explícita, se percata del desaire.
 Asimila el mismo y se retira del bar sin mirar atrás.
 Gané otra vez..., piensa con regocijo, esta golfa me parece que es una viuda negra que si la llevo a casa, seguro me duerme con soporíferos y me deja en pelotas. Por suerte, me di cuenta a tiempo.
 Satisfecho, apura la marcha, mientras trata de obviar esa tocesita de añejo tabaquista, que parece incrementarse con cada paso y con la noche que ya se insinúa.


                                                                      FIN












martes, 5 de mayo de 2015

HÉROES Y SOMBRAS

 -¡Arrancá!...
 La frase era imperativa, terminante, habida cuenta de que era sustentada mediante la presión de una pistola sobre su flanco derecho.
 El individuo que lo amenazaba, había ingresado a su automóvil segundos antes de que pudiera pulsar el cierre centralizado, para ubicarse en el asiento del acompañante y apretar él, la tecla que trababa las puertas.
 No se trataba de un robo, estimó Julián, sino de un secuestro.
 Seguramente, después aparecerán los cómplices..., agregó a su intento de interpretar  la situación.
 Decidió proceder como el militar de carrera retirado, condecorado por sus actos de servicio en Malvinas, que estimaba eran la impronta de su identidad vital.
 Pero algo se quebró en su determinación, al ver la Browning 9 mmts. amartillada, pronta a reventarle los riñones. Monte Longdon, Wireless Ridge..., cruzaron su mente de modo fugaz, junto a otras imágenes de la contienda austral.
 Observó el rostro del delincuente, que llevaba un gorro encasquetado a los fines de disimular su fisonomía. La mirada desorbitada del paquero y el temblor de su diestra, lo convencieron de que se hallaba ante un imbécil que no respondía a mando alguno y lo iba a matar sin contemplaciones, sin noción de costo-beneficio, solo ligado al amasijo de mierda que era su cerebro trastornado por la droga.
 Peor que el 3er. regimiento de paracaidistas británicos, que los propios gurkas..., consideró, ya  inmerso en el terror a morir en forma asquerosa, a manos de ese residuo social.
 Él, que vivió el espanto del cañoneo desde los buques y soportó las penurias del combate, sentía miedo ante el extravío de un joven drogadicto.
 -Llevate todo pero dejame bajar..., le dijo en tono trémulo, en vez de arrancarle los ojos tal como inicialmente tenía pensado.
 No podía reconocer su voz. En un lapso mínimo, había adoptado lo que en su consideración, era una actitud de puto.
 La respuesta del intruso que se hallaba a su lado, fue...
 -¡Arrancá o te quemo, gato!...
 Como lo imaginaba, el solo hecho de efectuar los movimientos para encender el motor, generó que el descerebrado que tenía a su lado accionara el arma con su mano temblorosa.
 Solo dos disparos..., antes de que el siguiente proyectil se encasquillara y le impidiera vaciarle el cargador.
 Impactado en el bajo vientre, sintió que sus vísceras eran perforadas provocándole un dolor atroz, tal como en la guerra le ocurrió a otros cerca de él.
 Mientras sus neuronas se iban apagando como spots de la cartelera de espectáculos de la vida, abjuró de su comportamiento, pero también reconoció íntimamente que tuvo miedo a morir destripado, como le estaba ocurriendo.
 Quizás los héroes tienen los pies de barro..., pensó en un intento por reconfortarse, pero de todos modos, murió sintiéndose cobarde en un episodio de inseguridad urbana, a pesar de haber combatido con denuedo y coraje en la guerra de la que pasaron más de treinta años.
 Su agresor, ya había descendido del auto y se había desprendido de la pistola cuya numeración se hallaba limada. Como absorto por el desenlace de lo ocurrido, subió rápidamente al vehículo de apoyo que lo esperaba con sus cómplices a bordo.
 -El chabón se hizo el héroe y lo tuve que cuetear..., le dijo a sus secuaces para justificar el resultado de su delito: un celular robado al que rápidamente le quitó el chip y un muerto en ocasión de robo, agregado al magro botín.
 El que oficiaba de chofer y su acompañante, cruzaron cierta mirada, que el homicida percibió cargada de amenazas e implícito desprecio hacia su persona.
 Sintió un miedo visceral, que trató de disimular mediante una risita nerviosa. Recordó que se hallaba desarmado.


                                                                 FIN




lunes, 27 de abril de 2015

SOÑAR CON ALACRANES

 El escorpión es enorme, con la púa presta para descargar el golpe fulminante.
 Don Tito, jubilado añoso que vive solo, grita ante esa amenaza inconcebible dispuesta en el baño de su departamento, ubicado en una zona céntrica de la ciudad.
 Sabe que al ser época vacacional, es difícil que algún vecino escuche su exclamación aterrorizada.


 Todo fue un sueño..., piensa con alivio al despertar, luego que el artrópodo de color rojizo consumara su ataque.
 Lo que no comprende, es porqué se halla acostado en el baño de su casa en posición supina, vestido con los calzoncillos que suele usar para dormir, mientras divisa en su muslo izquierdo un edema de tono morado sobre el que brillan gotas de sangre. Ahora el grito, parece contraerse en su garganta sin que lo pueda emitir.
 Siente la lengua hinchada y desorbita los ojos, al querer incorporarse sin que las piernas le respondan. Como en un relampagueo mental, recuerda que al fallecer en un accidente automovilístico su único sobrino -era soltero- dejó de tener parientes vivos.
 Con espanto, piensa que si muere, su bien patrimonial -el monoambiente en el que vive- pasará a poder del estado...


                                                               FIN

lunes, 20 de abril de 2015

MUÑEQUITOS

 Tenía la firme intensión de matar a una persona, pero no la de convertirse en homicida.
 Consideró que un modo de resolver tal antinomia, era recurrir a los servicios del recomendado bocor Faustin, oficiante del vudú, especializado en provocar la muerte por encargo como si se tratara de un sicario espiritual.


 El hombre que manipulaba las energías más nocivas con familiaridad, con la solvencia que podría evidenciar un operario experto en la práctica de su menester, lo recibió en su domicilio ubicado en el barrio porteño de Saavedra, cercano al límite con la provincia.
 La visión del haitiano al abrir la puerta, le provocó cierto estremecimiento.
 Aunque se hallaba advertido en lo concerniente al aspecto del sujeto, conocerlo personalmente superó sus presunciones.
 Alto y flaco, de tez negrísima, su rostro descarnado semejaba una calavera; o lo que queda de un rostro, mientras los gusanos cumplen su tarea extendida en el tiempo.
 Juan Ernesto Avilano dudó antes de ingresar. En segundos, consideró si era conveniente, motivado por el odio, llegar al extremo de tratar con un personaje de características físicas tan repulsivas.
 Sin atreverse a trasponer el umbral de la casa, recordó quién le recomendó al susodicho: un amigo de la infancia, Fernando, teniente coronel retirado, quién sirvió reiteradamente en Gonaives, Haití, con el contingente argentino de cascos azules.
 Fernando siempre se mostró esquivo, respecto a sus preguntas sobre como conoció al brujo, en que circunstancias.
 De todos modos, no vaciló en recomendárselo, luego de que le confiara el conflicto personal que solo parecía poder resolverse, con la desaparición física de quién lo generaba.
 Avilano entendía que Fernando deseaba lo mejor para su persona y por ese motivo, lo conectó con quién se hallaba frente a él, con esa apariencia perturbadora.
 Ante su irresolución para ingresar a la vivienda, el sacerdote vudú lo arrastró al interior de la misma sujetándolo de un brazo.
 Avilano, se sorprendió ante la fuerza que evidenciaba la mano esquelética de Faustin, cuya presión le provocó dolor.
 El bocor cerró la puerta mediante una patada. Calzaba borceguies militares de los que asomaban unas piernas en extremo delgadas, como ramas pródigas en relieves nudosos, embutidas en un short de color naranja de una amplitud que lo asemejaba a una pollera.
 Su escuálido torso, se hallaba cubierto por una musculosa en la que se hallaba estampada, descolorida por los sudores y las inclemencias, la lengua con púas de sus majestades satánicas, los Rolling Stones.
 Las uñas del individuo resultaban decididamente repugnantes; de un largo excesivo y ribeteadas de negra mugre, su aspecto remitía a las zarpas de alguna alimaña excavadora.
 Otra característica destacable en la fisonomía del bocor eran sus dientes. Limados como los de una sierra, parecían diseñados para desgarrar carnes y sustancias aún más duras, orgánicas e inorgánicas.
 Dado lo cadavérico de su faz, su boca, casi continuamente extendida en una inquietante sonrisa, parecía el ingreso a una caverna maldita.
 Tanto como esa casa-templo dedicada al culto paradigmático de Haití, trasladado a un tranquilo barrio de Buenos Aires.
 Avilano consideró la estremecedora diferencia entre el afuera y el adentro..., donde ya se encontraba.
 El sol del exterior, se había extinguido en ese ambiente tenebroso, las ventanas cubiertas por cortinas negras que caían sobre el piso con pesadez. Velas de diferentes colores y tamaños, generaban una iluminación algo fantasmagórica.
 Distribuidas sobre el parquet, las candelas demarcaban curiosos diagramas trazados sobre el mismo mediante un material inidentificable.
 Avilano observó la escena con aprensión. Todo le resultaba opresivamente extraño, ajeno a su personalidad y modo de vida.
 Por otra parte, el olor que percibía le generaba un estado nauseoso. Lo interpretaba como una mezcla de vahadas pútridas y efluvios alcohólicos, que le provocaban una sensación de asco próxima al vómito.
 El bocor Faustine esperaba su visita, recomendado por su amigo militar.
 -Fernando..., le dijo, mientras llevaba su huesuda diestra al hombro contrario, para ejemplificar las insignias de grado.
 Posteriormente, pronunció una frase en creole, el francés dialectal hablado en Haití, mientras le arrojaba a Avilano el contenido de un pequeño recipiente de vidrio. El líquido incoloro se asemejaba al agua, pero Avilano dudaba que lo fuera.
 Su primer impulso fue agredir al oficiante de ese culto siniestro, pero rápidamente recapacitó en que fue él, quién solicito los servicios del ser inmundo que controlaba fuerzas oscuras. Consideró que si quería obtener un resultado favorable a sus intensiones, le convenía aceptar sin cuestionamientos el proceder de ese sujeto asqueroso.
 -Venga...
 Le dijo el bocor, en el castellano de rara sonoridad que hablaba, mientras lo empujaba con cierta brusquedad.
 Avilano ingresó a un ambiente disímil, casi ascético, cuya iluminación a giorno dejaba ver una impresora 3 D de última generación. La rodeaba un trío de muñecos cuya fisonomía no concordaba con la usual en juguetes infantiles.
 Los rostros, reproducían los de las fotografías que se hallaban a su lado con asombrosa similitud.
 Se trataba de dos mujeres y un hombre. El masculino, era un anciano de cabello blanco raleado y rasgos burilados por la vejez, que le otorgaban una notoria dignidad al semblante.
 Respecto a las mujeres, Avilano observó que una exhibía una inusual belleza: joven, de cabellos rubios ondulados y profundos ojos azules. La otra, resultaba de mediana edad y facciones anodinas.
 -Trabajos a entregar..., le dijo el oficiante del vudú, señalando los muñecos de alrededor de treinta centímetros de altura, cuyos cuerpos desnudos poseían los atributos anatómicos de cada sexo, en forma aparentemente homogeneizada.
 Lo que importa es lo fisonómico..., pensó Avilano, las fotografías solo registran rostros.
 De inmediato, extrajo de un bolsillo la de su ex-socio, así como el sobre con los cinco mil dolares que debía oblar como adelanto.
 En Haití se cagaría de hambre..., pero aquí exige dólares..., fue la reflexión de Avilano, al entregarle los verdes billetes de cien, comprados en el mercado paralelo luego de vender un vehículo de su propiedad. Todavía faltaban otros cinco mil para saldar el costo del servicio.
 Por cierto, prosiguió con sus pensamientos, jamás se me ocurriría no cumplir con el pago del cincuenta por ciento restante, exponiéndome a su represalia.
 Como si visualizara su mente, Faustin le mencionó como al pasar, que una vez un cliente se olvidó de pagarle la mitad que le debía.
 Solo eso le dijo.
 Avilano no evidenció ningún interés en conocer que ocurrió luego.
 Afortunadamente para él, el haitiano decidió no continuar con el tema.
 Contó el dinero de modo meticuloso. Sus dedos huesudos parecían someter los billetes de cien a una prueba táctil de genuinidad, esbozando al finalizar una de sus sonrisas siniestras con las que parecía expresar satisfacción.
 Depositó el dinero en una urna -aparentemente, consagrada- a través de una ranura. De inmediato, el hombre de color muy oscuro efectuó una reverencia ante un retrato lujosamente enmarcado, quizás en plata maciza.
 Avilano reconoció esa imagen de los años sesenta, vista a sus diez y ocho años en semanarios como Primera Plana o Confirmado y el impacto que produjeron en su juvenil curiosidad.
 Se trataba de una fotografía de Francois Duvalier, el legendario dictador de Haití, personificado como el Barón Samedi del vudú. Llevaba sombrero hongo, traje y anteojos negros, bastón...y una pistola de grueso calibre en su diestra.
 Avilano recordó que Papá Doc, asumía esa identidad diabólica del acervo vudú para generar un sacro terror en su pueblo, lo que robustecía su poder de índole absolutista.
 Lo que le resultó difícil de asimilar, era la oscura orientación del brujo mixturada con la tecnología de punta que empleaba en aras de la malignidad.
 Quizás no es él quién opera la impresora..., pensó, al observar la prolija instalación donde se producían los muñecos empleados para matar por encargo.
 El contraste entre la sofisticación tecnológica y el aspecto siniestro de Faustin, resultaba notable.
 Interpretó que podría ser esa la clave del éxito de sus muñecos: una reproducción fisonómica del objetivo de la ars maligna lo más aproximado a la realidad, para luego insuflarle al muñeco inerte el soplo que proviene del poder letal del brujo.
 -Yo entrego muñeco reproducción fiel de su enemigo, debidamente consagrado para el uso que Vd. le dará. Vd. se encargará de perforarle el corazón con un clavo..., o los ojos, si quiere dejar a su enemigo ciego.
 Vd. es el responsable del daño..., yo solo le vendo el arma. Si Vd. no le aplica la punción al muñeco, el muñeco resulta inocuo; hasta podría dárselo a su nieta para que juegue a que es Ken, el novio de Barbie.
 O sea que el tipo delega en mí la responsabilidad por el daño..., pensó Avilano con aprensión.
 El brujo prosiguió con sus aclaraciones...
 -Yo le vendo un cuchillo. Está en Vd. usarlo para cortar su comida o el cuello de su enemigo.
 Si lo que quiere es aligerar su conciencia, es un tema de él, consideró Avilano, yo tengo muy claro el empleo que le voy a dar y porqué, agregó a la línea de su pensamiento.
 -Mañana estará listo y lo consagraremos. Vuelva mañana.
 El bocor lo acompañó hasta la puerta de calle engarfiando esos dedos esqueléticos en su antebrazo, haciéndole sentir un cierto temor reverencial, como si pudiera visualizar la potencia tenebrosa que lo definía.
 En la acera, se adaptó con dificultad al clima soleado y a la tranquilidad de esa calle de Saavedra, próxima a la Gral. Paz. Más calmo, pensó que todo iba a salir bien y en el corto plazo, el hombre que traicionó su confianza y esquilmó su patrimonio, iba a a morir con apreciable sufrimiento.


 Cada vez le va mejor..., pensó Avilano, luego de dejar el teléfono a través del cual su informante, lo puso al tanto de los últimos acontecimientos en la vida de su enemigo.
 Pasados ciento veinte días desde la consagración del muñeco, la carencia de resultados lo sumió en un total escepticismo respecto a la calidad del procedimiento letal, que el bocor le aseguró que no tardaría más de diez días.
 Se sintió carne de estafa..., primero por su ex-socio, luego por su amigo y su recomendación inconducente, así como por el que consideró un brujo de pacotilla que le esquilmó cinco mil dolares.
 Como asqueado de su propia persona e inmerso en un odio en plena expansión, quemó el muñeco perforado por dos grandes clavos, en la parrilla del jardín, avivando el fuego mediante chorros de alcohol. Vio el rostro de su enemigo derretirse entre las llamas, su fisonomía transformándose en algo horriblemente amorfo.
 Pero ese espanto solo afectaba a un trozo de plástico inanimado: la persona que motivaba su odio, hasta el momento, acumulaba creciente prosperidad.
 Decidió que al día siguiente iría a Saavedra a putear en la cara a ese falsario, al que ya le había perdido todo respeto.


 Finalizaba de afeitarse, cuando escuchó que en un canal de noticias mencionaban el inusual apellido de su enemigo, como el de la víctima de un accidente vial en el que el vehículo que conducía estalló en llamas, quedando los restos carbonizados.
 Estremecido por la información e imbuido de un oscuro sentimiento gratificante, iba a telefonear al bocor para decirle que iría a saldar los honorarios acordados, cuando la mención por parte de un notero enviado al lugar del hecho, de los nombres que se agregaban al apellido, pareció petrificarlo en el living de su casa.
 La identidad correspondía a un primo de su enemigo, al que había conocido por referencias y con quien nunca tuvo trato.


 Ante el bocor, Avilano insistió con que debía hacerle otro muñeco porque el que quemó produjo algo así como un daño colateral, sin perjudicar directamente al individuo con cuya fotografía se diseñó.
 Faustin, más repugnante que las veces anteriores, lo trató de loco; de exaltado que empleó su obra de modo incorrecto, abrumado por una impaciencia que no era pertinente en un tema tan delicado como los muñecos del vudú.
 -Los tiempos para que el daño haga efecto no se pueden pronosticar con exactitud; se entiende que no hablamos de años. No fue una consecuencia colateral, Vd. mató a quien no debía por un empleo temerario, negligente del producto.
 No tenemos nada más que hablar. Ni aunque me pagara nuevamente le haría otro muñeco; clientes como Vd. echan todo a perder y predisponen muy mal a los loas, a las entidades que convocamos.
  Luego de estas palabras, el sacerdote sacó a empellones a Avilano de la casa templo, sorprendiéndolo otra vez con su insólita fuerza física.
 La calle, nuevamente parecía desenfocarlo, como si una sustancia abrasiva se hubiera esparcido sobre su emotividad.
 Como si sintiera el contraste entre su anterior vida habitual y el enrarecimiento que la tríada odio-vudú-muerte, le adosó a su existencia.
 Pensó que alguien murió en circunstancias atroces, por el solo hecho de poseer una relación parental con su enemigo.
 Intentó descreer de ello ubicando el suceso en el ámbito de la casualidad, como se suele hacer con todo aquello a lo que otorgarle una relación causa-efecto, puede provocar escalofríos.
 Con rapidez, revisó mentalmente este planteo: él creía que lo ocurrido fue consecuencia de su accionar; no podía engañarse a si mismo.
 Inicialmente, pagó porque esperaba que sucediera algo diferente a lo que era considerado natural.
 Si ocurrió de modo no previsto, estimó, fue porque debido a un procedimiento equivocado se generaron resultados equivocados.
 Se sintió muy solo.
 Culpable de la horrible muerte de un inocente e imposibilitado de cumplir con un propósito, para el que contaba con el auspicio de entidades a las que quizás no interpretó cabalmente en cuanto a su poder.
 Sumido en pensamientos de esta índole no fue a buscar su auto. Prefirió caminar largamente, hasta aportarle algo de sosiego a su atribulado ánimo.
 La caminata por las calles arboladas de Saavedra, en vez de tranquilidad, le motivó un mayor ensimismamiento y compenetración en los temas que lo afligían.
 Quizás, esa fue la razón por la que no detectó el paso de un automóvil a velocidad excedida mientras él cruzaba una avenida con luz roja, hasta que sintió un tremendo impacto que lo levantó para hacerlo caer sobre el capot del vehículo. El golpe contra el parabrisas lo desvaneció y cayó pesadamente al pavimento.


 Desde el sanatorio donde se hallaba internado con fracturas múltiples y politraumatismos, a sabiendas, de que luego de una dificultosa rehabilitación solo le garantizaban caminar en condiciones muy precarias, atendió el celular que tenía a su lado.
 Se trataba de uno de los pocos movimientos que podía realizar sin ayuda.
  La llamada era de su informante, quién le comunicó que su ex socio vendió exitosamente la empresa-incluida la parte que arteramente le birló-y con los beneficios obtenidos se estableció con su familia en Luxemburgo, donde registró una consultoría dependiente de su presidencia que logró captar importantes cuentas internacionales.
 Avilano, su rostro desfigurado por las heridas que le provocó el accidente, distendió sus labios desgarrados en una escueta sonrisa: recordó el rostro de su enemigo implantado en el muñeco, incinerándose en la parrilla de su casa...


                                                               FIN
































  

lunes, 13 de abril de 2015

¡ BAILA, CARLITOS !...

El muñequito esquemático respondía a la orden de su operador, un individuo grueso, entrado en años, con anteojos de miope y físico algo amorfo.
 Agazapado contra una ochava céntrica, se incorporaba lentamente para abandonar una posición que remitía a lo fetal para iniciar una danza torpe, en la que elevaba sus bracitos y agitaba sus toscas piernas de monigote.
 El secreto de su presunta vida era un delgado hilo de nailon, pegoteado y oculto entre las irregularidades de esa pared descascarada, accionado disimuladamente por el sujeto que lo vendía junto con otros Carlitos idénticos. La mercadería, la llevaba en un bolsón terciado sobre su corto tórax.
 Había algo de ingenuo en esa función, con el latiguillo de...¡ Baila, Carlitos !..., repetido con insistencia por el vendedor del producto, cuya manufactura provenía del núcleo familiar del susodicho.
 Como música de fondo, se escuchaba a viva voz desde una disquería aledaña el hit  del momento...
 Pity Pity Pity...
 entonado por Billy Cafaro, cuya imagen de ruptural barbita y pantalones ajustados, se exhibía en una foto junto a los 33 simples dispuestos para la venta.
 Por cierto, el muñequito seguía su propio ritmo, sin responder al del tema musical cuya letra refería inquietudes adolescentes y juveniles de la época.
 Algunos peatones, detenían su marcha un par de minutos para sonreír escuetamente antes de reiniciarla. No así varios estudiantes de secundaria, que vestían sacos con martingala o los más a la moda, tipo Mike Hammer, largos, con dos aberturas, acompañados por corbatas finitas sobre las camisas de cuello enhiesto por el empleo de ballenitas.
 Los jóvenes, dejaban sobre la acera sus ajados portafolios de cuero o los mantenían prensados contra los pantalones largos, quizás de reciente consagración casi ritual. Con las manos libres, aplaudían entre risotadas y comentarios tales como "baila a los saltitos".
 No eran muchos los que compraban el cartoncito blanco con la figura enrollada en el hilo de nailon, vector de sus movimientos, acompañada por las instrucciones en un papel mimeografiado que se entregaba aparte.
 Cuando parecía que un comprador predispuesto estaba listo para efectuar la transacción, el vendedor percibió con alarma la mueca destemplada del cliente potencial, que comenzó a hablar con voz aguardentosa.
  -Lo que vendés es una mierda...
 Mi hijo y mi cuñado se rieron de mí cuando lo quise hacer y el muñeco se enredo en el hilo...¡Anda a robar a los caminos!...¡Devolvéme lo que pagué!...
 El vendedor de Carlitos lo conocía de vista. Se trataba del lavacopas de un bar americano de las inmediaciones, un copetín al paso, que posiblemente aprovechara un momento libre para abordarlo aún vestido con su indumentaria de trabajo, incluido el birrete blanco de hule.
 El de los muñequitos, percibió el aliento alcohólico del otro, la segura ingesta de vino común de mesa consumido a espaldas del patrón.
 A pesar de estar acostumbrado a las situaciones de la calle, debido a la actividad que desempeñaba y otras que nutrieron su pasado pródigo en precariedades, algo que emanaba del sujeto, le envió una señal de peligro inminente a su instinto de conservación.
 Se disponía a restituirle el importe de la pasada compra, cuando el del bar, furibundo, le arrancó el bolsón con los muñecos que llevaba colgado de una endeble correa.
 El lavacopas dispersó a los Carlitos a los cuatro vientos, entre carcajadas de estudiantes, algunas risas de eventuales transeúntes y la mirada del vendedor que parecía no creer lo que veía.
 El del birrete y delantal era un mozo fornido ya cercano a la treintena, que calzaba zapatillas de lona blanca quizás del 45, con las cuales pisaba a los Carlitos dispersos como si se tratara de cucarachas fugitivas.
 Mientras ejecutaba esa especie de malambo letal sobre los muñequitos de celuloide articulados con hilo de cocer, todos idénticos, como si hubieran sido confeccionados en serie mediante alguna máquina, el sujeto profería cánticos de hinchada que exaltaban a Barracas Central, mofándose de San Telmo y Dock Sur.
 Debido a lo céntrico del ámbito del suceso, un gordo vigilante tomo intervención en el mismo, acercándose al lugar del hecho con el paso despacioso de la autoridad, que trata de demostrar que el tiempo siempre está de su parte.
 En ese momento, el vendedor de los Carlitos emprendió una retirada incondicional.
 La cercanía policial le provocaba escalofríos, recuerdo de no tan lejanas aplicaciones de la picana eléctrica con fines de confesión, debido a un par de detenciones por mero encubrimiento en el escenario del hampa menor. Desde entonces, todo policía por más bajo que fuera su grado, le parecía un mítico comisario Meneses en potencia.
 En su apresurada huida, solo una vez miró hacia atrás. Fue suficiente para ver a sus minúsculas criaturas ser destruidas sin piedad, por violentos pisotones que se continuaban en refregadas de suela plenas de alevosía.
 Pequeños torsos y miembros inferiores y superiores de celuloide, quedaban esparcidos sobre la vereda como testimonio de una furia difícil de atenuar.
 -Me va a tener que acompañar a la comisaría...
 Le dijo el policía barrigón al dependiente del bar, aferrándole el brazo izquierdo.
 -¿ Porqué ?..., respondió el aludido, al liberar su brazo de la presión ejercida por la mano del representante de la fuerza pública.
 -Por contravenir el edicto de ebriedad y otras intoxicaciones.
 Fue la respuesta, a partir de la cual el efectivo solicitó refuerzos mediante los toques correspondientes del pito reglamentario.
 -Voy a perder el trabajo, agente, por favor, no me lleve..., comenzó a gimotear el exterminador de Carlitos, sin reparar en la devastación de celuloide que yacía a sus pies y se extendía hasta el cordón de la vereda.
 Luego que dos efectivos de la Federal se acercaron a la carrera y rodearon al ebrio para impedir su fuga, un grupo de curiosos se formó en derredor de los protagonistas del procedimiento.
 Algunos de los presentes, se condolían de la suerte del que ya detentaba condición de detenido, aunque la mayoría hacía chistes respecto a que un curda no podía laburar en un bar, porque terminaba fundiendo al patrón...
 Alejandro Raúl Gimenez, de quince años, estaba en esa esquina desde que se generó el incidente. No había concurrido al colegio del barrio de Almagro donde cursaba el bachillerato, para deambular por el centro clandestinamente y así evitar la prueba de matemáticas para la que no estaba preparado.  Pensaba regresar a su casa como si hubiera cumplido normalmente con la jornada lectiva, dado que era el día en que su abuela estaba de visita y su madre descuidaba la atención sobre lo concerniente a su estudio, incluidas las abundantes falencias del mismo.
 Sus ojos no se hallaban fijos en la actuación policial, sino en los restos de los Carlitos, desperdigados sobre la acera como si hubieran sido víctimas de un macabro ritual de exterminio, llevado a cabo con meticulosa dedicación.
 Detectó que varios Carlitos no solo habían sido desmembrados, sino también, decapitados. Sus negras cabecitas sin definición de rostro, parecían cercenadas como para consumar un propósito.
 Alejandro, a quién familiares y amigos apodaban "Pocho", estimó que solo la borrachera del tipo que era llevado por la fuerza por tres policías, podía haber producido ese aniquilamiento.
 Como si respondiera a una rara inquietud, dirigió su mirada al Carlitos que se hallaba contra la pared, olvidado por los espectadores y sin la manipulación de quién lo ofrecía a la venta y quizás fuera su creador.
 No necesitaba el reiterado...¡Baila, Carlitos!...
 Lo hacía solo, perfectamente acompasados sus movimientos a la canción que se emitía desde la disquería.
 "Pocho", pudo observar que a diferencia de sus compañeros, el Carlitos no destruido poseía rostro: una cara blanca con mínimos rasgos humanos.
 Incluso, le notó una cierta sonrisita de satisfacción, mientras Billy Cafaro cantaba...
                                                                  Personalidad...yo,
                                                                  Personalidad...si,
                                                                  Personalidad...oh,
                                                                  Personalidad...ay,
                                                                  Personalidad...no,
                                                                  Entonces que haré
                                                                  sin personalidad...
 Fue en este segmento, cuando interrumpieron el tema musical desde la disquería. De inmediato, el Carlitos se llevó la diestra al pecho en un gesto agónico, terminal, derrumbándose sobre si mismo como si se hubiera cortado el hilo de nailon que lo sostenía y que "Pocho", no pudo encontrar al acercarse al caído. 
 El Carlitos de cara blanca lo miraba con los ojitos bien abiertos, inmóvil sobre la vereda, con la rigidez de un cadáver.
 "Pocho", escuchó como desde la disquería arremetían con los sones de...
                                                                  Marcianita,
                                                                  Linda nena...
 Decidió abandonar la esquina con premura.
 Una intempestiva necesidad evacuatoria, lo impulsaba a buscar un baño público con tal urgencia, que temía no llegar a tiempo para satisfacer su necesidad fisiológica en el sitio que correspondía.


                                                                   FIN

jueves, 12 de febrero de 2015

MENSAJES DE TEXTO

 TODAVÍA NO LLEGAMOS
 TODO ES MUY RARO
 Algo inasible, de carácter tan etéreo como una intuición, le indicó a Virginia que su hermano no hacía una broma al responderle de ese modo su sms, en el que le preguntaba si habían llegado bien a su departamento céntrico, al regresar con su esposa de una cena en su casa, ubicada en un country a cuarenta kms. de la capital.
 El mensaje de texto se lo envió al medio día y ellos se retiraron a las dos de la mañana.
 Con aprensión, tomó su celular y le efectuó una llamada, pero la linea se hallaba como muerta y no se estableció la comunicación. Lo mismo ocurrió al llamar a su cuñada.
 En cuanto al teléfono del domicilio de ambos, su llamada pasaba a casilla.
 Virginia sabía que su hermano era excesivamente serio, poco afecto a las manifestaciones de humor y mucho menos, a las que pudieran generar alarma.
 Esta consideración incrementó su inquietud.
 Inmediatamente, se comunicó con amigos y familiares de su hermano y cuñada, quienes no tuvieron hijos en su más de treinta años de casados, pero nadie sabía nada respecto al paradero de la pareja.
 Ante un posible caso de inseguridad, concurrió con su marido a realizar una denuncia en sede judicial por desaparición de personas y presunción de delito, sumidos ambos en el dolor y la incertidumbre.


 El primer aniversario de la desaparición de su hermano y cuñada, resultó pura angustia para Virginia y sus allegados, dado que a pesar de las exhaustivas búsquedas realizadas por las autoridades competentes, seguía sin saberse que ocurrió con el matrimonio así como con su automóvil.


 Al cumplirse el segundo año del desgraciado suceso, aún sin el mínimo indicio sobre lo acaecido, Virginia fue testigo del choque de una paloma contra la ventana del living de su chalet de estilo californiano, en el country a cuarenta kms. de la capital.
 Inmersa en un abatimiento que se ahondaba en los aniversarios, interpretó la muerte del ave como un signo ominoso.
 Ominoso..., pensó, fue el adjetivo más empleado por los medios para calificar el suceso que involucró a su hermano y cuñada, tema que seguía teniendo interés periodístico a pesar del tiempo transcurrido desde que fue noticia.
 Recordó el estupor generado en la opinión pública, cuando los peritajes no pudieron determinar desde donde se respondió su mensaje de texto.
 Era como si ambos desaparecidos, hubieran ingresado a la nada en auto...
 Decidió acercarse a los restos mortales de la paloma, como si obedeciera a un sentimiento algo repulsivo, inconveniente.
 Como en una repentina iluminación mental, recordó sus lejanas clases en la carrera de historia en la UBA, en las que un profesor mencionaba que los incas, ante el mar sin límites visibles, consideraban hallarse frente a las fronteras de la nada, ni siquiera la posible terra incognitis de los europeos de la época.
 No.
 La pura nada. El no ente.
 Tal estrato..., pensó, ...¿ Podría absorber un vehículo automotor con dos personas a bordo ?...


 El ave se hallaba intacta en apariencia, pero estaba muerta.
 Virginia pensó que no la mató el golpe contra la ventana, sino alguna patología preexistente.
 La sorprendió el color gris del plumaje, como impregnado de una rara iridiscencia, sorpresa que se acentuó al observar un canutillo adherido a una pata del volátil.
 ¡Era una paloma mensajera!..., dijo en voz alta aunque no se hallaba acompañada. Se dirigió a la cocina para retirar un par de guantes de látex de empleo doméstico y se dispuso a revisar los restos.
 Con aprensión, detectó que el cadáver era más pesado de lo que correspondía, como si no concordara con las características de la especie. Se propuso desechar los guantes cuando concluyera con la inspección.
 Lo que parecía un canutillo, era un pequeño tubo con tapa a rosca confeccionado con un material que la mujer no pudo identificar, como si se tratase de un plástico metalizado.
 Lo abrió sin dificultad y extrajo de su interior un papel enrollado, mientras el cuerpo sin vida de la paloma parecía corromperse minuto a minuto en un proceso absolutamente anómalo.
 Arrojó esa masa orgánica en descomposición al recipiente de basura, mientras evitaba dificultosamente un vómito.
 Desenrolló la esquela, que bruscamente pareció arrugarse.
 Decía...
 TODAVÍA NO LLEGAMOS, PERO YA NO NOS PREOCUPA LLEGAR.
 En letra de imprenta, con el mismo tipo de inclinación que tornaba inconfundible la caligrafía de su hermano.
 Apenas concluyó la lectura del texto, cuando el papel de la nota se desintegró ante sus ojos, pulverizándose, como si hubiera estado muchos siglos resguardado de la luz solar y no tolerara el contacto con el aire.
 Como si presintiera la situación, abrió con premura el recipiente: la paloma muerta había desaparecido de los desperdicios como si nunca hubiera existido; sin dejar el mínimo rastro.
 Aunque lo buscó afanosamente, no pudo hallar el pequeño tubo con tapa a rosca. Lo que si encontró, fue el par de anteojos bifocales de su cuñada, con marco delicadamente coloreado, que podría llegar a suponer se habría olvidado aquella aciaga noche.
 Virginia pensó con horror, que quizás los necesitara desesperadamente.



                                                               FIN