lunes, 18 de mayo de 2015

DON ALFONSO LANZA EN RISTRE

 -¿Que pasa?..., se pregunta a si mismo, al advertir que la sola presencia de la mujer ante él, a los fines de levantar el pedido, le provoca una respuesta genital desmesurada, habida cuenta de las considerables décadas que porta sobre sus espaldas.
 Viudo que vive solo, Alfonso Anselmo Soriano, de 84 años, es un agradecido a la vida; fundamentalmente, porque sabe que al final le brinda al ser humano la posibilidad de empatar con sus congéneres, sin revancha posterior, poniendo fin al triunfalismo compulsivo que lo obsesionó desde que abandonó la Castilla de su nacimiento. En esos días, siendo un niño, asumió que para derrotar a la pobreza natal debía constituirse en un guerrero, en combate permanente contra los demás.
 Más precisamente, en un conquistador, categoría que aún no deja de provocarle las tensiones de la competencia y la consiguiente erosión de su emotividad, dado que es consciente de su nivel etario y las vulnerabilidades que conlleva.
 Don Alfonso, no desconoce las virtudes del sildenafil y lo emplea desde su lanzamiento comercial, pero lo que le ocurre es una manifestación espectacular de deseo, de deseo espontáneo.
 Ingresar a un bar a beber un café, es un acto rutinario en sus costumbres, pero que se le empine de tal modo a la vista de una camarera que solo circula por ese ámbito con displicencia laboral, le resulta una maravillosa excepción. Algo que le insufla alegría, la que puede articularse con su condición de jubilado privilegiado, de interesante patrimonio y muy escasos derecho habientes potenciales.
 Don Alfonso, hombre que enfrentó las contingencias lanza en ristre, como el mio Cid, su  personaje emblemático, interpreta que una batalla se halla próxima.
 Como debe ser, como lo fue durante tanta acumulación de lustros de duro bregar, debe vencer como si respondiera a mandato divino. Como si una nueva cruzada (el hombre es falangista convencido ) le requiriera aventar todo el fastidio de la vejez, para aplicarse con ahínco a establecer el triunfo.
 Con la fe que supera toda adversidad..., musita como en una plegaria, toda decadencia física y espiritual.
 Inconcebible..., piensa, al sentir que su miembro adopta nuevamente la posición de... ¡Presenten armas!..., cuando la moza le trae un café humeante, virilmente cargado, acompañado por un vaso de soda donde bullen las burbujas.
 ¿Como encarar?...
 Tal inquietud, se instala en su mente con ímpetu acuciante.
 Halla la respuesta, tras cinco minutos de degustar la infusión bien cargada, como a él le gusta.
 Decide que al pedir la cuenta, intentará una ofensiva a fondo, plena de audacia, despojada de pusilanimidad, como corresponde a un macho cabrío de su edad.
 Estoy caliente como un chivo..., piensa con la alegría del viejo guerrero que se comprueba intacto, presto para afrontar nuevos entreveros.
 Ella se acerca a cobrar de modo laboralmente rutinario, su abundante figura, contorneada por el uniforme negro que se acompaña con un delantalcito blanco con volados.
 -Veinticuatro pesos, señor.
 Le dice con voz desprovista de sensualidad impostada, pero al menos para él, plena de inflexiones que remiten a una gozosa carnalidad.
 -El vuelto para vos..., le responde entregándole tres billetes de diez pesos.
 -Gracias, señor. Buen fin de semana.
 Contesta la joven, apelando a la formula actual para los días viernes.
 Don Alfonso arremete con enjundia, como Ruy Díaz de Vivar contra los almorávides, trocando la potencia de la mano que empuña la tizona por la elocuencia expresada con fines amatorios.
 -Buen fin de semana sería pasarlo con vos. Conversar, comer el jamón de Jabugo y el queso manchego que tengo en casa; beber hasta saciarnos la sidra asturiana de la que dispongo y los tintos de La Rioja o los blancos del Rivero.
 Y amarnos con frenesí, sin pudor ni egoísmo, para celebrar la gloria de los cuerpos en goce y las almas abroqueladas en el ejercicio del amor.
 Toma aire, como para oxigenarse luego de una furiosa carga de caballería y prosigue con su declamación.
 -Buen fin de semana sería, adorada desconocida, amarnos como si quedara poco tiempo antes de una hecatombe anunciada y disfrutarnos como en cumplimiento de un impulso que nos trasciende.
 Don Alfonso respira con la boca abierta, como si proferir la declaración, hubiera activado la disnea que le recuerda sus cinco décadas pasadas como acérrimo fumador de tabaco rubio.
 El veterano triunfador en lides amorosas y comerciales -no así bélicas, dado que emigró siendo un niño antes de 1936- espera ansioso la respuesta femenina, ávido de seguir reconociendo su valía batalladora, que ya habrá tiempo para el empate sin revancha.
 La muchacha le presenta una sonrisa escueta.
 -Disculpe, señor..., le dice mientras se desplaza lateralmente para atender su celular.
 -Te dije que no me llames en horario de trabajo, mi amor..., exclama con voz susurrante, que solo debería ser escuchada por su interlocutor, imaginate, ahora estoy atendiendo a un gallego jovato que parece que se fumó varios porros...
 Corta la comunicación y se dirige a responder el requerimiento de otra mesa.
 Don Alfonso, víctima de una desconsideración que se puede considerar como explícita, se percata del desaire.
 Asimila el mismo y se retira del bar sin mirar atrás.
 Gané otra vez..., piensa con regocijo, esta golfa me parece que es una viuda negra que si la llevo a casa, seguro me duerme con soporíferos y me deja en pelotas. Por suerte, me di cuenta a tiempo.
 Satisfecho, apura la marcha, mientras trata de obviar esa tocesita de añejo tabaquista, que parece incrementarse con cada paso y con la noche que ya se insinúa.


                                                                      FIN












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