martes, 8 de marzo de 2016

EN EL RECINTO DE LA DUCHA

 Como siempre, bañarse en el cubículo sobre el que se halla instalada la ducha, le resulta complicado.
 Hombre de contextura robusta, sufre la incomodidad de enjabonarse meticulosamente, como lo  hace desde los lejanos años de su infancia, con la cortina que cuelga del barral curvo para evitar que se empape el piso, literalmente pegada a su piel.
 Este contacto vinílico le genera una sensación opresiva, manifiestamente desagradable, que se acrecienta a medida que la tela plástica decorada con rombos de alegres colores parece ir envolviéndolo con fines adhesivos.
 La diferencia con las demás veces, es que en esta ocasión, no puede deshacerse de ella.
 La cortina va ciñendo su cuerpo como la boa constrictor con sus víctimas, mediante un abrazo cuya presión conduce a la asfixia.
 Con esfuerzos denodados intenta desprenderse de lo que ya considera un ataque, sin resultados favorables. Estima que por algún proceso indescifrable, lo inerte cobró vida...y quizás necesita alimentarse.
 Comienza a gritar desesperado, aunque sabe que vivir solo en ese departamento interno no facilita que alguien lo escuche; con horror, siente que el plástico le cubre la boca y los orificios nasales. Como en un relampagueo fugaz, alcanza a lamentar mentalmente su desidia: hace años que decidió comprar una mampara de acrílico para reemplazar la maldita cortina...y nunca lo hizo.

                                                                 FIN

jueves, 3 de marzo de 2016

BRAZOS HACIA EL CIELO

 Hacía alrededor de media hora, que se hallaba en la esquina muy transitada recostado contra la pared, ensimismado, como si acumulara cierto íntimo fervor conducente a un estallido.
 El bullicio de transeúntes y vehículos, el tráfago urbano habitual pródigo en su cacofonía de voces y de escapes, de bocinas y chirridos de frenos, no parecían alterar el carácter casi extático de su presencia.
 En determinados momentos, se mecía la barba de cuidado recorte y tonalidad enteramente blanca, en actitud de considerar si se trataba del instante apropiado para la realización de un acto trascendente.
 El traje que vestía, negro, de buen corte, parecía realzar la palidez de su rostro de hombre maduro de porte elegante, delgado sin exageración, de semblante armónicamente anguloso. No usaba corbata y la camisa de cuello desprendido lucía un color blanco inmaculado.
 Recreaba en su mente la antigua canción de Serrat: harto ya de estar harto ya me cansé, de preguntarle al mundo por qué y por qué...
 Decidió elevar el nivel de la interrogación, que su experiencia de vida próxima a las siete décadas, le daba a entender que carecía de respuesta humana.
 Con el semáforo en rojo, se situó en el centro de la avenida, lo que provocó un caos vehicular de acciones elusivas y puteadas de conductores iracundos, que reaccionaban con la mayor violencia verbal.

 -¡Elohim!...
 El grito resultaba monumental en su sonoridad. Como si quién lo emitiera, hubiera desgarrado sus pulmones con el único fin de interpelar al creador de modo definitivo, en un intento de horadar su silencio con la estridencia de una vocalización de índole primordial.
 Arrodillado en medio de esa avenida transitada por profusión de vehículos, el individuo que pronunció el sacro nombre con intensidad desmesurada elevaba sus brazos al cielo, en actitud de implorar una señal que implicara respuesta y potestad.
 Lo hacía con los ojos cerrados como en trance, ante el estupor de los peatones, que rápidamente prorrumpieron en un coro de expresiones tales como loco de mierda, unidas a la de los automovilistas y choferes de colectivos preocupados por no embestirlo y no colisionar entre ellos.
 Un pequeño automóvil de tres puertas, conducido por un joven posiblemente inexperto, al pretender evitar llevarlo por delante salió de su carril con rumbo errático, para culminar su derrotero incrustándose contra un negocio de ochava, entre estrépito de vidrios rotos y sonidos de desastre.
 Inmediatamente, se generó un tumulto que obligó al sujeto de la garganta estragada a escudarse tras un par de policías, para no ser víctima de un conato de linchamiento dirigido a su persona.
 Hablaban de la muerte de un inocente, pero el hombre del traje negro semejaba hallarse complacido.
 Pensaba que el seguir con vida, comprobaba que la divinidad se había manifestado.
 Consideraba que así como los jueces se expresaban a través de sus fallos, el del juicio final, lo hacía en relación a las circunstancias que le depara a los individuos y se añaden a la sustancia de la vida.
 -En mi caso -le dijo con un hilo de voz al policía que lo protegía de la ira del gentío- me apartó de la pena capital porque yo debía comprender. Es gesto de potestad que evalúo como respuesta, dado que al llevarse un alma inocente me indica que sus propósitos siempre serán inescrutables; ajenos a la evaluación humana con parámetros de dicha y desdicha, ya que él distribuye los destinos sin explicaciones.
 Por lo cual, oficial, debemos asumir nuestra categoría de insectos con amplias prerrogativas, entre las que no se halla interrogarlo.
 El uniformado, decide esposarlo, a pesar de que el caballero entrado en años no exhibía conducta agresiva alguna.
 -No aguanto su sonrisa. Pedí asistencia psiquiátrica.
 Le comentó a su compañero que manipulaba el handy.
 Sentado en el cordón de la vereda, esposado por la espalda como un delincuente, el hombre del traje negro ostentaba una sonrisa beatífica, a pesar de los insultos de la multitud y algún escupitajo que quedó prendido en su ropa.
 Nada de esto me importa, pensaba, es el precio a pagar por haber accedido al contacto superior.
 Su satisfacción, parecía enardecer a la muchedumbre que lo rodeaba, pero él se sentía ajeno a la indignación popular, solo, inmerso en su flamante condición de elegido.


                                                                  FIN