jueves, 26 de enero de 2012

Ese sentimiento de asco...,no figurativo, concreto...

                                                              EL SELLO DEL PRINGUE

 La baranda de la escalera...
 No cesaba de maldecirla mientras ascendía casi empujado por la multitud.
 ¿Por qué carajo tuvo que tocarla?..., con el resultado de embadurnarse la mano con una sustancia indiscernible, mientras la marea humana de la hora pico lo llevaba a seguir ascendiendo.
 Con la derecha enhiesta, llegó al puente de la estación ferroviaria suburbana que comunicaba con el lado Este.
 Pudo hacerse a un lado, sacar un pañuelo de la mochila y proceder a la limpieza de su diestra enchastrada; al menos, parcialmente, dado que se trataba de una sustancia repulsiva, mucosa, de un color amarillento y singularmente pegajosa.
 A medida que la patina viscosa desaparecía, se acrecentaba su inquietud respecto a la composición, de lo que ensució asquerosamente su derecha.
 Llegó a la conclusión de que se trataba de algo orgánico, no podía establecer de que orden, combinado con grasa de litio o algún producto afín.
 En su trabajo, realizó una escrupulosa limpieza de los restos del emplasto mediante el uso de alcohol, que actuó como eficaz disolvente
 Se olvidó de lo ocurrido y el día transcurrió con normalidad, o sea, cumpliendo una rutina de operario que consideraba inferior a su capacitación laboral, pero era lo que había; por otra parte, debía mantener a su mujer y a su hijito de ocho meses y la situación no daba para hacerse el exquisito.
 Por suerte, vivía en la casa de sus suegros, donde se estaba haciendo una casita en el fondo libre.
 O sea, también trabajaba los fines de semana, en este caso, de improvisado albañil.
 Su hora de regreso del trabajo coincidía con la de centenares de miles de personas, que abarrotaban los medios de transporte deseando arribar a sus hogares lo antes posible.
 En su caso, la máxima peronista de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, se cumplía a rajatabla.
 Es que como alguna vez le mencionó su tío, él era un mozo flor, trabajador y sencillo, enemigo del codillo, la farra y el mostrador.
 Recordar esto le hizo disimular una sonrisa, mientras se adentraba en el colectivo que lo transportaría a la estación de ferrocarril donde debería abordar un tren atestado de pasajeros.
 Así de lunes a viernes..., pensó, mientras se aferraba a la viga metálica suspendida del techo, de donde colgaban a intervalos regulares agarraderas, que se hallaban todas ocupadas.
 De inmediato, su diestra tomó contacto con algo tibio y granuloso, que impregnaba el sitio exacto donde se aferró al travesaño.
 Su rostro se congestionó por la ira, que parecía nublar su razón a medida que la sustancia pegajosa se expandía bajo su mano derecha.
 Le resultaba difícil creer que era cierto: había ocurrido nuevamente.
 Otra vez su mano se posó sobre una superficie ensuciada adrede, ya que eso no llegó hasta allí por accidente.
 Miró a su alrededor: los pasajeros que lo rodeaban parecían totalmente ajenos a su circunstancia, que por otra parte, pensaba a fines de atenuar la sorda rabia que sentía, no era algo brutal.
 Si lo comparaba con los terribles hechos que le podían ocurrir a cualquiera, solamente con salir a la calle o incluso, dentro de su casa, esto era algo intrascendente.
 No tardó en  desechar estos pensamientos, que le parecían compensatorios de su podrida suerte; porque solo al azar podrían obedecer estos sucesos, que si bien no eran letales ni provocaban lesiones permanentes, le lastraban su día con una carga asquerosa.
 Otra vez recurrió a su pañuelo-que había lavado en el baño de su lugar de trabajo-para higienizar precariamente su mano derecha, embreada con la sustancia inmunda.
 Durante el resto del viaje en colectivo y en tren, no dejó de pensar en la rara casualidad que lo afectaba.
Lo mismo, mientras caminaba las escasas cuadras que había entre la estación y su casa.
 Reparó en que esta vez el pringue-como su abuelo gallego denominaba la materia de tipo viscoso concentrada en un sitio determinado-adoptó características de emplasto con olor ofensivo.
 A tal punto, que los individuos que estuvieron en derredor suyo durante el viaje en colectivo, se alejaron hasta donde les era posible, sin disimular sus muecas de asco.
 Arrojó el pañuelo nuevamente sucio, en un volquete estacionado en la esquina de su casa.
 Bastó que aferrara la manija de la puerta de calle de su vivienda, cuando sintió en su derecha no del todo limpia, la sensación tibia de un nuevo pringue cubriendo su mano, esta vez con cierto olor a desechos industriales, como a barros contaminados o sustancias similares de aroma nauseabundo.


 Mientras compartía una ronda de mates con su mujer, algo más tranquilo, intentó con ayuda de ella, esclarecer-de ser posible-la índole racional de lo que le estaba ocurriendo.
 Estaba de acuerdo con Tami, en cuanto a que el enchastre de la manija de afuera lo podía haber hecho alguien con ganas de joderlos a ellos o a los padres de ella, aunque no tenían conflictos vecinales, laborales, familiares, políticos, deportivos, religiosos o de lo que fuere.
 Por lo tanto...
 De haber un enemigo...
 ¿Quién era?...
 Además, exceptuando la manija de la puerta de su casa...¿Como podría saber el supuesto enemigo, que punto exacto iba a tocar en una escalera pública o en el travesaño de un colectivo?...
 Ambos coincidieron en la conclusión de sus razonamientos: todo fue una combinación de casualidad con la travesura de un niño que ensució la manija de la puerta.
 Más calmo, sosegado por la charla con su mujer, contenido por la serenidad reflexiva de ella, se olvidó del tema y participó en bañar al bebé al que ambos adoraban.
 Después de acostarse, buscó el calor que ella le proporcionaba generosamente, gozando también de sus senos henchidos por la lactancia, disfrutándola toda.
 A la mañana temprano, después de los mates de rigor y los bizcochos 9 de Oro, se fue contento rumbo a su trabajo, dándose vuelta para verla a ella saludándolo con un beso volador y sintiéndose regocijado por el avance de la obra; su obra, realizada como le decía su suegro, a puro pulmón.
 Pensó que cuando cobrara el aguinaldo, iba a contratar un albañil para que lo ayudara a terminar el baño.
 Estos pensamientos lo acompañaron hasta ascender al colectivo.
 Recién en ese momento, recordó los enchastres a repetición y se fijó muy bien donde colocaba las manos.
 Acostumbrado a viajar parado a esa hora, se sorprendió gratamente al ver que dejaban un asiento libre que estaba a su alcance; se sentó con prontitud, ganándole la posesión a dos pasajeros que quedaron rezagados en el intento.
 No pasaron más de veinte segundos, cuando sintió algo tibio bajo su trasero.
 No lo podía creer:
 Se había sentado sobre un charco pútrido, algo así como un omelette de mierda con vómito.
 Quienes integraban el pasaje lo miraban, reprimiendo risas cómplices entre unos y otros.
 Recordó el 11 de setiembre de 2001, cuando vio por televisión la placa que decía:
                                                                 U.S. UNDER ATTACK
y aunque no sabía inglés supo lo que significaba.
 Él se hallaba bajo ataque y al igual que en el S11, desconocía a su enemigo.
 Descendió en la primera parada sintiéndose humillado, desorientado y con el pantalón sucio como si se hubiera cagado.
 Iba a llegar tarde a su trabajo y perder el premio por presentismo, pero eso ya le parecía accesorio, ante la agresión que estaba recibiendo sin poder identificar móvil y origen de la misma.
 No quería comentárselo a Tami, aunque sintiera necesidad de tomar el celular y decirle que ya estaba claro que todo era intencional.
 No quería preocuparla con algo que ella no podía solucionar.
 Repasó mentalmente su vida anterior.
 Realmente, no hallaba humillados y ofendidos por parte suya, que tuvieran intensión de vengarse, pero aunque así fuera...¿Como conocían el sitio justo que él iba a contactar?...
 Cuando pisó algo gelatinoso, semiescondido entre los yuyos que se mezclaban con las baldosas de esa vereda suburbana, cuando ese emplasto pareció absorber la suela de su zapato derecho, supo que su enemigo no pertenecía al reino de este mundo. Sabía donde daría su próximo paso, o sea, conocía su destino.
 Y la constante era el enchastre.
 Su zapato derecho se iba pegoteando al suelo como si estuviera engrudado, tornándole dificultoso el avance.
 El pibe que posó  en su mano un volante-sin darle la opción de rechazarlo-pasó corriendo a su lado, haciendo imposible que pudiera recriminarle que estaba impregnado de una sustancia asqueante que empastó su mano izquierda.
 Percibió como si lo embargara una cierta lasitud...; se sintió sucio, pero con pocas ganas de limpiarse.
 Parecía como si hubiera sido designado, deposito de inmundicias pringosas, como hubiera dicho el abuelo gallego.
 Cuando un emplasto grumoso de fuerte fetidez, impactó su cabeza, proveniendo desde los pisos superiores de una obra en construcción que quizás se convertiría en una clínica sindical, no le interesó hallar a los culpables del derrame, mientras la sustancia pútrida le chorreaba por el rostro.
 Circulaba poca gente por el lugar; todos desviaban la mirada al cruzarse con él o apresuraban el paso.
 También pudo detectar risas furtivas.
 Él no se consideraba un individuo devoto, pero creía en Dios y en los sacramentos.
 En sus cavilaciones, recordó la omnipresencia del Todopoderoso.
 Esta reflexión lo perturbaba.
 No quería analizar lo que le ocurría desde esta óptica, que por otra parte, también podía implicar la presencia del demonio.
 Pero esta concepción se imponía en sus consideraciones, dado que el criterio racional parecía desbordado por los acontecimientos.
 Decidió rezar.
 Orar con sincera unción.
 Adecentaría su aspecto hasta donde pudiera e ingresaría a la primera iglesia o capilla que encontrara en su camino.
 Aunque ingrese sucio, saldré limpio..., pensó, mientras aligeraba sus pasos a pesar del zapato pringoso.
 Antes llamaría a su trabajo para avisar que tuvo un inconveniente grave; al día siguiente lo aclararía.
 Se limpió como pudo con papel de diario que halló en la calle, incluso, con césped y yuyos, pero interpretó que el resultado debía ser desastroso: desparramó la inmundicia.
 La empleada de recursos humanos de su lugar de trabajo, asentó la inasistencia con voz neutra.
 No llegó a cortar la comunicación con su celular, cuando un camión con semiremolque de cinco ejes pasó a su lado, removiendo un charco de aguas servidas estancadas junto a la vereda, que estallaron sobre su humanidad como un tsunami cloacal.
 No quiso mirar su pantalón, ya no le importaba.
 Corrió en línea recta, sabía que a unas cuadras se hallaba el sitio consagrado a donde se dirigía.
 Conocía la localidad y la importancia milagrosa de ese lugar.
 Ya no recordaba el horario de misas, pero debía refugiarse en el ámbito sagrado.
 Jadeando por el esfuerzo de la carrera, disminuyó la marcha para recuperar aliento, pero al observar palomas revoloteando imaginó lo que sobrevendría. Nuevamente tomó velocidad, sus piernas moviendose como pistones, para que las aves no le defecaran encima.
 Cuando dejó atrás a las volátiles, pensó que quizás podría modificar lo que parecía ineluctable: anticiparse al destino.
 No llegó a completar su reflexión, cuando en plena carrera uno de sus pies se desplazó sobre un baldosón cubierto por una patina resbaladiza, de aspecto diarreico, que no pudo visualizar con antelación para poder evitarla.
 La caída resultó aparatosa y decididamente nociva: sus movimientos de brazos para restablecer el equilibrio no pudieron impedir que cayera de espaldas, golpeándose la nuca contra el cordón de la vereda.
 Un hilillo de sangre asomaba por la comisura izquierda de su boca, goteando sobre los soretes de perro que se hallaban esparcidos en el lugar, alguno en contacto con su mejilla.
 El celular, sonaba con ringtones ricoteros en sucesivas llamadas.
 Era Tami, que quería comunicarle que le pareció que el nene dijo papá.


                                                                       FIN

viernes, 20 de enero de 2012

No se me ocurre que decir sobre la siguiente pieza de narrativa breve...

Me hallo perplejo.

                                                        LA IMAGEN TERMINAL

 Fue una sensación breve, de inusual intensidad:
 Detectó en el semblante de ese individuo, los razgos contraídos por el espanto de aquellos que sufrieron muerte violenta: la faz de esos cadáveres.
 Él conocía  el tema. Como policía retirado, más de una vez observó la gestualidad detenida en el instante atroz e inapelable.
 Pero ese tipo que usaba anteojos bifocales, estaba vivo.
 Descendió del subte tras él.
 ¿Olfato policial?..., más bien, interés casi filosófico de un sujeto perceptivo, burilada su personalidad por una brillante carrera profesional en el área de la investigación criminalística.
 Sin ser forense, tantas veces se encontró en muda interrogación ante restos humanos como buscando un entendimiento oculto, no racional, que le permitiera develar lo último que quedó impreso en la retina de esos muertos, o sea, la figura de sus victimarios o el momento preciso de la circunstancia accidental.
 El policía no habría hecho una cuadra tras ese hombre de anteojos, cuando lo vio cruzar la avenida con luz roja para los peatones:
 Quién conducía el Chevrolet Vectra no lo pudo esquivar y lo elevó por sobre su capot, haciendo que cayera sobre el asfalto de modo brutal, para seguidamente ser arrollado por un  taxi que le pasó por encima.
 Hubo choques casi en cadena, frenadas bruscas, conductores desesperados maldiciendo a ese demente y a la puta suerte que les tocaba, gente absorta, automovilistas preocupados por ópticas rotas.
 El policía retirado corrió hasta donde se hallaba la víctima, que estaba tendida sobre el pavimento en una postura distorsionada, no natural, que revelaba el carácter de desnucada por los golpes recibidos. Los ojos desorbitados parecían mirar el cielo; las gafas destruidas se hallaban alrededor, esparcidas en fragmentos.
 El veterano comisario mayor descubrió, perplejo ante la evidencia, que el cadáver exhibía el mismo semblante de mudo horror, que observó a bordo del subte cuando el individuo estaba vivo.
  ¿Lo estaba?...,pensó, sin atreverse a cerrar esos ojos que ahora parecían interrogarlo a él.

                                                                     FIN

jueves, 19 de enero de 2012

Ciertos encuentros en la vía pública...

                                                                 ¿COMO TE VA, TUCHO?...

 Lo repetía efusivamente, rodeándolo con un abrazo de anaconda.
 Miguel intentó deshacer esa muestra de cariño equivocada: él no era Tucho.
 Se lo dijo, pero el otro no lo quería entender.
 -¡Siempre el mismo gracioso, Tucho!...
 Miguel supuso que para los transeúntes que circulaban a su alrededor, se trataba de un encuentro entre viejos amigos.
 Pero eran dos desconocidos.
 Dos individuos cincuentones, uno robusto y efusivo y el otro de apariencia débil y vacilante-Miguel-que parecían reiterar abrazos de reconocimiento.
 De ficticio reconocimiento.
 Miguel percibió algo similar a un flash mental:
 Este tipo me va a matar...
 El puñal se adentró en su vientre hasta la empuñadura, mediante un súbito movimiento profesional; salió tan rápidamente como había ingresado, debido a la canaleta sangradora que dividía la hoja del arma blanca.
 -Te lo manda Benavidez.
 Fue lo último que escuchó Miguel antes de morir desangrado, perforado como los sacos de arena en las prácticas de carga a la bayoneta.
 -¡Auxilio!...¡Auxilio!...¡Llamen al SAME que este hombre está herido!..., gritó el homicida, mientras ascendía al asiento del acompañante de una moto que lo estaba esperando, cuyo conductor llevaba un casco polarizado y aceleró rápidamente, mientras el del puñal se colocaba un artefacto similar.
 Un corrillo de peatones estupefactos, rodearon de inmediato al caído, llamando al 911 desde sus celulares.
 Entre ellos, un cincuentón de aspecto débil y desgarbado miraba fijamente al muerto.
 -Vamos, Tucho, se ve que es tarde para ayudarlo, no tenemos nada que hacer aquí, no seamos morbosos. Que en paz descanse.
 Le dijo la mujer de mediana edad que se hallaba a su lado; gorda, de presencia descuidada y poco pulcra.
 Insistió, hasta que el hombre desvió la mirada del cadáver.
 Cuando escuchó que un testigo dijo que al occiso lo llamaron Tucho, pensó que los sicarios de Benavidez se equivocaron nuevamente.
 Le dio el brazo a la mujer y se alejaron con paso rápido.
 Pobre tipo..., musitó con un sentimiento de compasión, no exento de crispado regocijo.
 Pero el alivio que sentía fue breve:
 Sabía que no hay dos sin tres y que la tercera es la vencida.

                                                                     FIN

sábado, 14 de enero de 2012

¿Qué es mejor, que la divinidad se exprese o que guarde silencio?...

                                                                                         614

 Que el judaísmo es una religión preceptiva, en la cual el observante es más justo, cuando más se acerca al cumplimiento de los 613 preceptos, resulta, si se quiere, una percepción conocida. Pero que existe el precepto 614-ajeno al Pentateuco-es un conocimiento al que pocos accedieron.
 Entre estos, se encuentra Mordejai, quien cumple con los 613 restantes y desconoce en que consiste el siguiente mandato divino.
 ¿Como puede ser que D--- lo condene a esta incertidumbre, luego de cumplir con los 613 anteriores, con el mayor esfuerzo y obediencia debida?...
 Es la primera vez que Mordejai cuestiona un designio del creador.
 Por supuesto, lo hace dentro de lo  establecido al respecto, pero su emotividad encorsetada  por los cánones, parece desbordada.
 Justicia e injusticia son términos difusos en su estructura mental.
 ¿Quién es él para cuestionar los designios del Altísimo?...
 De la interpretación de los mismos se encargaron los sabios talmúdicos.
 Su obligación consiste en seguir literalmente ese compendio preceptivo, como lo ha hecho hasta ahora, lo que le generaba un profundo orgullo.
 Orgullo.
 Quizás este atributo de su comportamiento molestó a D---, haciendo que accediera a un dato no revelado:
 Solo conocer que existe, pero desconocer en que consiste.
 La fuente de la que emana la aseveración sobre la existencia del precepto 614, le resulta inobjetable.
 Por lo tanto, existe.
 ¿Será en lo referente a lo alimentario?...
 ¿En lo que concierne al contacto físico con la esposa?...
 ¿Tendrá que ver con el shabat y su observancia?...
 O estará vinculado a las funciones fisiológicas, al modo de comerciar con quienes integran las naciones, a la santificación de las fiestas...
 Vaya a saber.
 No puede entrar en un juego de adivinanzas.
 Por otra parte, la existencia de un precepto secreto, ajeno a la mishná, lo lleva a un pensamiento casi sacrílego:inmiscuirse en el propósito divino.
 Pero no puede dejar de pensar en el por esta decisión enloquecedora de D---, que empuja al justo al terreno especulativo y lo aparta de la ciega observancia.
 Mordejai sentía que sentimientos encontrados colisionaban en su psiquis.
 El tema que lo atormentaba, superaba la consulta con su rebe.
 El rabino de su comunidad le dijo que solo el rezo, el estudio de los textos sagrados y el tiempo(Que el Bendito decida extenderlo...), podrían llegar a generar un alivio a su inquietud.
 Desencantado, Mordejai decayó en la contracción al trabajo en el rubro joyería, que hasta ese momento desempeñaba con eficiencia.
  Excelente artífice, sabía modelar metales nobles.
 Incluso, ensimismado en descubrir el precepto oculto, descuidó la observancia de otros, por ejemplo, el cumplimiento del débito conyugal con su mujer, a la que nunca vio desnuda.
 Se sentía extraviado en un universo personal que bruscamente se desquició y paulatinamente se desintegraba.
 Ya no bastaba el rezo casi feroz con las rítmicas genuflexiones, ni portar el sagrado rollo de la Tora en la sinagoga, con lo que los demás reconocían su ejemplar devoción.
 En lo que era de su mayor interés, ningún avance.
 Una noche, despertado por los ronquidos de su mujer que parecían poder derribar los muros de Jericó, Mordejai pensó lo impensable, que el Señor de los Ejércitos podría ser cruel, aún con los más preclaros varones de la Casa de David.
 Esta idea se incorporó a su mente con carácter de suplicio, porque implicaba aplicarle atributos humanos al divino comportamiento. Le resultaba inaceptable.
 A lo sumo, podría considerarse que era una prueba más de las que empleaba el Altísimo con su pueblo, en forma individual o colectiva, para afianzar su supervivencia y lealtad, por cierto, siendo algunas de ellas decididamente tremendas.
 Pero a Mordejai no le bastaba tal explicación, muy difundida.
 Pensó que ya no era un justo en el sentido totalizador del concepto.
 No importaban los 613 preceptos cumplidos.
 Se sentía estafado.



 El grupo ultraortodoxo al que pertenecía Mordejai, procedió de modo institucional para que sea recibido en un establecimiento neuropsiquiátrico adecuado, luego de ser hallado por su familia y vecinos, en actitudes de intencionalidad incendiaria peligrosas para si mismo y para los demás.
 El hecho de que el destacado orfebre Mordejai, haya fundido oro-el oro familiar y también el de sus empleadores-para crear la figura de un becerro al que adoraba, fue silenciado en forma total mediante un pacto entre familiares, allegados y religiosos.
 Algo tan secreto como el precepto 614.
 De todos modos, quedaba cierta tranquilidad en el espíritu de los pactarios de silencio. Aunque hizo prevalecer a Aarón sobre Moisés, Mordejai, ni aún en su locura, abandonó el judaísmo; más aún, en algún sentido, retornó a una-si bien abominada-remota práctica de los israelitas.
 Por cierto, lo que remitía a una de las contadas ocasiones en que D---, manifestó casi explícitamente su malestar.
 Quizás Mordejai prefería esto a su silencio.

                                                                          FIN

martes, 10 de enero de 2012

El título de la siguiente pieza narrativa...

tiene que ver con la devoción popular.

                                                                  EL MERCEDINO

 Esa era la marca del tinto.
 La etiqueta, exhibía la figura egregia del que fue injustamente ejecutado por la autoridad.
 Enmarcado en una cruz roja-el color identificatorio del santito de devoción no oficial-la efigie mostraba la cara de bueno, a pesar de la melena salvaje, del que no quiso intervenir en las matanzas correntinas entre liberales y autonomistas; del no beligerante, en una época feroz y guerrera, donde el poder se ensañaba con el desposeído, con el que nacía perdedor por obra y gracia del destino.
 Como hoy..., pensó Aguirre.
 Jonathan Armando Aguirre a)"Patada".
 Tomó la botella del estante del supermercado chino, como con respeto devocional. Se fijó en el precio: $7.-
 Una mierda..., musitó, mientras veía cerca los Navarro Correa y otros, que lo superaban en precio seis o siete veces.
 ¿Quien carajo los compra en este barrio?..., fue su reflexión mientras se dirigía a la caja.
 Yo podría comprarlos...
 Se dijo a si mismo en voz muy baja.
 O podría chorearlos...
 Agregó, mientras avanzaba por el pasillo entre góndolas con productos y escasos compradores, dada la hora, pero estimó que debían pertenecer a una partida comprada a bulto cerrado a piratas del asfalto, solo así podía entenderse que se exhibieran en esa zona de escaso poder adquisitivo.
 Hurtó un adminículo como al pasar; consideró que podría llegar a ser parte de la ofrenda.
 Miró el dinero que tenía en el bolsillo:$40.-
 De comprar un vino caro se quedaría en pelotas.
 Lo que ganó durante el último hecho-el de la estación de servicio-se lo gastó en droga y putas.
 Por otra parte, encarar al chino en este momento no era adecuado, porque solo estaba armado con el sacacorchos que se guardó en un bolsillo del pantalón, luego de rasparle el código de barras.
 Un par de metros antes de la caja, ya estaba decidido:
 El acto devocional lo haría ofrendando este vino barato, pero que llevaba impresa en la etiqueta la imagen del santo matrero al que iba dedicada.
 Luego, vendría la petición.
 Cuando salió del local de rejas grises-detalle que le provocaba recuerdos candentes, que lo impregnaban de odio- se dirigió a paso lerdo hacia donde se hallaba el altar, ubicado en un cruce de rutas de zona semirural.
  Debería caminar bastante, porque se adentraba en un barrio nicol, o sea, donde no pasaban ni colectivos.
  Treinta y tres pesos y alguna moneda, era todo lo que le quedaba de las tres lucas que le correspondió por lo de la Shell, hacía quince días.
  De eso tuvo que descontar el alquiler del fierro, gasto que su socio no tuvo porque poseía arma propia.
  Seguramente había más guita, pero comenzaron a escucharse sirenas..., quizás el encargado pulsó alguna alarma.
  De todos modos, pudieron rajar limpiamente con la moto que luego abandonaron, para ingresar a la villa de a pie.
  A partir de ese momento, todo fue repartir la guita entre tizas de  merca, putas diversas y algo que le pasó a la Vero para que le compre comida y ropa al hijo de ambos,al que rara vez visita con el pretexto de que ella vive con otro macho.
  Y ahora, otra vez sin un mango, sintiéndose una rata y con ganas de conseguir de la que toma Maradona.
  Esto es lo que no tiene que pasar..., piensa, mientras su mirada se desplaza por la chatura del barrio, de casas casi tan maltrechas como las de la villa lindante, donde le presta alojamiento un amigo de la infancia que ya le dijo que se tiene que ir, porque se lleva a vivir con él a la novia y quiere que sigan siendo amigos como cuando eran guachines.
  "Tengo que estar siempre con guita. Necesito ser alguien..., dejar las giladas y meterme en algo grande.
  Pero las marrocas aprietan..."
  Este último pensamiento enturbió su reflexión, recordando las esposas en las muñecas, lastimándolo, mientras los de la gorra le decían:
  ¿Así que a vos te llaman "Patada"?...y lo cagaban a patadas en los tobillos.
  Y todo por giladas..., musita en su soliloquio.
  Algo así como un ramallazo de miedo-la lógica reacción de la prudencia ante la disposición al delito-perturba sus íntimos razonamientos.
  Conoce la cárcel y no guarda ningún buen recuerdo de ella.
  Ni siquiera le sirvió para aprender, para perfeccionarse en lo suyo:
  No pasó de cebarle mate a los carteludos, a los delincuentes de renombre.
  Se sintió muy cansado, harto de la vida que llevaba en tres meses de libertad, conseguida luego de cumplir dos tercios de la condena por robo a mano armada.
  Recordó con simpatía al Dr. Pérez Belocchio, su defensor de oficio, que en su momento, se esforzó por presentar atenuantes que morigeraran su pena.
  Se le ocurrió buscarlo para solicitarle ayuda, o sea, un trabajo decente, pero desechó la idea de inmediato: no tenía ninguna capacitación laboral y mucho menos, ganas de cavar zanjas o de hombrear una media res.
  Se recostó contra un ligustro y con el sacacorchos de mango de madera barnizada, que sustrajo del supermercado, descorchó la botella de El Mercedino.
 Comenzó a beber del pico, pensando que el Gauchito comprendería su necesidad de atenuar las inclemencias de la realidad, aunque sea con con 3/4 litro de tinto, lo que tenía a mano.
 Cuando ya había dado cuenta de casi todo el contenido de la botella, reparó en que por esa calle de tierra, apenas si vio pasar a un chico en bicicleta y a un cartonero con el carro vacío, rumbo a la recolección.
 Comenzó a caminar llevando el envase de El Mercedino vacío, pensando que el vino que supo contener era un tinto de mierda, lavado y débil, indigno del referente de su devoción.
 Después de mear contra un árbol, reconoció que su ánimo seguía igual de alicaído.Carente del impulso que brinda el entusiasmo, hasta pensó en dar la vuelta.
 Por otra parte...
 Ahora...¿Que iba a ofrendar?...
 ¿Una botella vacía?...
 ¿Se iba a visitar a un amigo llevando como presente la botella de un vino de mierda, que encima, se lo había tomado?...
 Su idea era compartir un trago con el Gauchito, ofrendarle la botella abierta con el contenido restante para que se regocije al quedarse solo y efectuar la petición. Pero no cumplió con lo que tenía previsto por ser un maldito vicioso.
 Sintió asco de si mismo y de sus circunstancias, más decidió proseguir con lo que se convertiría en una extenuante caminata, intentando que se convierta en una prueba de expiación ante el santito; ante el que fue víctima de la autoridad y logró el favor divino con su inocencia, convirtiéndose en intercesor de los perseguidos y hostigados por el poder.
 Las banderas rojas que divisó a unos metros de distancia, le anunciaron, por fin, la proximidad del altar ubicado en el cruce de dos caminos polvorientos.
 El sol, resulta difícil de soportar en esa zona baldía:el gorrito bordado con el logo de un equipo de beisbol de Minnesota, se le pega al pelo mojado de sudor.
 Por ser 8 de enero-la fecha conmemorativa del Gauchito-el altar parece tan olvidado como el entorno.
 Pensar que en Mercedes, la ciudad correntina, se juntan los fieles de a centenares de miles...
 Evoca, recordando imágenes televisivas que en su momento lo impactaron, interesándolo por esa fe que profesaban algunos amigos no recomendables del barrio.
 El resto, lo hicieron los carteludos de los que era ladero en Batán, devotos del gaucho que supo perdonar a su victimario, aunque ellos, nunca perdonaron a sus víctimas.
 Prácticamente, lo terminaron de "evangelizar" a la fuerza. Pero ahora su fe es firme, libre de presión.
 Ni un puto árbol..., piensa, mientras el sudor chorrea por su torso en cueros.
 Ni sombra, ni mínimo frescor:todo es una rasa extensión solo quebrada por el altar y sus banderas rojas.
 Siente que hasta transpiran sus piernas flacas, asomando de las bermudas de tiro corto.
 El único fiel que ve ante el santuario, se retira luego de dejar una ofrenda, consistente en un tetra de tinto-que abrió y del que se sirvió un trago-y un cigarrillo encendido que antes colgaba de sus labios.
 Era un tipo de aspecto hosco, mal trazado aún para quien esta acostumbrado a la desprolijidad y el desaceo.
 Jonathan Aguirre supuso que el susodicho vivía en la calle.
 -Hola, amigo...¿Como está el Gauchito?...
 Le preguntó,como para hablar con alguien.
 -Como siempre; bien con los de alma predispuesta, mal con los de fe podrida..., le contestó, mirando con asco la botella vacía, mientras se alejaba con paso rápido.
 -¡Andate a la concha de tu madre!..., fue la respuesta de Aguirre, aunque no le constaba que el otro la hubiera escuchado.
 Solo, ante ese santo ajeno al santoral, Aguirre se hincó y oró pidiendo auspicio para su quehacer delictivo, protección y fuerza.
 -La botella está vacía, pero sabrás comprender...
Le dijo en un murmullo cuando llegó el momento de la ofrenda, pero sin dejar de mirar el tetra de Viñas Riojanas que dejó el que se fue.
 También le dijo "sabrás comprender", cuando dejó el envase de cartón vacío luego de beberse su contenido, mientras desviaba la mirada de una imagen pequeña de San La Muerte, ubicada a un costado del altar.
 "Patada" sabía que los poderes de ambos emisarios ante la divinidad, podían complementarse, más no sabía como.
 En Batán si lo sabían...
 El tema le provocó cierto estremecimiento.
 Recordó a presos tatuados con ambas imagenes, porque cierta versión afirma que el Gauchito veneraba al Señor de la Guadaña.
 Efectuó una última mirada al altar y se disponía a iniciar el regreso, cuando algo motivó su atención:
 Una botella no abierta de Carcassonne, protegida del sol por estar bajo cierta especie de alero que poseía el altar.
 Era algo inhabitual, pero como se hallaba junto a otra que contenía un cuarto de vino, dedujo que algún devoto se cansó de brindar y le dejó la segunda botella sin abrir.
 Parecía una ofrenda reciente, con la etiqueta no maltratada por la intemperie.
 A pesar de saber la incorrección de su proceder, descorchó la botella intacta.
 Bebió un largo trago por el pico: sabía que lo estaba haciendo como si fuera cerveza; supuso que le gustaba por lo mismo que a Rodrigo: pega más, pega más...
 -Sabrás comprender...
 Le dijo al humilde gaucho correntino, entronizado en el altar.
 Soy un borracho de mierda, pensó, agregando como descargo, que necesitaba el alcohol para soportar los embates de una realidad esquiva y miserable.
 Alguna vez escuchó que este tinto era un clásico nacional y él lo trasegaba con ansias. Sin ser precisamente un catador, detectaba el cuerpo, la integridad del sabor en boca.
 Por supuesto, lo hubiera preferido frio, aunque el concepto de que los tintos se sirven a temperatura ambiente, no le era desconocido; se lo escuchó decir a un tipo bastante refinado, que estaba en Batán por defraudación.
 Pero este ambiente tiene la temperatura del infierno..., se dijo a si mismo, ya inserto en la condición euforizante de la embriaguez.
 Comenzó a sentir como una difusa alegría, cuando cierto fulgor mental, pareció aportarle un grado de súbita comprensión de su particular actitud devocional y de su permanencia ante el altar, además de exculparlo por beberse las ofrendas ajenas(y la propia).
 Se trataba de un milagro.
 Como el de Canaán, el primer milagro atribuible a Cristo:la conversión del agua en vino.
 En este caso, la efigie devocional le hacía hallar el vino que necesitaba como surgiendo de la nada.
 Como si fuera la leche nutricia de la Difunta Correa..., llegó a pensar.
 Dio cuenta del Carcassonne y se alejó del altar con paso vacilante, para mear a un costado.
 Después de liberar la plenitud de su vejiga, volvió al altar para beber lo que quedaba de la otra botella, aunque estando abierta supuso que el contenido se habría transformado en vinagre.
 En ese momento los vio:
 El tipo andrajoso de antes, acompañado por quién se presentó como el guardián del santuario, un morocho robusto de torso desnudo y sudado, que despedía un fuerte olor a transpiración rancia.
 A un par de metros, un carrito con ruedas de neumáticos y un caballo triste que mordisqueaba  el pasto achicharrado, parecía esperarlos.
 A pesar del sopor que lo embargaba, Jonhatan Aguirre consideró que nunca cumplió con nadie en su puta vida, ni con su madre, ni con una mina, ni con su hijo, ni con la ley, ni con el Gauchito Santo...
 Por lo cual, antes de desvanecerse por el golpe que el guardián del santuario le propinó en la nuca, con el mango de madera de un sobado rebenque, supo que el milagro se convirtió en castigo.


 Fuertemente amordazado y atado de pies y manos, mezclado con desperdicios diversos en la caja del carro, pudo escuchar que los del pescante hablaban, antes de perder nuevamente el sentido.
 -El saqueador de ofrendas del Gauchito, será la ofrenda para San La Muerte.
 Ya detenido el vehículo, la humanidad de Jonhatan Armando Aguirre a)"Patada", fue transportada como una bolsa de papas por los dos hombres y arrojada al barranco de un basural clandestino.
 -Lo que son las cosas..., dijo el desarrapado, las ofrendas se equiparan y se compensan.
 Cuando Aguirre recuperó nuevamente la conciencia-entre toneladas de basura orgánica descompuesta-sus ojos desorbitados observaron una estatuilla del Señor de la Buena Muerte, un esqueleto de capa y guadaña como los que se venden en las santerías, que parecía mirarlo tras sus cuencas cadavéricas.
 Mientras defecaba diarreicamente en su boxer de marca trucha, sin poder hablar ni moverse, supo que lo que le esperaba no era una buena muerte y no podía concentrarse mentalmente para orar por misericordia.
 Tampoco para pedir que su corazón estalle pronto, con alguna de las violentas palpitaciones que lo estremecían.

                                                                                         FIN