jueves, 24 de noviembre de 2016

EL ECO DEL ÉXTASIS

 La oscuridad se establece súbitamente en el interior del vehículo. El mismo, se halla afectado al servicio semirápido por autopista y circula por la traza del Metrobus de la 9 de Julio.
 Justamente, al descender por el túnel que descomprime el tráfico a la altura de Constitución, se produce el abrupto cese de la luminosidad solar, intensa en el mediodía primaveral porteño, para ingresar en un estado de tinieblas espesas, como si un manto de trama ajustada envolviera el interior del vehículo de transporte colectivo.
 El conductor, podría encender las luces internas para recorrer el trayecto que le insume apenas treinta segundos, pero no lo hace.Solo las pantallas de los celulares encendidos que manipulan los viajeros, proporciona alguna referencia visual.
 El escueto lapso penumbroso, le depara al pasaje ser testigo auditivo de un crescendo de gemidos femeninos de inconfundible índole sexual. Tal eclosión, finaliza en una consagración orgásmica con inflexiones verbales presumibles en una mujer madura -no en una jovencita- coincidente con la irrupción de la luz solar, al emerger el rodado de las profundidades a la superficie.
 Los pocos pasajeros transportados en horario no central rumbo al Sur -todos sentados- observan altamente sorprendidos, como la única mujer presente se incorpora del primer asiento con notoria dificultad. Parecería obvio que es consecuencia de la edad que representa: señora de las ocho décadas con problemas articulares motrices.
 La anciana dama, solicita al chofer que la deje descender en la próxima parada, la última antes de la autopista, que a su vez, corresponde a la Estación Constitución.
 Parece airada, pero por motivos ajenos al servicio de transporte.
 Esgrime su bastón de mango esculpido como una cabeza de cisne, en dirección a quién conduce, como si se tratara de un apéndice de si misma de carácter acusatorio.
 -Lo que me hizo es indecente..., le espeta con furor, como agraviada por una ofensa a su dignidad.
 El chofer, de mediana edad y actitud circunspecta, parece más preocupado por cumplir con los horarios estipulados para su vuelta que por la recriminación que recibe.
 -¿ De que habla, Sra. ?..., es la respuesta que profiere.
 -Se muy bien de lo que hablo.
 Vd. disfraza su poder tras la imagen de un simple colectivero, pero me provocó un climax sexual de forma no consensuada sin siquiera tocarme. Hay referencias de que Gurdjieff lo lograba mediante la aplicación de su voluntad extrema, entrenada en lo abarcativo.
 ¿ Quién es Vd. ?...chofer...
 El resto del pasaje, consiste en un reducido coro de varones inmerso en el estupor ante lo que escucha.
 La mujer, de baja estatura y cabello aún abundante, teñido en un tono ceniza y peinado con esmero, se alisa el conjunto de pantalón y casaca de color rosa que viste, con la mano que le queda libre; con la otra, sostiene el bastón y una pequeña cartera de cuero blanco, que combina con sus zapatos.
 Evidencia una presencia pulcra y coqueta, pendiente de los detalles estéticos y de presumible nivel cultural calificado, no deteriorado por la edad.
 -Sra., descienda por favor, está impidiendo que suban pasajeros por la puerta delantera.
 La voz del conductor del vehículo suena imperativa, como si pretendiera concluir un asunto decididamente bizarro.
 -No hay nadie para subir. Vd. me debe una explicación porque me utilizó sin mi consentimiento en una práctica indigna.
 El chofer, parece iniciar un cambio de actitud en su trato con la señora de la tercera edad.
 -Podría ser, inapropiada..., pero parece que Vd. la disfrutó intensamente...
 -No sea guaso...
 Le dice ella, sonrojándose, como si repentinamente una pátina de rejuvenecimiento, desdibujara las arrugas de un rostro que lleva muchas décadas de presencia cutánea en el mundo.
 Incluso, una sonrisa no exenta de picardía distiende sus labios ajados, otorgándole a los mismos cierto fulgor de índole juvenil.
 La anciana, semeja adquirir una lozanía ajena a cuando se incorporó del asiento que ocupaba, lo que ocurrió con escasa anterioridad.
  -Estimo que el goce fue compartido...
  Le dice al chofer mientras eleva el busto, que parece exponer una turgencia extemporánea a los años acumulados en esos senos.
 Martín Nazareno Beltri, sentado en un asiento cercano a la puerta delantera del lado opuesto al de la señora, se halla próximo a recibirse de licenciado en periodismo por una prestigiosa universidad privada. Tan azorado como los demás ante el cariz que adopta el asunto, decide bajar a la par de la mujer con el objeto de entrevistarla, por lo que se coloca tras ella para descender por adelante.
 Observa que el chofer, responde la afirmación femenina con una sonrisa enigmática, que podría significar un reconocimiento así como un gesto referido a un poder inescrutable, dispensado con discreción.
 Pero lo que incrementa su asombro, de un modo que le genera íntima repugnancia, es el unto que detecta extendido sobre la bragueta del chofer, como si la textura de la tela no bastara para contener tamaño desborde seminal.
 Absorto ante el hecho, intenta descender luego de que lo hace la añosa señora.
 Pero el chofer cierra bruscamente las puertas, debiendo retroceder con premura para que no lo golpeen.
 -Se desciende por las puertas de atrás, caballero. Lo de la señora es una excepción debido a la edad, tal como establece el reglamento.
 Martín, desconcertado, ve alejarse a la aludida con paso rápido, sin que el bastón tome contacto con las baldosas de la vereda.
 Sin deseos de discutir se sienta nuevamente. Aunque su destino es Lanús, tiene una vaga idea de seguir viaje hasta la finalización del recorrido, en Escalada, para entrevistar al chofer en relación al prodigio de sexo casual ultravirtual -así lo define mentalmente- del que fue testigo aleatorio.
 Lamentablemente, no se siente seguro de poder hacerlo: el tipo le provoca un oscuro sentimiento de temor; como si el individuo se hallara en el rol laboral que ocupa, por motivos totalmente ajenos al universo del trabajo.
 A la vez, piensa que la cobardía, no es precisamente una virtud periodística y si ya comienza así..., pero, al cruzar nuevamente su mirada con la del chofer mediante el espejo retrovisor interno, se siente motivado a descender en la próxima parada, Estación Avellaneda, sin esperar llegar a Lanús y mucho menos al final del recorrido.

                                                                       FIN

viernes, 29 de julio de 2016

ASUNTO DE SOMBRAS

 Pudo ver, sombras..., en la pared que contorneaba en su caminata por esa calle solitaria del conurbano, con el paso cansino que le proporcionaban siete décadas de vida no precisamente luminosas, como si fueran otra sombra, bajo un sol inclemente hasta la exasperación.
 Vio como una brusca sombra, se acoplaba a la suya y la derrumbaba desde atrás, tras el ataque artero de un puñal contra su carne. El dolor lacerante le provocó un rápido desvanecimiento, que en la fracción de segundo anterior, estimó que podría resultar fatal.
 En la misma secuencia fugaz de pensamiento, recordó sus estadías penitenciarias y su condición de traidor. También, llegó a interpretar que hay venganzas que acumulan lustros hasta su consumación, vía contratación de un sicario. 
 Pero antes del óbito, percibió cierta tenue esperanza de que todo fuera un asunto de sombras, como en la alegoría de la caverna de Platón, que leyó siendo muy joven en la biblioteca del penal de Sierra Chica y al que pudo sobrevivir, justamente, convirtiéndose en una sombra delatora al servicio de la autoridad.


                                                            FIN
  

jueves, 23 de junio de 2016

EL ACOMODADOR Y SU LINTERNA

 Azorado, sin habla, inmerso en el estupor que le produce ese ámbito oscuro en demasía, cuando su último recuerdo es el de hallarse acostado en su cama aquejado por un brusco dolor en el pecho, percibe que la oscuridad circundante se disipa ante el haz de luz de una linterna.
 Quién la porta, vestido con un remedo de smoking similar al de los acomodadores cinematográficos de su infancia, tan alejada en el tiempo, le indica que lo acompañe con modales sumamente correctos...
 -Disculpe que lo apure, Sr., pero la tarea de acomodar esta cantidad enorme prácticamente me excede. Le diría que el número se incrementa minuto a minuto y desborda mi capacidad.
 Ante tales palabras se apresura diligente, pero detecta con pavor, que no está en un cine con la función comenzada y que el gentío que lo rodea esta desnudo, al igual que él. También, que el rostro del acomodador le resulta conocido: esa barbita modelada..., esos rasgos afilados que contribuyen a resaltar un semblante inconfundible, caracterizado por una sonrisa convertida en adjetivo..., incluso, dos protuberancias parecen insinuarse en su cabeza bajo el cabello morocho aplanado con abundante gel.
 Su primer impulso es huir, pero de inmediato, descarta esta opción que de todos modos parece imposible.
 Justamente, esta comprobación le depara una rara tranquilidad, que quizás sea extensiva a quienes lo rodean.
 Interpreta, al igual que como aparentemente lo hacen los demás, que toda resistencia es inútil. Por su parte, estima que el acomodador los ubica en relación al grado de maldad que han dispensado.
 De resultar así, espera que las condiciones no le sean tan adversas: siempre se consideró un hijo de puta moderado..., no fue un Nabucodonosor con sus pirámides de cráneos, un Atila que por donde cabalgaba no volvía a crecer el pasto, un genocida como Hitler o Stalin... o un torturador del Proceso de Reorganización Nacional argentino.
 Con estos pensamientos esperanzados, prosigue la caminata; emite un suspiro y se apresta con resignación a vivir esta nueva etapa de su vida, que podría durar una eternidad..., mientras pasa por alto el descubrimiento de un resplandor ígneo, que estima muy distante.


                                                                FIN

martes, 31 de mayo de 2016

CUCHILLEROS EN PENUMBRAS

 El crepúsculo otoñal, comenzaba a sombrear el barrio con un marco de luz atenuada, al paso de las fabriqueras que finalizaban el turno en el taller cercano.
 Los dos compadrones, se miraban de reojo en la esquina de pared descascarada. Sabían que solo uno, debía quedar en ese escenario de exhibición viril, de piropeada seducción de las muchachas que trabajaban en la fábrica de cuellos duros; los que no usaban ellos, taitas de lengue corrido y aceitada melena.
 -Haceme caquita en el pecho y escribime: te quiero...
 El piropo coprofílico, impactó tanto en la sensibilidad de Eloísa, la hija del tano Genaro, el de la fragua, que era la destinataria del mismo, como en la del Pardo Gutierrez. Recostado contra el muro a la par del otro, no pudo menos que abrir la boca de indignación, con caída del cigarrillo encendido.
 Como hombre cabal que se consideraba, interpretó que lo escuchado superaba la verba más grosera.
 Mientras la adolescente -recién cumplidos los catorce- apresuraba el paso rumbo al conventillo que era su habitat, Gutierrez encaró al otro con actitud agresiva.
 -Vd. no piropea..., Vd. agravia a la hembra con sus pensamientos degenerados.
 Vd. no es un varón, es un muñeco hecho con la mierda que tanto le gusta...
 Un insulto fuerte. Entre guapos, solo la violencia podía ser la respuesta del aludido.
 El otro no se hizo esperar...
 -Saque el cuchillo, afeminado. Vd. se comporta como una estudiante del normal.
 Si no tiene daga, le presto una...
 Gutierrez fue rápido en la réplica, finta declamatoria previa al duelo.
 -Dígame su gracia. Para mí es de práctica conocer la filiación de quienes voy a difuntear...
 El otro, le contestó con displicencia.
 -Simplemente, poeta; bardo del arrabal con sus miserias, del sexo desasosegado, de lo que se esconde tras la laya de los virtuosos, incluso, la reputación de su reputísima madre...
 Fue demasiado. Gutierrez arremetió con su acero desnudo contra el otro, el cual se hallaba, a la vista, desarmado.
 Como si esperara el arrebato del Pardo, el otro lo esquivó lateralmente con pericia, dejándolo fuera de ángulo para aplicar el tajo del resarcimiento.
 Detectó el estupor de Gutierrez en fracción de segundos. Ese instante de vacilación ante lo imprevisto, le permitió extraer su propia arma, apretada contra el cinto en la zona sacro lumbar, como facón de gaucho.
 -Así que Vd., defensor del pudor femenino, ataca a traición..., le espetó al Pardo, cuyo rostro moreno pareció arrebolarse por la vergüenza, al reconocer tácitamente que no le indicó a su rival el equivalente al... ¡En garde!, propio del combate académico.
 Gutierrez sabía que la emoción violenta como reacción ante una injuria, no justificaba pasar por alto las leyes no escritas de la esgrima cuchillera.
 Cometí una infracción..., pensó el Pardo, para detectar en el momento, que el otro se hallaba presto a ensartarlo producto de un veloz avance.
 Sus reflejos reaccionaron adecuadamente: con un quiebre de cintura consiguió evitar el puntazo.
 Interpretó que lo anterior se hallaba superado y ahora el lance, era un legítimo mano a mano.
 Observó a su adversario a los ojos, que le parecieron ostentar el brillo de las brasas.
 Este no se va a conformar con primera sangre, sea quién sea el que la haga surgir..., conjeturó mentalmente. Su sentido de la prudencia, le indicó que tampoco era cuestión de perder la vida por una mocosita que le gustaba más que otras, pero no como para desgraciarse o morir en el pleito, por el piropo soez con el que la basureó un degenerado.
 Encima, pensó, el guaso se dice poeta para tapar su vicio verdaderamente de mierda.
 Las últimas trabajadoras ya habían pasado y esa esquina del suburbio no demasiado alejado del centro, se había convertido en oscura.
 Sin detectar testigos a la vista, el Pardo decidió detener el enfrentamiento, a sabiendas de que tal actitud equivalía a claudicación.
 -¡Espere!..., gritó con desesperación al eludir una sableada feroz, destinada a provocar un feite profundo en su rostro.
 El otro, disminuyó su furor con deleite evidente, en el disfrute pausado de la cobardía del Pardo, que de eso se trataba cuando se pedía cuartel.
 -Yo sabía que a Vd. le faltaban agallas..., le dijo el otro en clara muestra de menosprecio.
 - Le digo más: a Vd. las mujeres lo asustan...o quizás, las envidia...
 El Pardo trató de pasar por alto esos términos injuriantes, pero percibió que el miedo al otro le estaba provocando deseos de mear. Tenía miedo a morir malamente, con las entrañas perforadas por el filo del arma blanca o con la garganta abierta para ahogarse con su propia sangre.
 Guardó el puñal bajo su saco entallado, como para dar por finalizada la pendencia.
 -Le dejo la esquina...
 Le dijo al otro, en inequívoca muestra de rendición incondicional.
 De todos modos, por un ya degradado pundonor orillero, constató que no hubiera testigos de su deshonra, pero...,la vio a ella.
 Eloísa, la hija del tano Genaro, el de la fragua, lo miraba frunciendo la naricita, como con asco, parada a pocos metros de distancia.
 El cabello negro ala de cuervo recogido en un prolijo rodete, el rostro muy blanco de boca pequeña y tentadora, como si resaltara en la noche que se iniciaba. Eloísa le pareció al Pardo una efigie aporcelanada, ajena al barro del callejón y al modesto percal que vestía.
 Gutierrez sintió que la vergüenza, parecía cubrirlo como si se tratara de un manto, pero de todos modos, algo en la mujercita le generó extrañeza.
 ¿Porqué volvió?..., se interrogó a si mismo.
 Notó que el otro, no parecía sorprendido por la presencia de esa niña de formas plenas, insinuadas bajo el vestido de humilde factura.
 Le pareció entender que Eloísa, no era una chiruzita de orillas del Maldonado cercano, previsible en todo, sino una hembrita que respondía a oscuras apetencias, quizás aún desconocidas para ella.
 Decidió apurar el paso para irse..., en su interpretación, el otro podría llegar a impedírselo, para florearse ante esa conquista conseguida mediante un piropo inmundo.
 El otro, confirmó su presunción: le aplicó un golpe de furca, como siempre, desde atrás y traicionero, que lo hizo caer próximo al desvanecimiento, debido a la presión asfixiante del antebrazo derecho sobre su nuez de Adán. Resultó desarmado con facilidad y su cuchillo, arrojado con desprecio al barro circundante.
 El Pardo, intentó recuperarse con espasmódicas inhalaciones de aire; hacía esfuerzos denodados para incorporarse y a la vez, que el chambergo gris oscuro siguiera encasquetado en su cabeza.
 Cuando lo consiguió, recibió un planazo sobre la frente que produjo un nuevo derribo de su humanidad.
 -¿ A donde quiere ir señor guapo ?..., le espetó el otro, risueño.
 -Esto no termina así..., le dijo al Pardo, que al detectar su ropa sucia por los revolcones, sintió incrementada la ignominia de su situación.
 También, la extraña sensación de que el otro transgredía los códigos implícitos; las normas válidas entre los orilleros en cuanto al reconocimiento de vencedores y vencidos, así como las prerrogativas que les cabían a quienes triunfaban en el duelo criollo.
 Tal percepción, se impuso sobre el dolor corporal y el moral, para acrecentar su ya indisimulable sentimiento de miedo.
 Temía el comportamiento imprevisible del otro; el carácter que interpretaba demencial, manifestado en sus actitudes y procederes.
 El Pardo Gutierrez se irguió nuevamente, algo tambaleante, la frente enrojecida debido al impacto del arma del otro aplicada de plano.
 A punta de cuchillo, el otro lo arreó hasta el baldío lindante. A Eloísa, solo le dijo : vení...
 En el terreno penumbroso, cubierto de alta vegetación y basura, mediante otro planazo lo obligo a acostarse sobre la tierra y la mugre; esta vez, un par de cortes dejaron trazos de sangre en la frente del Pardo.
 Gutierrez, tendido boca arriba sobre los yuyos elevados, decidió que el mutismo era lo que le convenía, con la esperanza de que el otro se cansara de someterlo al oprobio.
 -Quítese el pañuelo..., le dijo el otro en tono terminante.
 El Pardo lo obedeció, las manos temblorosas ante la presunción de recibir una cuchillada de índole letal.
 No llevaba camisa bajo el lengue, sino una camiseta de frisa, que el otro rasgó con su acero dejándole el pecho al descubierto. Llamó a la muchacha que se hallaba expectante.
 -Cagalo.
 Le dijo con autoridad, mientras se reclinaba y colocaba el filo de su daga sobre la garganta del Pardo.
 -Si se llega a mover le rajo el cogote..., le advirtió al yacente, impartiéndole presión al elemento de corte para otorgarle mayor poder de convicción a la frase.
 El Pardo asintió en silencio, completamente entregado a lo que en su estima, eran los desvaríos de un loco peligroso que lo tenía sumido en el espanto.
 Le resultaba dificultoso respirar, dado que no quería ejercer el menor movimiento que provocara la acción del filo sobre su cuello, al que sentía aguzado como el de una navaja.
 La daga se la afiló el demonio..., conjeturó con terror.
 Cuando vio a Eloísa acuclillada, las piernas enfundadas en medias oscuras de muselina prendidas a sus muslos con ligas negras, separadas sobre su pecho, supo lo que iba a ocurrir. Intentó alguna vana resistencia motivada por el asco y la humillación, pero la posibilidad del degüello lo devolvió a la mansedumbre.
 -Yo sabía que ibas a volver sin calzones..., le dijo el otro a la adolescente, quien sonrió de modo enigmático. El Pardo, entre el asombro y el pavor, recibió sobre su pecho una andanada de tibia materia fecal, acompañada de un borboteo intestinal que podría ser considerado como discreto en su sonoridad.
 -Lo está cagando una virgen..., le mencionó al oído el otro, sin disminuir la presión del arma blanca  mediante la que lo sometía a cautiverio.
 -Limpiate con esas hojas de diario..., le ordenó a Eloísa, que se dirigió, meneando las nalgas al aire, a cumplir con lo encomendado donde se hallaba un ejemplar reciente de La Prensa, al que la intemperie le generó un evidente deterioro. Opresor y cautivo, acompañaron con sus miradas el desplazamiento de la jóven fémina.
 Luego de la precaria higiene, volvió a donde se encontraban los dos hombres.
 -Ahora, escribile con esa ramita: CAGÓN, sobre la mierda con la que le decoraste el pecho.
 Fue la nueva indicación imperativa del otro, que observó la deposición algo chirle y la consideró ideal para su propósito.
-Tratá de hacer mejor letra..., le dijo a la adolescente empeñada en la tarea que difundía el olor de su caca.
 -Tengo hasta tercer grado..., fue la respuesta justificatoria, no exenta de un velado sentimiento de afirmación personal.
 El otro no respondió y el Pardo, creyó llegado el momento de la apertura de su garganta.
 Comenzó a gimotear quedamente, cuando el otro, lo liberó de la amenaza de la daga, se irguió y le dijo...
 -¡Corra!..., pedazo de cagón...
 El Pardo se enderezó con premura, inmerso en el asco y la humillación. Comenzó a correr para alejarse del otro y la mocita que se hallaba bajo su dominio, al punto de compartir con ella su locura.
 Su huída fue acompañada por las carcajadas de la pareja, que él las padeció como la marcha ceremonial que coronaba su escarnio.
 Transitados escasos metros desde que abandonó el perimetro del baldío, el Pardo se enfrentó a una presencia inquietante: el tano Genaro, el de la fragua, impidiéndole proseguir su carrera.
 En la mano izquierda llevaba el calzón, que sin duda, Eloísa dejó por el camino, mientras que en su diestra, portaba una masa de hierro con mango de tosca madera, quizás el emblema de su menester.
 El Pardo, detectó que sus ojos parecían brazas refulgentes en la penumbra, como los del otro y Eloísa.
 Con terror, cubierto de mugre y mierda, observó el avance del tano que elevaba la maza como herramienta del escarmiento. Retrocedió, mientras intentaba hilvanar una explicación ante el padre de la muchacha, pero entendía que la maldita pareja autora de su deshonra ya debía hallarse lejos, dado que el baldío disponía de otra salida por calle lateral.
 Genaro no se hacía una idea de lo ocurrido, más ante ese sujeto roñoso y embadurnado de excrementos, solo podía pensar en el término: abominación.
 -La mala pécora se fue de la mía casa a buscar a este canaglia..., fue la expresión que emitió con voz aguardentosa, en los momentos previos a descargar el primer golpe.
 El Pardo, también llegó a escuchar: mazcalzone, furfante, farabute..., entre otras palabras tamizadas de cocoliche, antes de caer hacia atrás con hundimiento de la base del cráneo.


                                                                  FIN



























sábado, 16 de abril de 2016

¡COMECHINGÓN!...

 El grito se reiteraba con sonoridad gutural, asemejándose a un rugido.
 Tristán de Allende, capitán de medio centenar de hombres provenientes de Córdoba de la Nueva Andalucía, lo percibía como el alarido que acompañaría a su muerte, vislumbrada en la maza de piedra que el salvaje con el que se enfrentaba en duelo de campeones, desplazaba con increible habilidad y fuerza.
 Su yelmo, deformado por un impacto certero, era una muestra fidedigna de la peligrosidad de su contendiente en sus embestidas feroces, alentado por los suyos en ese terreno despojado, cercano al río.
 No bastaban sus estocadas con la espada forjada en Toledo, sus fintas y arremetidas. El jefe Olayón no le temía al metal de corte, ni parecía impresionado por el peto que acorazaba su pecho así como la púa enhiesta en el centro de su escudo.
 ¿Porqué acepté este combate insensato?..., se interrogaba, cuando ya se sentía agotado por el esfuerzo de intentar abatir a su adversario sin resultado.
 Porque pequé de soberbio..., se respondía interiormente; subestimé la bravura de mi contrincante al pensar que una rápida victoria individual, me favorecería ante mi tropa y la suya.
 El grito de guerra del señor de los henia parecía ensordecerlo, ya aturdido por el golpe recibido del que consiguió recuperarse tambaleante.
 Sabía lo que significaba ese alarido brutal: matar al enemigo...y ese adversario diferente a otra gente vista en Indias, parecía presto a cumplirlo.
 Los ojos verdosos de Olayón, el ser barbado y de tez clara, le recordaron a Tristán de Allende lo que decían las crónicas sobre el aspecto de los guanches vencidos durante la conquista de las Canarias. Esto a pesar del cráneo deformado desde recién nacido, con procedimientos que le generaban un aspecto como tubular.
 Pero un nuevo avance peligroso del que no conocía el metal, lo llevó a abandonar cierta extrañeza malsana que le provocaba la apariencia del otro, para emplear sus habilidades de espadachín rodelero en su máxima expresión.
 ¡Santiago y cierra, España!..., gritaban sus hombres dispuestos a la vera del río, para apresurar la faena beligerante de su jefe en esa contienda de comandancias.
 Y el hispano, al ver un claro en la defensa del guerrero salvaje, solo cubierto por un taparrabos y sandalias de cuero de guanaco, lo embiste con el espolón de su rodela en un esfuerzo de violenta aproximación.
 El orgullo de ser quién era, de su casta e hidalguía, le parecían reducir el pecado de soberbia, dado que así pelea un español: por la gloria de Cristo y España.
 Y también para impedir el menoscabo de ese orgullo...
 Oyalón, en segundos, también logra percibir luz entre la faz y el escudo de su enemigo.
 Un golpe definitorio de su pétrea maza sobre el otro..., le genera la percepción de que responde al imperativo de preservar a su tierra y su gente de los cristianos invasores, con sus malditas armas de metal.
 También, al de preservar su orgullo combatiente de señor de las sierras y de su pueblo, que vive en cuevas y caza guanacos desde que se abrió la oscuridad y todo se iluminó por el sol de los orígenes.
 Pero el capitán peninsular consigue penetrar con su acero el pecho desnudo de Oyalón, mientras cae con su cara destrozada sin llegar a emitir un grito.
 Muy cerca suyo, el jefe serrano se desangra por la herida fatal, sin que los suyos puedan detener la hemorragia mediante la aplicación de hierbas cicatrizantes.
 Los españoles, nada pueden hacer por su adalid, que muere con el cerebro horadado por sus propios huesos...
 Las huestes de ambos yacentes, parecen unidas en el estupor, así como ambos cadáveres, semejan la conclusión de una coreografía común de coraje y mandato, ya ajena a resultados y consecuencias.


                                                                  FIN

martes, 8 de marzo de 2016

EN EL RECINTO DE LA DUCHA

 Como siempre, bañarse en el cubículo sobre el que se halla instalada la ducha, le resulta complicado.
 Hombre de contextura robusta, sufre la incomodidad de enjabonarse meticulosamente, como lo  hace desde los lejanos años de su infancia, con la cortina que cuelga del barral curvo para evitar que se empape el piso, literalmente pegada a su piel.
 Este contacto vinílico le genera una sensación opresiva, manifiestamente desagradable, que se acrecienta a medida que la tela plástica decorada con rombos de alegres colores parece ir envolviéndolo con fines adhesivos.
 La diferencia con las demás veces, es que en esta ocasión, no puede deshacerse de ella.
 La cortina va ciñendo su cuerpo como la boa constrictor con sus víctimas, mediante un abrazo cuya presión conduce a la asfixia.
 Con esfuerzos denodados intenta desprenderse de lo que ya considera un ataque, sin resultados favorables. Estima que por algún proceso indescifrable, lo inerte cobró vida...y quizás necesita alimentarse.
 Comienza a gritar desesperado, aunque sabe que vivir solo en ese departamento interno no facilita que alguien lo escuche; con horror, siente que el plástico le cubre la boca y los orificios nasales. Como en un relampagueo fugaz, alcanza a lamentar mentalmente su desidia: hace años que decidió comprar una mampara de acrílico para reemplazar la maldita cortina...y nunca lo hizo.

                                                                 FIN

jueves, 3 de marzo de 2016

BRAZOS HACIA EL CIELO

 Hacía alrededor de media hora, que se hallaba en la esquina muy transitada recostado contra la pared, ensimismado, como si acumulara cierto íntimo fervor conducente a un estallido.
 El bullicio de transeúntes y vehículos, el tráfago urbano habitual pródigo en su cacofonía de voces y de escapes, de bocinas y chirridos de frenos, no parecían alterar el carácter casi extático de su presencia.
 En determinados momentos, se mecía la barba de cuidado recorte y tonalidad enteramente blanca, en actitud de considerar si se trataba del instante apropiado para la realización de un acto trascendente.
 El traje que vestía, negro, de buen corte, parecía realzar la palidez de su rostro de hombre maduro de porte elegante, delgado sin exageración, de semblante armónicamente anguloso. No usaba corbata y la camisa de cuello desprendido lucía un color blanco inmaculado.
 Recreaba en su mente la antigua canción de Serrat: harto ya de estar harto ya me cansé, de preguntarle al mundo por qué y por qué...
 Decidió elevar el nivel de la interrogación, que su experiencia de vida próxima a las siete décadas, le daba a entender que carecía de respuesta humana.
 Con el semáforo en rojo, se situó en el centro de la avenida, lo que provocó un caos vehicular de acciones elusivas y puteadas de conductores iracundos, que reaccionaban con la mayor violencia verbal.

 -¡Elohim!...
 El grito resultaba monumental en su sonoridad. Como si quién lo emitiera, hubiera desgarrado sus pulmones con el único fin de interpelar al creador de modo definitivo, en un intento de horadar su silencio con la estridencia de una vocalización de índole primordial.
 Arrodillado en medio de esa avenida transitada por profusión de vehículos, el individuo que pronunció el sacro nombre con intensidad desmesurada elevaba sus brazos al cielo, en actitud de implorar una señal que implicara respuesta y potestad.
 Lo hacía con los ojos cerrados como en trance, ante el estupor de los peatones, que rápidamente prorrumpieron en un coro de expresiones tales como loco de mierda, unidas a la de los automovilistas y choferes de colectivos preocupados por no embestirlo y no colisionar entre ellos.
 Un pequeño automóvil de tres puertas, conducido por un joven posiblemente inexperto, al pretender evitar llevarlo por delante salió de su carril con rumbo errático, para culminar su derrotero incrustándose contra un negocio de ochava, entre estrépito de vidrios rotos y sonidos de desastre.
 Inmediatamente, se generó un tumulto que obligó al sujeto de la garganta estragada a escudarse tras un par de policías, para no ser víctima de un conato de linchamiento dirigido a su persona.
 Hablaban de la muerte de un inocente, pero el hombre del traje negro semejaba hallarse complacido.
 Pensaba que el seguir con vida, comprobaba que la divinidad se había manifestado.
 Consideraba que así como los jueces se expresaban a través de sus fallos, el del juicio final, lo hacía en relación a las circunstancias que le depara a los individuos y se añaden a la sustancia de la vida.
 -En mi caso -le dijo con un hilo de voz al policía que lo protegía de la ira del gentío- me apartó de la pena capital porque yo debía comprender. Es gesto de potestad que evalúo como respuesta, dado que al llevarse un alma inocente me indica que sus propósitos siempre serán inescrutables; ajenos a la evaluación humana con parámetros de dicha y desdicha, ya que él distribuye los destinos sin explicaciones.
 Por lo cual, oficial, debemos asumir nuestra categoría de insectos con amplias prerrogativas, entre las que no se halla interrogarlo.
 El uniformado, decide esposarlo, a pesar de que el caballero entrado en años no exhibía conducta agresiva alguna.
 -No aguanto su sonrisa. Pedí asistencia psiquiátrica.
 Le comentó a su compañero que manipulaba el handy.
 Sentado en el cordón de la vereda, esposado por la espalda como un delincuente, el hombre del traje negro ostentaba una sonrisa beatífica, a pesar de los insultos de la multitud y algún escupitajo que quedó prendido en su ropa.
 Nada de esto me importa, pensaba, es el precio a pagar por haber accedido al contacto superior.
 Su satisfacción, parecía enardecer a la muchedumbre que lo rodeaba, pero él se sentía ajeno a la indignación popular, solo, inmerso en su flamante condición de elegido.


                                                                  FIN










sábado, 30 de enero de 2016

FUERA DEL OUTLET

 La música era para Federico Baldizzone, sosiego y calma; al menos, la música clásica, la que transmitía FM Amadeus y que él escuchaba dentro de su auto estacionado, sumido en un estado de relajación que lo ajenizaba del mundo y sus conflictos..., hasta que algo concitó su atención.
 Por cierto, no era la tardanza de su mujer que se hallaba desde hacía una hora en esa zona de oulets. Esto era usual. Su mujer era una compradora de pronunciada exigencia en sus elecciones adquisitivas, obstinada en la búsqueda de la relación calidad-precio que consideraba adecuada.
 Todo lo contrario a su perfil de comprador, caracterizado por la inmediatez y celeridad en las decisiones.
 Este era el motivo por el que hacía una hora que la esperaba, aparcado en esa calle lateral, a dos cuadras de la sucesión de locales abiertos a recibir un tráfago de ávidos buscadores de ofertas.
 Durante esa hora, el individuo que se hallaba a unos veinte metros, sentado sobre el umbral de un comercio cerrado por ser sábado por la tarde, no dejó en ningún momento de hablar por su celular.
 Lo hacía de modo calmo, con parsimonia, por lo que Federico solo le dedicó una mirada inicialmente, de lógica prevención dada la inseguridad urbana.
 Pero cuándo él ya se acercaba a la hora de espera conyugal, el sujeto pareció sufrir una transformación que destacó inquietantemente su presencia.
 Comenzó a gesticular con la mano que le quedaba libre mientras elevaba el tono de voz hasta extremos destemplados, que interrumpían el embelezo con la música que mantenía Federico Baldizzone.
 Alarmado, el hombre bajó el volumen de su stereo en el preciso momento, en el que una motocicleta ocupada por dos varones jóvenes -ambos cubiertos por cascos con visera polarizada- se detuvo frente al vociferante telefónico los segundos necesarios, para que el que iba atrás le efectuara una ráfaga de disparos mediante una pistola automática provista de silenciador.
 El del celular, apenas alcanzó a incorporarse cuando vio a los motociclistas, para caer ampulosamente sobre la acera que comenzó a cubrirse de sangre.
 Su victimario, guardó el arma y fotografió al abatido, antes de darle la orden al que conducía de que acelerara el vehículo tipo enduro, el cual partió raudamente para virar en la primera esquina.
 Todo resultó muy rápido. Fugaz.
 Federico, llegó a suponer que los de la moto no repararon en su presencia.
 Distinguió que el celular de la víctima, había impactado con fuerza contra las baldosas; al abrirse, mostraba la batería no del todo desprendida como si se tratara de un organismo con las vísceras expuestas.
 Absorto por lo ocurrido, en plena conmoción emocional, observó a su mujer como petrificada ante el cuerpo yacente. De sus brazos, colgaban un par de bolsas que exhibían los logos de marcas de indumentaria notoriamente posicionadas.
 Federico abandonó el auto y la abrazó con desesperación.
 -Gabriela..., te salvaste de milagro. Si llegabas unos minutos antes te hubieran matado.
 Por estar en el sitio equivocado en el momento equivocado..., le dijo con voz alterada, apropiándose de la frase ya convertida en un lugar común de la crónica policial.
 Gabriela comenzó a sollozar tenuemente, con un gimoteo casi infantil.
 Federico, enternecido, decidió consolarla mediante la apelación al civismo, que correspondía evidenciar ante sucesos luctuosos como el homicidio del que eran testigos.
 -Ahora llamamos al 911 y no nos quedará otra que dar testimonio. Es carga pública.
 Ella comenzó a llorar destempladamente, como si se liberara de un sentimiento opresivo.
 Federico le acarició el cabello en un intento de calmarla.
 -Bueno..., bueno..., no podemos hacer nada.
  La mujer silenció su llanto con brusquedad, mirándolo desafiante.
 -¿Como que no?..., yo vuelvo al outlet. Tengo que cambiar el jean turquesa que compré sin estar convencida, apurada por no hacerte esperar y que me empieces a joder llamándome al celular para que me apresure, poniéndome nerviosa y haciendo que me equivoque al elegir.
 Federico, atribulado, vio como Gabriela se volvía al centro comercial, ofuscada por lo del jean turquesa.
 Al divisar que ya eran varias las personas que rodeaban al abatido y comentaban entre ellas, interpretó que ya habrían llamado al 911.
 Tuvo ganas de ascender a su automóvil, partir veloz y que Gabriela se tomara un taxi, pero ya se acercaba velozmente el primer patrullero, con sirena y destellador activados.
 Estimó que seguramente habría cámaras de seguridad en la cuadra, donde la patente de su vehículo figuraría en las filmaciones. Tendría que someterse a todas las molestias y ulterioridades que le deparara su condición de testigo presencial.
 Miró el cadáver con aprensión. Reflexionó en torno a ese hombre y su extensa conversación...
 ¿Que cuentas no se habrían cerrado como debían?...¿La víctima era un acreedor al que era conveniente suprimir o un deudor sobre el que había que hacer tronar el escarmiento?...
 Ya se enteraría por los medios, cuando el abrupto final de este hombre pasara a convertirse en noticia.
 De todos modos, pensó, no era asunto suyo.                                                                                    Llamó a su mujer, celular-celular, con la idea de decirle que se apurara, pero el teléfono sonaba sin ser atendido.
 Si bien tal hecho no le resultó extraño, le produjo un raro sentimiento de desasosiego. Vio que llegaba el furgón de Policía Científica y se disponían a acordonar la zona, mientras otros efectivos ya se acercaban para interrogarlo.
 Nuevamente llamó a Gabriela. Ahora el teléfono había sido apagado.


                                                                  FIN