martes, 27 de agosto de 2013

PADRE DE MARÍA EMILIA...

 En los altares hogareños de los antiguos romanos, los dioses lares auspiciaban la paz en el ámbito doméstico, repelían las beligerancias que deformaban la entidad familiar, propiciaban el entendimiento interno y alejaban los peligros que acechaban afuera.
 Los Toscani, familia porteña contemporánea,cuyas raíces genealógicas se hallaban en la ancestral Etruria, conocían la existencia del culto romano a las dii familiaris.
 Pero para ellos, la potestad del Padre de María Emilia superaba tal sacra significación, dado que se trataba de una deidad viva, sanguínea, quizás con alguna similitud con el caso del Dalai Lama. A su vez, el Padre de María Emilia era un dios operativo, patrono de los cambios de cuerito en las canillas, de la simetría entre las ménsulas y los estantes, de toda reparación y mantenimiento extra-consorcial.
 Por supuesto, el Padre de Maria Emilia cobraba por sus servicios, pero...
 ¿Existió en el panteón global algún dios, protohistórico o histórico, que no exigiese algo a cambio de su intervención?...
 Difícil; lo mínimo: sumisión absoluta o reiterada adoración. En cuanto al dios llamado único,  parafraseando a Lugones, se cobra con su amor absorbente de tirano, celoso de su voluntad dominadora.
 Dicho de otro modo, el Padre de María Emilia cobraba modicamente, no como tantos dioses que requieren sangre para apaciguarse o propiciar a sus creyentes.
 Los Toscani, lo identificaron como dios, luego que consiguió estabilizar la sobrecarga eléctrica que soportaba la instalación de su departamento, producto de la abundancia de electrodomésticos que funcionaban al unísono. No fue la única señal revelatoria: el wc por fin dejó de perder, volvieron las rueditas a la heladera, el living se pintó en una tarde sin requerir otra mano.
 Habida cuenta de que los dioses se caracterizan por su silencio, por la ausencia de manifestaciones que demuestren su existencia, el Padre de María Emilia, por el contrario, les ofrecía el auxilio inmediato de un service eficiente; de un arreglador universal inobjetable en sus resultados.
 Parecía que la familia Toscani deificó a un changarín de reparaciones eventuales, pero esta apreciación resultaba errónea: el Padre de María Emilia esparció señales que lo identificaban como una divinidad al servicio de sus devotos, cuando la historia de las religiones indicaría que siempre fue a la inversa.
 El misterio-todo culto en alguna medida es mistérico-era si el Padre de María Emilia conocía su condición divina.
 Luego de ciertas disquisiciones, los Toscani arribaron a una conclusión negativa al respecto. Ninguno de ellos le comentó nada al susodicho, no vaya a ser que se lo creyera y les cobrara más por sus trabajos.
 Los Toscani, también se plantearon difundir su creencia, hacer proselitismo, pero rápidamente decidieron que esta práctica no era conveniente, porque podría incrementar los clientes del dios en desmedro de la atención a los fieles originales. Interpretaron que se trataba de una religión de sangre, como el judaísmo o el zoroastrismo, por lo que decidieron que el culto solo podría expandirse a yernos y nueras.
 Como decía Don Miguel de Unamuno, el creyente que no duda tiene la fe muerta, por lo que toda confesión que se precie debe generar tal sentimiento en quién la sigue: los Toscani no fueron la excepción.
 El Sr. Toscani, pater familias, alguna vez tildó al Padre de María Emilia como "dios de entrecasa", porque su usual intemperancia se activó al llamarlo por teléfono y recibir reiterado tono de ocupado. Pero esta blasfemia fue fugaz: el Padre de María Emilia habló por el portero eléctrico para preguntar si necesitaban algo, dado que pasaba por ahí...
 Ante tal suceso, el Sr. Toscani se hincó antes de que el Padre de María Emilia bajara del ascensor, para pedir el perdón divino de quién ignoraba que detentaba dicha condición. Mientras reparaba la licuadora, el Padre de María Emilia comentó que últimamente el teléfono estaba ocupado, porque María Emilia tenía novio.
 La familia Toscani, pasó por alto el dato de que María Emilia tenía existencia real.
 Consideraron que si un dios tenía descendencia, esto solo podría significar complicaciones y divergencias interpretativas, incluso, cismas y guerras religiosas.
 Decidieron que para ellos ese dios siempre debía estar solo, desvinculado de todo contexto parental, manteniendo su potestad epifánica que superaba los atributos que le eran afines. Así como Júpiter era más que el rayo que lo caracterizaba, el Padre de María Emilia superaba la materia de los tornillos Parker y la perforadora, para abarcar todo lo creado y lo no creado.
 La familia Toscani vivió tiempos venturosos, resguardada por ese protector sagrado que colgaba cuadros, solucionaba desperfectos eléctricos, enduía, pintaba, reparaba persianas y hacía de gasista no matriculado, hasta que María Emilia apareció  in situ, para entregarle la cortadora de mosaicos que se había olvidado.
 Quizás la muchacha percibió extrasensorialmente, que para esa familia ella solo era un aditamento hecho para honrar a su padre cósmico, sin identidad propia.
 Cierto oscuro furor pareció hacerse carne en la mujercita, al detectar que los Toscani la consideraban solo una herramienta de la divinidad, como desprovista de entidad humana.
 Cuando elevó la voz para denunciar este trato destemplado, el Sr. Toscani la hizo callar, endilgándole algo parecido a un sermón.
 -Calla, en nombre de los inodoros desajustados, de los estantes dispersos por el piso, de las canillas que gotean y horadan la paciencia; de las estufas con manguera de goma que hay que reemplazar por las de bronce, de los tomacorriente que faltan, de los burletes y las pastinas. Siempre vas a ser la hija del Padre de María Emilia, la de la identidad parasitaria, la de la monstruosa tergiversación de nominar a tu ascendiente.
 Ese fue el momento trágico, inevitable en toda historia en la que se mezclan los dioses y los seres humanos.
 -Monstruoso..., dijo María Emilia llorando, es que él no es mi padre.
 Mi padre biológico, fue un electricista que hizo trabajos en casa y sedujo a mi madre, cuando quién creyó ser mi padre, no sabía ni manipular un enchufe. La presencia de este técnico, a quién mi madre recurría con excesiva frecuencia, lo motivó a capacitarse, someramente, en reparaciones hogareñas.
 Un silencio ominoso envolvió a los presentes. El padre de María Emilia, lívido, intentaba bajar de la escalera, mientras una lluvia de tornillos Philips repiqueteaban sobre el piso de porcelanato.
 El Sr. Toscani, comprendió que a veces los hombres, pueden precipitar la caída de los dioses con su verba imprudente: el padre de María Emilia se precipitó junto con la escalera plegable, golpeando malamente su cabeza contra el embaldosado.
 Todos los presentes se sintieron huérfanos..., mientras la conexión del lavaropas pareció estallar súbitamente, esparciendo un agua de coloración rojiza y consistencia viscosa, que se dirigía, indetenible, hacia el living y las otras dependencias, como para cubrirlo todo.

                                                              FIN





   

lunes, 19 de agosto de 2013

CORONEL SIN MANDO

 El uniforme de gala que viste, resulta refulgente, en su combinación de colores contrastados con el dorado de los entorchados y galones, con los vivos azules de los breeches y el brillo de las botas de montar.
 Decididamente, un paradigma de elegancia militar imperial.
 Las medallas prendidas in pectore, revelan duras campañas, denodadas victorias, glorias castrenses que como siempre, están constituidas por profusión de cadáveres, numerados eufemísticamente como bajas enemigas y como bajas de la propia fuerza, estas últimas, adquiriendo per se la categoría de heroicas.
 El hombre, de aspecto marcial con un adosado dejo de fiereza, como corresponde a un coronel del ejercito del Zar de todas las Rusias, Nicolás Romanov, piensa en el meticuloso lustre de sus botas.
 En su caso, no se trata de la tarea casi servil de un asistente. La realiza él mismo, como cuando era cadete en la escuela de infantería.
 Mucho antes de combatir en la guerra contra Japón de 1905, así como en la reciente Gran Guerra, en la cual accedió al coronelato.
 Su actuación en las contiendas, su valor y capacidad de mando, ofrecen el testimonio de la constelación de medallas que ornan su chaqueta con el metal del mérito.
 Una carrera militar inobjetable, pródiga en distinciones y reconocimientos, hasta el año anterior, el de la revolución bolchevique.
 Reconoce ante si mismo, que no quiso luchar junto a los blancos en la posterior guerra civil, que interpreta como causa históricamente perdida.
 Estima que los tiempos actuales, amparan la insurgencia social y a futuro la institucionalizaran.
 Piensa que habrá nuevos monarcas absolutos, que impostarán nuevas caracterizaciones para legitimar su poder. Quizás, estas se harán a través del sufragio universal o de la manipulación del mismo; también, vistiendo el ropaje escénico de las ideologías.
 La formula Dei Gratia caerá en desuso. Es difícil seguir respetándola, luego de la matanza industrializada de la pasada guerra y la gripe aún vigente que la sucedió.
 La mirada fija en el vacío, el coronel que defendió Port Arthur esforzadamente, hasta ser evacuado como herido en combate, para años después hacer gala de coraje durante la toma de Lemberg, considera que su uniforme quedó vaciado de contenido. El asesinato de Nicolás II por orden de Lenín y Sverdlov, le quitó al mismo, orientación y significado épico.
 Entiende que él pudo salvar su vida y la de su familia, por haber podido abandonar San Petersburgo poco antes de la toma del poder por parte de los rojos. Avizoró el futuro inmediato, como ahora lo hace con el distante.
 Instalado en París, se siente recompensado en el trabajo que desempeña como extranjero, para poder comer él y los suyos.
 Puso su uniforme y su persona al servicio de un calificado cabaret, donde ejerce el menester de abrir las puertas del establecimiento, a los distinguidos clientes que buscan solaz en la noche parisina.
 Distiende sus labios en una sonrisa: un individuo vestido de etiqueta, que quizás traficó durante la gran guerra y no combatió, acompañado por dos mujeres que él conoce por haberlas visto con otros caballeros, le dispensa una esplendida propina.
 Ante tamaña gratificación, efectúa los pasos del cambio de guardia y el saludo militar como ante un superior.
 El noctámbulo, observa complacido la escena, sintiéndose integrante del generalato de un ejercito funambulesco al mando de un coronel de opereta, mientras las cocottes, sonríen compasivamente.
 Él interpreta de otro modo la situación.
 Parte de la premisa de que la historia es drama, pero también de que quienes la padecieron, alguna vez deberán transformarla en comedia si quieren sobrevivir emotivamente.
 Claramente identificado con este concepto, no le resulta tan extemporáneo que su insigne uniforme devenga en atuendo de portería.
 Se encasqueta la gorra con ademán profesional. Piensa que la gloria puede ser asimilada al grotesco, cuando sobre el mundo han caído, caen y caerán, millones de muertos en aras de la defensa de lo que se puede sedimentar, solo con millones de muertos.
 Recuerda al Zar y su familia convertidos en despojos..., también, que él y los suyos siguen vivos. Este pensamiento le provoca una oscura satisfacción, mientras abre las puertas ante un nuevo cliente, para de inmediato, colocarse en posición de firme esperando la propina, que es el pan del coronel sin mando.


                                                                                FIN


martes, 6 de agosto de 2013

ESAS HECES

 No parecían naturales ni emanadas de sus intestinos.
 La forma, el color, tampoco semejaban responder a una patología, de la que de ser así, él no registraba síntomas ni antecedentes. No creía que se tratara de la súbita aparición de una afección gastrointestinal, sino de otra cosa: la expulsión de algo ajeno, exógeno a su organismo, irreconocible como excremento.
 ¿Que es esto?..., pensó, decididamente aterrado, ante lo que se hallaba depositado en el fondo del inodoro.
 ¿Que cagué?..., preguntó en voz alta a pesar de saber que no tendría respuesta, no por que se hallara solo en el baño sino porque desconocía que era eso, fluorescente, referencial a cierto horror entomológico.
 Durante la defecación no advirtió ningún indicio de anormalidad; cierto que no prestó atención al trámite, que usualmente cumplía una vez al día. Como un relojito..., le dijo al médico en la única ocasión en la que se realizó un chequeo, en sus sanos cuarenta y tres años.
 Pero al disponerse a apretar el botón, apareció ante sus ojos esa monstruosidad.
 Sin saber como proceder, pleno en su desconcierto, vio como esa sustancia de morfología indefinible parecía cobrar vida, iniciar un movimiento ascendente.
 Abandonó el baño profiriendo alaridos, tropezando con el pantalón caído a sus pies.
 Se hallaba solo en su casa y atinó a aferrar el celular para llamar al 911, el número de emergencias, sin tener en claro que diría.
 ¿Que cagué un alien?...¿Que mierda cagué?..., consideró con el teléfono en sus manos.
 Lo interrumpió un sonido sordo proveniente del baño, como de masa gelatinosa contra el piso.
 No llegó a interpretar mentalmente lo que podría significar, porque percibió una sensación desconocida en el ano, como de algo que quería abrirse paso y sabía lo que quería. Próximo al desmayo, recordó con espanto que no se había lavado el culo.

                                                                     FIN 

lunes, 5 de agosto de 2013

LOS DULCES SUEÑOS

 La masajista diligente, enfundada en un vestido entallado de seda roja decorada con imágenes de dragones, algunos amarillos y otros dorados, le sostenía la larga pipa que ya no podía llevar a su boca por sus propios medios, al hallarse adormecido por el exceso de opio. El masaje previamente recibido, lo predispuso para el posterior bienestar.
 El guanmao, gorro oficial de terciopelo negro coronado por una borla azul, revelaba la categoría de funcionario de cuarto grado que detentaba el fumador, reclinado sobre una litera, acompañado por otros hombres de su misma condición en la corte pekinesa de la Emperatriz Cixi.
 Lin Xiao esbozaba una sonrisa, entre las volutas de humo que festoneaban el distinguido fumadero: los dulces sueños lo embargaban.
 Conocía los peligros del opio. Sabía que esa sustancia, podría llegar a generar el reemplazo de la vida carnal, en la que aún la más pródiga en placeres conlleva la sombra de la inevitable putrefacción, por otra similar, pero grácil como el humo que siempre asciende y se disipa sin pudrirse.
 Una vida desprovista de amenazas y acechanzas, cuya similitud con la otra prescinde de sus miserias.
 También de la lealtad al imperio, a la familia y antepasados, a los valores instituidos por Confucio que reglaban los actos de los funcionarios como él.


 El sopor del mandarín, configuraba un cuadro relevante de imágenes voluptuosas que lo incluían, en un contexto de magnificencia y esplendor, para alternativamente, sentirse inmerso en estados de beatitud difíciles de referir. Como si luego de disfrutar de la sensualidad más intensa, se tendiera de espaldas en las aguas calmas de la eternidad, para recomenzar nuevamente el maravilloso ciclo, hasta despertar y necesitar más opio.
 Ese momento, que él consideraba del reencuentro con la materia que nos condiciona y nos somete a la esclavitud de la realidad, era el más temido por Lin Xiao.
 Cuando tomaba conciencia de que había estado narcotizado y deseaba fervientemente repetir la experiencia. Como en esa ocasión.
 El funcionario de cuarto grado, al emerger de las ensoñaciones del opio, desarrollaba una pugna interior entre su imperioso deseo de otra dosis y la cita ineludible a la que debía concurrir.
 Tratando de readaptarse al mundo concreto al que había emergido, reflexionó en el carácter del encuentro secreto que debía celebrar.
 La definió para si mismo, como una misión de fidelidad al mantenimiento del orden en China, para salvar a China, que a su vez implicaba traicionar a quienes se hallaban a favor de la alteración del orden en China, para salvar a China.
 O sea: los Puños Rectos y Armoniosos, llamados bóxers por los ingleses, a los que ahora apoyaban en su rebelión la propia Emperatriz Viuda y el Ejercito Imperial.
 Cierto que él no era de origen manchú, como buena parte de la corte de la dinastía Qing. A su vez, hablaba inglés con corrección y entendía que ser aliados de Occidente, era lo que convenía para evitar el estrago del Celeste Imperio.
 Interpretó que como correspondía a las acciones que implicaban peligro, la información estratégica que le entregaría al ministro británico en China, Maxwell Mac Donald, tendría como contracarta un generoso estipendio, como para incrementar su peculio en los tiempos inciertos que se avecinaban.
 El patriotismo y el dinero podían confluir en beneficios generales..., estimaba.
 Por otra parte, su actitud contribuía a conservar el equilibrio entre los factores disimiles, tal como indicaba Confucio en sus enseñanzas.
 Íntimamente regocijado, decidió volver a fumar y diferir por unas horas el encuentro con el inglés.


 Los individuos armados, ingresaron sorpresivamente al distinguido fumadero de opio.
 Al percatarse de quienes eran, masajistas, guardias de seguridad y administradores del establecimiento huyeron entre gritos de terror. Los irruptores, estaban en condiciones de impedir esa fuga desordenada, pero carecían de interés en hacerlo.
 El objetivo de los yihetuan, denominados bóxers por sus prácticas marciales, era específicamente Lin Xiao, considerado traidor a la causa china y confidente de los británicos.
 Rápidamente localizado a pesar de la penumbra reinante en el lugar, tres hombres con uniforme oscuro lo rodearon. Uno de ellos, desenvainó la espada larga que llevaba terciada a la espalda, preparándose para decapitarlo luego del interrogatorio al que sería sometido por otro de los rebeldes.
 Si bien los golpes sobre el rostro de Lin Xiao, eran despiadados reveses que lo ennegrecían con hematomas y tumefacciones, el funcionario no respondía las preguntas en los términos debidos.
 Cuando su interrogador, pródigo en violencia, le requería información sobre los agentes extranjeros con quienes trataba, Lin Xiao le contestaba que "los señores de las dunas de los dragones requerían vendavales y tempestades para afirmar su presencia".
 La pregunta vinculada a si los extranjeros estaban acopiando armas y como las conseguían, era respondida como que"la calidad de la espada de acero, se logra templando la hoja con la torridez de los vientos del desierto, sostenida por una dama desnuda bajo una armadura de nácar".
 Harto de escuchar tales dislates, que parecían superar el dolor que debían generarle los golpes propinados, el que interrogaba, comandante del grupo guerrero, comprendió que el considerado traidor no se hallaba en el mundo común.
 Su inclusión en los dulces sueños era total y quizás irreversible.
 Con desagrado, indicó que le cercenaran la cabeza.
 El encargado de dicha tarea, la realizó con bastante desprolijidad, entre reiterados mandobles y borbotones de sangre que salpicaban las paredes.
 Cuando el jefe de los rebeldes, la alzó del suelo sujetándola por la coleta de mandarín, observó que la boca del decapitado se hallaba distendida en una expresión francamente satisfactoria.
 Con furia, la arrojó lejos de su persona. Era consciente que esa cabeza, ya estaba desprendida del torso antes de que fuera tajeado el cuello.
 Obviamente, sin una mueca de horror, no servía para ser expuesta como escarmiento y advertencia.
 Luego de que incendiaran el fumadero, les impartió a sus hombres la orden de retirarse.
 Pensaba que el opio que generó guerras perdidas a China, la pérdida de Hong Kong y Macao y tratados desiguales con Occidente, quizás no sería tan letal, si los traidores no recurrieran a su consumo para sobrellevar sus faltas.

                                                                       FIN

       


















viernes, 2 de agosto de 2013

INNOVAR, GRATIFICA...

 Relativamente simple..., pensó, mientras se alejaba del bar caminando tranquilamente.
 La mujer de mediana edad, había quedado amordazada con un pañuelo e impedida de moverse por los precintos plásticos colocados en muñecas y tobillos. En esas condiciones, la dejó en el baño de damas de la confitería céntrica.
 Emboscarse en el toilette femenino..., esa era la clave, se dijo a si mismo al entrar a otro bar, donde repetiría la operación.
 La premisa, era no darles tiempo a gritar, estableció mentalmente.
 Cuando ellas se dedicaban a observarse en el espejo-estando solas-él salía de uno de los boxes y acallaba el incipiente grito tapándoles la boca con violencia, para de inmediato amordazarlas bajo amenaza verbal; luego las inmovilizaba con los precintos y consumaba el despojo.
 Era consciente de que el riesgo superaba el botín, pero también de que no todas las satisfacciones podían medirse por la escala monetaria.
 Innovar, gratifica..., pensó, asumiéndose como el creador de una modalidad delictiva desarmada, que aunque solo le brindara teléfonos celulares y algo de efectivo-las tarjetas las desechaba-le proporcionaba un solaz que se amplificaba en la delectación clandestina y la evocación solitaria, dado que el era eso, un solitario al acecho.
 Todo consistía en tomarse un café en un bar concurrido, pagar y dirigirse al baño, para acceder no al de hombres sino al de mujeres.
 Ya en ese sitio, se emboscaba en un compartimiento y esperaba que la presa se hallara sola; lo demás, era celeridad y firmeza en el proceder, favorecido por el factor sorpresa y el consiguiente terror que generaba.
 Luego de consumado el robo, salía tranquilamente del establecimiento y se confundía con la multitud ajetreada de la calle.
 Podría emplear el mismo sistema en el baño de hombres, pero interpretaba que las mujeres le brindaban como víctimas un mayor grado de indefensión, por lo cual las elegía como objetivo.
 Como para no alertar por la frecuencia, ni dejarse llevar por el éxito operativo, moderaba la cantidad de intervenciones, así como las dispersaba en un amplio radio geográfico en CABA y GBA.
 Incluso, dado los gratos resultados que le deparaba la actividad, pensaba viajar al interior y a países limítrofes, llevando solo precintos, pañuelos y guantes de examinación, por todo equipamiento profesional.
 En contadas ocasiones, debió pegarles a las que denominaba sus "presas", dado que en general acataban sus indicaciones y se dejaban reducir sin ejercer resistencia.
 Ya dominadas, las encerraba en alguno de los cubículos sanitarios y se retiraba con el producto del latrocinio.
 Reflexionando sobre las características de su tarea, pensó que pocas veces se activaban sus apetencias sexuales durante el desempeño de la misma. Lo atribuyó a la premura con la que debía actuar y a que no quería agregar agravantes al delito en el que incurría.
 Consideraba que era el único que robaba de este modo.
 Se sentía alguien que desafió los cánones, perforó el paradigma, creó un procedimiento delictivo novedoso, si se quiere, pintoresco, basado no en el armamento exhibido sino en el susto generado.


 Al detectar que una mujer quedó sola en el baño, abandonó su cubil y se abalanzó sobre sus espaldas, como el leopardo sobre la gacela.
 Pero la gacela resultó ser un travesti musculoso, del tipo camionero, de manifiesta rudeza.
 El individuo no se amilanó ante el ataque sorpresivo, sino que lo repelió duramente, aplicándole a su agresor una trompada a la zona hepática que lo hizo doblarse por el sufrimiento.
 Como si eso no bastara, un directo al rostro, probablemente, le fracturó el tabique nasal.
 Inmerso en una efusión de sangre, sintiendo que la ira del otro era inagotable e incapacitado para ejercer defensa dado los golpes recibidos, el ladrón al acecho estimó que innovar, gratifica pero también condena, en la medida en que la reiteración de éxitos homogeiniza las variantes e impide discernir lo diferente.
 En su caso, ya derribado, con dientes rotos y probables daños internos, intuía con horror que ese travesti horriblemente macho, se estaba vengando en él de todos los hombres que lo jodieron desde los doce años.
 Comenzó a gritar pidiendo auxilio, lo que les impedía hacer a sus víctimas, pero parecía que el sujeto vestido de mujer disfrutaba con sus aullidos desesperados, acrecentando su posición dominante y decidido a matarlo a golpes.
 Cuando comenzó a aplicarle patadas en la cara y quizás desfigurarsela, el innovador delictivo emitió sus últimas palabras...
 -¡Policía!...¡Policía!..., hasta que un tacazo en la boca lo hizo callar.

                                                                     FIN