martes, 30 de abril de 2013

SUCESOS ARGENTINOS EXTRAORDINARIOS

 La noticia se expandió con rapidez.
 Inicialmente, de boca en boca..., ni Internet ni redes sociales mediante.
 De hecho, el propietario de la casa donde acaecía el prodigio, era un octogenario jubilado de la industria lechera, totalmente ajeno al despliegue tecnológico.
 Pero algún joven visitante, registró en forma subrepticia las imágenes milagrosas y las subió a You Tube.
 Esta actitud fue la que propició el estallido mediático del suceso, que hizo colapsar la tranquilidad suburbana del anciano viudo, ex-ordeñador manual de las Holando Argentinas.
 Lo notable, era la continuidad del fenómeno, no representado por manifestaciones aisladas del mismo: el enano de jardín que lloraba lágrimas de sangre, lo hacía a cada rato, como si se hallara sometido a un castigo permanente.
 Don José Azorreguichea, viejo ordeñador de La Martona, comentó que cuando se percató de lo que ocurría, retiró al enano del yermo jardín delantero de su chalet -sumamente deteriorado por carencia de mantenimiento- y lo instaló en el living, colocándolo dentro de un cristalero que resultó una inusitada hornacina.
 Como el hombre vivía solo a pesar de su avanzada edad -sus dos hijos y nietos residían en Bilbao- y desarrollaba una acotada vida social, los primeros en enterarse fueron el panadero, el carnicero y un par de vecinos.
 Justamente, uno de ellos, el paraguayo Blas -fletero con una F-100 del '76- se ofreció a custodiar la intimidad de Don José estableciendo un sistema de turnos para observar el portento, al que en pocos días se le adjudicaron propiedades milagrosas de sanación física y espiritual.
 Si bien el cura párroco de la localidad, anunció públicamente  que todo no era más que una aberración idólatra, el vecindario hizo oídos sordos a su advertencia: se agolpaba en la vereda esperando ansioso, el turno adjudicado por el paraguayo para presenciar el rojo llanto del enano de jardín.
 Cuando la situación superó lo meramente local, siendo miles los interesados en acceder al living donde se hallaba la figura, Blas decidió que había llegado el momento de la rentabilidad.
 Creó la extraoficialmente denominada Fundación de la Sacra Contemplación, a la que había que donar el importe de un bono para contribuir al sustento de la obra.
 El mismo variaba de acuerdo a la calidad de la ropa del adquirente, su arribo en auto o en remis,  si al hablar pronunciaba o no las eses finales y otros diversos factores de calificación.
 Los equipos de camarógrafos, a su vez, debían negociar otra tarifa.
 En pocos días, el emprendedor vecino renovó su unidad para fletes; también convino con un odontólogo aplicarse los más caros implantes, para paliar el deterioro de su dentadura con recursos de excelencia.
 Don José, solo disponía de tranquilidad a la madrugada, cuando el paraguayo tenía que dormir y no se permitían visitas a lo que se había convertido en un santuario.
 Fue en uno de esos momentos de soledad, cuando el anciano vasco se levantó de su lecho y recordando como hachaba troncos en su Guipúzcoa natal, destruyó la efigie de jardín mediante certeros impactos de su hacha de mano.
 Pensó que había recobrado el vigor de su juventud, antes de caer exangüe sobre un sillón que se hallaba próximo.
 Su vecino, al escuchar los golpes, ingresó presuroso vestido con pijama, al domicilio del Sr. Azorreguichea -ya tenía llave del mismo- y halló al hombre con el filoso instrumento caído a sus pies.
 -¿Por qué lo hizo, viejo podrido?..., le gritó furibundo, para de inmediato, percibir que le estaba hablando a un muerto.
 Con espanto, giró la vista hacia lo que quedaba del enano...
 Esparcidos en un charco de sangre..., los trozos de basto material semejaban inconcebibles restos orgánicos.
 Ante lo que presenciaban sus ojos, el fletero Blas se alejó corriendo mientras profería destempladas expresiones en guaraní, referidas a un tal Añá...
 La puerta de la vivienda quedó abierta.
 Algunos de los que dormían en la calle para ser de los primeros en ser admitidos, comenzaron a ingresar tímidamente. Evidenciaron cierta confusión en sus expectativas, al encontrar en el interior del santuario, un anciano muerto y un enano de jardín destruido.
 A los pies del viejo, un hacha ensangrentada parecía refulgir extrañamente...

                                                               FIN








lunes, 29 de abril de 2013

ENTRE NOSOTROS

 Era usual que se levantara una vez por noche para orinar, dirigiéndose al baño alumbrado por una linterna que empleaba a los fines de no despertar a su mujer, ni desvelarse él mismo.
 Nada de patológico en el hecho, nada de insomnio, nada de indiscernible emotividad.
 Simplemente..., de modo como automatizado, entre las cuatro y las cuatro y media de la madrugada cumplía con esa necesidad fisiológica, en toda estación, desde hacía un par de décadas.
 De ingerir más bebida de lo acostumbrado, ya sea en la cena en su casa o en una reunión social, quizás se levantaba dos veces en la noche.
 Luego de la micción, se acostaba y se dormía inmediatamente, para reanudar un sueño que solía ser plácido y reparador.
 Como no recordaba haber padecido pesadillas desde su lejana infancia, la presencia -a la luz de la linterna- de un hombre desnudo sentado sobre su inodoro, con los característicos ojos abiertos de quienes no verán nunca más, le provocó tal impresión, que la linterna se cayó de su mano y quedó iluminando el zócalo cercano a la bañera.
 Cuando luego de unos segundos, se recuperó de la conmoción paralizante que lo afectó y que parecía haberlo dejado sin habla, intentó encender la luz.
 Con desesperación, se percató de que el suministro de energía eléctrica se hallaba interrumpido. Emitió un alarido destemplado, de atroz sonoridad en el silencio de la madrugada.
 Su mujer se halló rápidamente a su lado, en el momento en el que se reanudaba el servicio, preguntándole con perceptible angustia que ocurría.
 Con incredulidad, su marido vio que no había nadie sentado sobre el w.c.
 -Tuviste una pesadilla...
 Le dijo su esposa mientras accionaba la descarga del artefacto, dado que el olor fecal resultaba insoportable.
 No le contestó, pero alcanzó a distinguir una copiosa deposición ajena que tomaba el camino de las cloacas.
 -Comiste algo que te cayó mal..., le comentó ella, mientras abandonaba el baño con celeridad.
 Él no le respondió; se sentó en un sillón del living, agobiado.
 Pensó que desde ahora, su sueño ya no resultaría apacible, solo interrumpido inocuamente por la micción consabida: el hombre que defecó en su inodoro, se parecía demasiado a él, a la imagen que le devolvía el espejo de pared ante el que se hallaba.


                                                               FIN


  

martes, 23 de abril de 2013

LA ÍNDOLE DE LA VERDAD

 Tercer cajero sin resultados:
 ¿Como hacerles entender a estos tipos que los bancos ya no me dan un mango?...
 Que figuro como moroso en el Veraz...
 Los pensamientos, parecían agolparse en su mente como forzados por las circunstancias.
 Nuevamente en el auto, el manoplazo al hígado lo hizo aullar de dolor.
 ¿Como lograr que crean que el Honda Civic del '11 no era de él?...
 Que él solo era el chofer de una empresa que lo usaba para el traslado de tripulaciones aéreas, laburo que había comenzado hacía apenas tres días, con el que esperaba tapar los baches que le dejó una actividad por cuenta propia colapsada.
 Parecía que no querían enterarse de la verdad...
 Les quiso mostrar la cédula verde y respondieron a su propuesta con un sopapo.
 Tampoco querían el auto; parecían un hato de infelices bajo dominio del paco: solo querían efectivo.
 -Nos mentís con la clave..., le dijo el más sacado de los tres, encendiendo la radio en una emisora que transmitía un programa musical de éxitos retro.
 -Esto te pasa por mentiroso, gato..., le dijo el que se peinaba como un wachi-turro, mientras le hundía la base del cráneo mediante culatazos certeros, aplicados con metódica eficacia.
 Lo dejaron abandonado en el Honda.
 Descendieron con premura, para subir al Gol que los seguía con un cómplice al volante, desde que interceptaron el automóvil conducido por la víctima y comenzaron a recorrer cajeros automáticos.
 -Lo cagué a culatazos por mentiroso..., le comentó el del peinado con cresta al chofer del Gol.
 -Busquemos otro..., fue la contestación.
 En el impecable Honda Civic abandonado por los delincuentes, sonaba: ... es peligroso decir siempre la verdad..., cantado por Raffaella Carrá.
 En el asiento trasero, el único ocupante del vehículo ya no podía escuchar el tema..., su semblante crispado en un rictus de  impotencia y horror.

                                                                  FIN

lunes, 22 de abril de 2013

Q.P.D.

 Ingresó de madrugada, pasadas las cuatro.
 No halló a ningún familiar del difunto, ningún amigo, ningún conocido.
 La casa de velatorios -ubicada en el G.B.A. profundo- se hallaba tan desolada, como pensó debía estarlo la estación ferroviaria de la localidad.
 Le extraño la ausencia de los deudos cercanos, por lo demás, sabía que los menos allegados no asistían a esa hora a los velorios.
 Su caso era distinto: trabajaba de operador en una FM y su horario era discontinuo, altamente irregular.
 De todos modos, se dispuso a ver en la capilla ardiente el cuerpo yerto de quién no fue su amigo, pero sí una persona que años atrás frecuentó.
 Estaba próximo a acceder a este sector del establecimiento funerario, cuando una voz femenina a sus espaldas, levemente enronquecida y de sugerente densidad vocal, le preguntó si deseaba un café.
 Se dio vuelta para decirle que sí, que ese sería el decimosegundo café que bebía en la jornada, cuando se sintió impactado por esa presencia de mujer:
 Alta, de formas rotundas y rasgos faciales algo duros, pero violentamente sensuales.
 Vestía una blusa blanca decorosamente abotonada, pero que revelaba la contundencia de los senos, pollera negra amplia y sandalias de taco alto, favorables a realzar un buen par de piernas destacado por las medias negras de fina trama.
 Uniformada..., pensó Rodrigo Santani, una azafata de velatorio que resguarda al muerto, como las huríes del paraíso de Mahoma reciben a los guerreros de la Jihad.
 Santani era un varón heterosexual pleno, siempre fascinado por el sexo opuesto; siempre atrapado por el magnetismo de ellas, como los animales por el estro de las hembras.
 -Me gusta bien cargado..., le respondió a la empleada de la sala de velatorios.
 -Está bastante cargado..., fue la contestación, acompañada por una sonrisa prometedora mientras le acercaba el pocillo humeante.
 Santani le rozó la mano más de lo debido, mientras aferraba la pequeña taza.
 -¿No hay nadie de la familia?...
  Le preguntó, mientras bebía la infusión en un par de sorbos.
 -En estos momentos, nosotros somos la familia...
 Santani sopesó esa contestación. Le pareció válida, rica en significados.
 Consideró que se trataba de una mujer inteligente, además de atractiva.
 Le devolvió el pocillo vacío e ingresó al recinto donde se hallaba el finado, acondicionado ceremonialmente.
 A la cabecera del féretro, un back-light imitación vitraux, ostentaba una gran cruz que era el único símbolo religioso presente.
 El cadáver, exhibía la palidez usual y en conjunto, el aspecto de indefensión que se encuentra en todos los muertos.
 Santani le dirigió una ligera mirada. Recordó que hacía un lustro, tuvo relaciones profesionales con el fallecido. Había sido el productor de un par de programas radiales en los que él trabajó.
 No se había percatado que la azafata se hallaba detrás suyo.
 Se sorprendió cuando la mujer, apagó la luz de las lámparas que simulaban velas, quedando el ambiente solo iluminado por el back light instalado en la pared.
 Ella quedó muy cerca suyo.
 Unieron sus labios, lamiéndose y jugueteando con las lenguas.
 El hombre le abrió la blusa; le bajó el corpiño y comenzó a sorber los pezones erectos y generosos, como si esperara recibir una sustancia nutricia.
 Lo demás resultó demasiado rápido...
 Ella se quitó la tanga negra con un movimiento preciso y erotizante; de inmediato, le abrió la bragueta haciendo aflorar el miembro ya erecto.
 Se dedicó a chuparselo apasionadamente, llenándose la boca con esa carne en barra.
 Haciendo un esfuerzo para contener la inminencia de la eyaculación, Santani se sentó en la única silla que se encontraba en el sitio, colocándose la hembra a horcajadas, con la pollera levantada como un capullo florecido.
 Aquella noche corrí el mejor de los caminos..., pensó Santani, rememorando a García Lorca, mientras la mujer agitaba su pelvis como enloquecida, tapando sus gemidos con besos que a veces se convertían en mordiscos.
 Santani derramó su caudal dentro de ella; subjetivamente, le pareció medio litro de esperma.
 La azafata, luego de reponerse con premura, se retiró presurosa en dirección al toilette de mujeres.
 -No quiero que se entere mi compañera..., le dijo, señalándole donde estaba el baño de hombres.
 Santani fue hacia allí a los fines de higienizarse.
 Al salir, no la encontró, solo vio a la compañera, una mujer mayor de rostro ajado y rictus de amargura.
 La saludó con discreción y nuevamente estuvo ante el difunto, para efectuar una última muestra de respeto a su memoria, algo que el suceso acaecido con anterioridad interrumpió bruscamente.
 Las velas eléctricas se hallaban otra vez encendidas. Le resultaba difícil de creer lo que le revelaban sus ojos:
 El cadáver sonreía.
 Abandonó la sala rápidamente perturbado por la visión: percibía cierta sensación de irrealidad. Pero antes de ascender a su auto estacionado en la cuadra, el también sonrió, al pensar que mucha gente creía en la comunicación con los muertos; a esta certidumbre, él le agregaba ahora la de la complicidad entre machos vivos y muertos.

                                                                      FIN











  

jueves, 18 de abril de 2013

FUERA DE QUICIO

 Ascendió al colectivo en la parada de Bernardo de Irigoyen e Independencia.
 Se sentó en el último asiento libre que quedaba.
 Probablemente, la apostura de este hombre motivaba la atención de los demás pasajeros, incluso la de los jóvenes, con sus auriculares colocados que los aislaban del entorno.
 Levemente canoso, peinado con una mezcla de esmero y onda casual, la tez bronceada de un modo que podría sembrar dudas entre cama solar o jornadas náuticas en el Mediterráneo, vestía un ambo que si no lo había diseñado Armani, lo hizo el confeccionista que se quedó con los moldes..., aunque dada la prestancia del individuo-con zapatos de ante y corbata de inequívoca seda natural, al tono del atuendo-era difícil presumir que comprara productos que no fueran auténticos.
 En su diestra, un attaché portanotboock genuine leather, parecía grabar la impronta de un ejecutivo o empresario de primera línea.
 No empleó la tarjeta SUBE sino monedas, dando a entender que no era usual que recurriera al transporte público.
 Al desprenderse el saco, alguien pudo advertir el monograma bordado sobre la camisa de voile, que transparentaba discretamente el trabajado tórax del individuo; también se podían discernir los gemelos esmaltados, prendidos a los dobles puños, que asomaban del modo establecido por los más estrictos cánones de la elegancia tradicional.
 Los efluvios de un perfume varonil, inequívocamente masculino de tipo black, se esparcieron por el interior del vehículo.
 Resultaba difícil de entender porque un sujeto de estas características, no viajaba en un auto de alta gama o al menos en un taxi.
 ¿Este tipo en un bondi?..., puede haber sido un pensamiento generalizado en el pasaje.
 Cuando habló mediante un delgado celular en un inglés impecable, de sonoridad shakespeareana, quizás entre los demás  se desarrolló un íntimo asombro.
 El colectivo recogió nuevos pasajeros que viajaron parados, mientras el tránsito se adensaba al acercarse a la zona más céntrica y el transporte circulaba a paso de hombre.
 No transcurrieron cinco minutos desde su ascenso, cuando el sujeto exquisitamente atildado, pronunció con un vozarrón estentóreo:
 -¡Azcabuchi!...
 Nada más.
 Los pasajeros se miraban entre ellos estupefactos; el chofer, lo hacía a través del espejo retrovisor. Se había  generado como una alianza entre desconocidos para compartir, si se quiere graciosamente, la sorpresa y el desconcierto.
Era atinado pensar que se trataba de un loco, que profería vocablos que solo poseían sentido para él; los jóvenes dejaron de ocuparse de sus dispositivos electrónicos, para estar atentos ante una nueva expresión del gentleman.
 Este se mostraba impertérrito, sin distender ni un músculo de su rostro.
 En algunos, comenzaron a asomar tímidas sonrisas, que a medida que se desarrollaba el recorrido sin otros incidentes, fueron desapareciendo.
 Pero cuando se repitió:
 -¡Azcabuchi!..., con voz ronca y destemplada, fueron muchos los que se tentaron y hacían esfuerzos denodados para no estallar en carcajadas, dado que la faz de ese gentleman, se mantenía tan impasible como la de un avezado jugador de póker.
 El asombroso dandy se hallaba sentado en un asiento doble, del lado del pasillo. Su acompañante, un hombre de mediana edad y aspecto delicado, daba la impresión de querer levantarse, pero era dable suponer que le incomodaba solicitarle permiso al otro, quizás hasta le provocaba cierto temor: el que se siente ante la locura, ante un orden ajeno, contra el que la comunicación consabida se estrella y estalla con consecuencias imprevisibles.
 Una joven que portaba textos de psicología, le comentó a su ocasional compañera de asiento, que podría tratarse de un tic o una compulsión irrefrenable; la mujer asintió, lagrimeando por la risa contenida.
 Nuevamente, a las pocas cuadras, se escuchó:
 -¡Azcabuchi!...
 En esta oportunidad, un gracioso muchacho de aspecto informal, le contestó con un rotundo:
 -¡Azcabuchi!..., desde la parte posterior, entre abiertas risotadas que contagiaron al resto de los pasajeros y al chofer.
 El presunto ejecutivo de aspecto impecable se levantó de su asiento, dejando sobre el mismo el attaché-portanotboock.
 Mediante un par de pasos, se ubicó junto al joven que emitió la burla.
 Su rostro pareció congestionarse, como mutando hacia una máscara contraída y horrenda.
 Aferró el cuello del muchacho con ambas manos y comenzó a apretarlo.
 El joven se revolvía impotente ante una fuerza superior, gritando:
 -¡Auxilio!...¡Me mata!..., mientras su agresor exclamaba:
 -¡Azcabuchi es mio!...¡Mio!...¡Solo mio!...
 Los presentes prorrumpieron en gritos desaforados, mientras el chofer frenaba el vehículo, su rostro absorto   mirando por el espejo.
 Un hilo de sangre, serpenteaba desde la boca de la víctima del ataque, que había caído al piso y se hallaba en apariencia inerte.
 -¡Lo mató!...¡Lo mató!..., gritaba una mujer, entre horrorizada y temerosa, queriendo abrir desesperada la salida de emergencia.
 Seguramente, si alguien pensó en que todo era una cámara oculta, una jodita para Tinelli, cesó en su suposición de inmediato. La situación poseía un absurdo dramatismo, que en su inmediatez, se imponía a toda especulación.
 Los pocos que parecieron estar dispuestos a enfrentar al dueño de Azcabuchi, desistieron al ver ese semblante demudado, que provocaba pavor.
 Pero cuando parecía que la situación se desbordaba hacia extremos imprevisibles, agresor y agredido, distendieron sus rostros al unísono, evidenciando una amplia sonrisa.
 La joven "víctima", limpiando con un pañuelo las huellas rojas que le dejó la pastilla de ketchup masticada.
 El atildado ejecutivo y "victimario", alisando su traje de óptimo corte.
 Se tomaron de la mano-ante la perplejidad y el silencio de los pasajeros y del chofer-y saludaron con una reverencia.
 -Estimado público...
 Esta es otra realización del Teatro Nacional Ambulante, que convierte el drama en comedia en un abrir y cerrar de ojos.
 ¡Las dos carátulas a la vista!...¡El bifronte monstruo humano evidenciado!...
 El más joven-que era quién hablaba-extrajo de su mochila una efigie bifásica.
 -Las dos carátulas..., prosiguió, el llanto y la risa...
 El horror y la distensión...,nosotros dispensamos emociones.
 Luego de esta alocución, el otro tomó la palabra:
 -Esto es teatro; o sea, mentira, pero si el espectador no sabe que es teatro, la mentira se torna tan conmovedora y legitima como la verdad.
 Ese es nuestro propósito.
 Lograr que cuando finaliza la función teatral, Vds. los espectadores, respiren aliviados.
 -¡Y se caguen de risa!...
 Dijo el más joven, predicando con el ejemplo, o sea, emitiendo mediante algún dispositivo oculto, sonido de pedorreo.
 El "ejecutivo",  prorrumpió en carcajadas que parecían genuinas, antes de retomar su discurso.
 -De ahora en más, cuando Vds. suban a un colectivo, piensen que se puede abrir un mundo de emociones que incinere sus rutinas.
 Eso es lo que hacemos:
 ¡Teatro extraterritorial!...
 Nos alejamos del consabido territorio de la escena, delimitado por los límites ambientales, para instalarnos en la vida cotidiana, enriqueciéndola..., al dejarla fuera de quicio.
 Los actores, eran los únicos que hablaban en el colectivo, detenido en el medio de la calle, generando un sinfín de bocinazos y puteadas de los automovilistas trabados en su marcha.
 -Ahora mi compañero-continuó-va a pasar la gorra para obtener una amable colaboración de todos Vds., a voluntad...
 Comenzaron a escucharse sirenas policiales,debido al caos vehicular producido; fue en ese momento, que los versátiles interpretes de obras innominadas y carentes de libreto, dieron por terminada su función, obligando al conductor a abrir la puerta bajo la amenaza de algo parecido a una pistola. El hombre, carecía de interés en averiguar si lo era y abrió las puertas.
 Se alejaron corriendo a los gritos de:
 -¡El colectivo está por estallar!...¡Hay un explosivo adentro!..., sembrando la confusión entre peatones e incrementando el desquicio, lo que resultaba parte de la acción artística que ejecutaban.
 Perdidos entre el gentío y luego resguardados con tranquilidad, en uno de los pocos pasajes céntricos cubiertos de circulación pública, el más joven le dijo al otro:
 -A veces pienso que esto que hacemos es al pedo; nunca conseguimos recaudar nada con la gorra.
 -No pierdas la fe..., le respondió el de saco y corbata, el camino más alto es el más desierto. Lo que pasa es que siempre tenemos que rajar, porque está la cana cerca y no nos vamos a exponer por escándalo en la vía pública o algo así.
 Fue en este momento, que el dialogo adoptó una tensión inusitada.
 -Eso está bien para vos, que sos el chongo de un marica rico que te banca todo, incluyendo tus experimentos teatrales, pero no es mi caso.
 Yo necesito comer todos los días, pagar el alquiler de la pieza, fumar tabaco y a veces algún porro.
 Agreguemos la birra, el fernet, la pilcha, los gastos emergentes por alguna mina o por lo que sea.
 Yo tengo que cobrar un cachet fijo.
  Las carcajadas del pseudo-ejecutivo, llamaron la atención de los escasos transeúntes que circulaban por el pasaje cubierto.
 -¿Y cuanto pretendés?...
 ¿Estás sindicalizado en la Asociación Argentina de Actores?...¿Querés que consulte a Luis Brandoni?...¿Querés establecer relación de dependencia?...
 Su risa prosiguió desbocada, pero se interrumpió bruscamente por el impecable directo a la mandíbula, que le propinó el más joven.
 El hombre de traje acusó el impacto:
 Se fue derrumbando lentamente con la espalda apoyada contra la pared del pasillo.
 Antes de desvanecerse, recordó que el muchacho era boxeador aficionado; le pareció que de los buenos.
 El joven no tardó en hacerse de la billetera y el celular del caído, antes de emprender rauda fuga.

 El que aparentaba ser un ejecutivo no tardó en reaccionar, en volver en sí, ya rodeado por tres efectivos policiales.
 -¿Está bien, Sr.?..., le preguntaron casi al unísono.
 Asintió con un gesto, mientras comprobaba que su dentadura no había sufrido daños.
 -No lo pudimos agarrar; nos avisaron cuando ya se había escapado.
 ¿Quiere radicar la denuncia?..., le preguntó el de mayor rango.
 -No podría..., dijo el hombre que fue robado con violencia, incorporándose.
 Al escuchar su respuesta, los policías lo observaron con curiosidad.
 -¿Como puedo denunciar las consecuencias imprevisibles de una acción teatral de índole no convencional?...
 ¿Como efectuar un reclamo porque teatro y realidad se fundieron en su connubio sustancial?...
 La vida es teatro, estimados uniformados, mientras que el teatro es la apropiación de su índole específica para representarla como espectáculo; como espejo no acotado por un marco..., como si su reflejo fuera infinito.
 Pero también es desequilibrio, como la fragilidad de la carne que nos contiene, como esos deseos de huir de la función, para de todos modos, volver a ella.
 Ante el estupor de los policías, recitó a Calderón de la Barca, el de El gran teatro del mundo:
 -Hombres que salís al suelo por una cuna de hielo y por un sepulcro entráis, ved como representáis...
 Intentó retirarse, pero a esta altura de los acontecimientos, los miembros de la fuerza pública se lo impidieron de buena manera, mientras esperaban la ambulancia de asistencia psiquiátrica que solicitaron por handy.


                                                                     FIN


















miércoles, 10 de abril de 2013

TENEDOR LIBRE

 Ambos almorzaban solos.
 Las mesas colindantes con cuatro sillas alrededor de cada una, se hallaban enfrentadas.
 Más precisamente, ambos comensales, cada cual en su mesa, se hallaban cara a cara, ocupados en el menester de su copiosa ingesta.
 El restaurante chino, de modalidad tenedor libre, implicaba que ambos se levantaran de sus asientos con cierta regularidad, para aprovisionarse de la abundante oferta gastronómica que ofrecía el establecimiento. 
 Luego de una meditada elección, se decidían por los platos que despertaban su apetito.
 En algún momento, ambos coincidieron con sus miradas mientras registraban la isla de comidas calientes.
 Ninguno pareció otorgarle importancia al suceso, por otra parte, carente de la mínima magnitud significativa, pero ambos sabían que la importancia de lo que acontece no depende de parámetros objetivos.
 La creencia en esto último, deriva de una de las enseñanzas atávicas que mantiene el orden del mundo, la categorización de los actos en base a niveles de importancia, que remedan en cierto modo la división de castas practicada por determinadas culturas; dicho de otro modo, existirían actos brahmanicos y actos parias.
 El hombre que puede discernir, más allá de lo que la sociedad y la historia discernieron por él y para él, sabe que lo nimio y lo trascendente escapan a la humana comprensión; que una mota de polvo arrastrada por una súbita corriente de aire, puede generar el estornudo que descompensará el cosmos, extinguirá soles, provocará el big-bang en galaxias tan remotas, que solo pueden imaginarse poética o teologalmente.
 Ambos comensales, del tenedor libre chino, lo sabían.
 Uno de ellos, recordó un cuento de Adolfo D. Faistman-escritor considerado repodrido en base a observaciones facilistas-titulado Las alas del cataclismo, mientras ingresaba al baño a los fines de desalojar de su vejiga, alrededor de 1.000 cm3 de vino de la casa; al menos, alguna proporción de lo que bebía durante el almuerzo.
 El otro-de origen ruso-era un inveterado lector de Adolfo D. Faistman en español. Accedió a tal material cuando estudiaba castellano en Moscú, en el prestigioso Instituto de Lenguas Extranjeras, antes de viajar a Sudamérica como especialista en seguridad informática.
 Se consideraba magnetizado por este escritor, incluso, pensó en hackearle el blog entreel0ylaz a los fines de enviarle un mensaje críptico.Era lo que sabía hacer y en Rusia lo practicaban con fruición.
 Pero no lo hizo.
 Prefirió que Faistman siguiera escribiendo en libertad; más aún, en ocasiones pensaba que Adolfo D. Faistman no tenía existencia concreta, sino que se trataba de un soft inteligente-quizás de trastornada inteligencia-destinado a que lo lean la menor cantidad de lectores posibles.
 Así de selectivo; así de repodrido, facilísticamente hablando.
 El ruso se llamaba Riúrik, nombre por cierto, fundacional de estirpe, aunque no había nacido en Nóvgorod sino en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado.
 El otro solitario comensal del tenedor libre Aurora, era un individuo avieso, de desvalida condición moral, con un pasado recordado como jirones de la máquina destructora de papeles.
 Vivía de la caza y de la pesca.
 La caza.
 Arponear alguna mina de mediana edad para arriba, meterse en su casa, proporcionarle solaz a cambio de manotear lo que pudiera, aunque solo sea techo, comida y cigarrillos; el sexo ya venía incluido de entrada.
 La pesca.
 Algún incauto que mordiera el anzuelo de sus negocios inverosímiles, pero de estos cada vez había menos.
 Este hombre leía a Adolfo D. Faistman con el fervor del desesperado, del que deshilachó la esperanza en vanos interludios, pero aún conservaba una pelusa de la misma, dispuesto a consumirla en la lectura de quién solo le prometía ficciones apertoras de la conciencia. Esto último, en la medida-altamente improbable-de que se dispusiera a abrir las puertas de la percepción, como diría Aldous Huxley, cuando el individuo reconocía para si mismo, su escasa voluntad de aunque sea, entornarlas.
 El ruso también se dirigió al baño del tenedor libre Aurora, donde el perdulario seguía frente a uno de los dos mingitorios que había en el sitio.
 Ambos evitaban mirarse mientras meaban, en esa tácita convención que rige entre los varones heterosexuales.
 Pero finalizadas las respectivas micciones, el ruso y el otro se encararon.
 -Pinchaste la milanesa que yo deseaba. Te llevaste la porción de pizza napolitana con más queso, la que yo tenía mentalmente elegida.
 Agregaste a tu plato tres albondiguitas al horno, que eran las más crocantes, las que yo aprecié para llevarlas a mi plato.
 El hombre que vivía en la precariedad del permanente salvataje personal, le siguió enumerando al ruso los numerosos saqueos gastronómicos que le infringió.
 El nativo de la actual San Petersburgo hacía como que no lo oía, mientras se lavaba las manos meticulosamente.
 Luego de secarse con una tohalla descartable, le respondió en un más que aceptable castellano, con algo de acento foráneo.
 -Vd. me acusa solo en base a supuestos; interpretaciones suyas de carácter íntimo huérfanas de todo sustento.
 Por otra parte...
 Me cago en su alma...
 Con diarrea.
 El acusador asimiló el insulto sin reaccionar. No le contestó y retornó al salón comedor, para ubicarse en su mesa y beber un largo trago del vino de la casa, el mismo que acompañaba la comida del otro.
 El ruso se sentó en la suya luego de pasar por la parrilla, acumulando en su plato chorizo, morcilla, chinchulines, vacío y asado, todo cubierto por una densa capa de chimichurri. Las papas fritas ya las había recogido antes.
 El sujeto de las actividades inciertas, de los trabajos eventuales limítrofes entre la ley y el delito, se levantó de su mesa para dirigirse a la parrilla.
 Retornó a su ubicación con una tira de asado ornada por una ensalada de lechuga, tomate y cebolla, acompañada por una porción generosa de salsa criolla.
 Comió mirando los ingredientes, pero con cierta intermitencia, intercambiaba miradas indescifrables con el eslavo especialista en sistemas.
 Observó que el ruso se incorporó nuevamente para dirigirse al toilette.
 Esperó un par de minutos y él también se encaminó a la instalación sanitaria del restaurante.
 Lo encontró al ruso lavándose la cara, enrojecida por la copiosa pitanza ingerida, acompañada por ese vino que si bien no poseía excelencia, no era mezquino en decoro.
 Parecía como si fuera una escala técnica, en su raid culinario y enológico.
 El comensal que altri tempi, hubiera sido categorizado por la autoridad competente como vago y mal entretenido, abordó al otro directamente, sin circunloquios.
 -Maldito hijo de puta, solo pude conseguir tira de asado porque te llevaste el último vacío, el último par de chorizo bombón y la última morcilla a la vasca.
 El ruso, rubio de ojos claros, de buena contextura física, pareció adoptar una pose de defensa marcial.
 Le espetó su réplica.
 -Vd. es un marginal.
 Casi me parece oler su desarraigo, su carencia de dignidad. No le digo nada nuevo...
 Vd. lo sabe de sobra.
 Me recuerda a ciertos personajes de un escritor que me fascina.
 Pero Vd. no pertenece a la ficción.
 Vd. es una real mierda.
 El que recibió el insulto, se sintió dostoyevskyanamente humillado y ofendido.
 Pensó que no iba a tolerar que ese individuo, extranjero por añadidura, prosiguiera hostigándolo, aún con su sola presencia.
 Le habló con tono violento.
 -Vos, grandísima basura, también me recordás un personaje de un escritor que sigo. Pero vos sos un cretino con existencia material y yo te la voy a reducir a niveles de nulidad...
 A estas palabras, le sucedió un ataque artero, con amague equívoco, que culminó con un minicuter oxidado rajando la garganta del ruso.
 La sangre del nacido soviético manó a raudales, pero el hombre consiguió antes de caer, incrustarle a su agresor un cuchillo tramontina para asado-que se había llevado de su mesa-en plena tráquea, dejando solo asomada la empuñadura.

  Luego de abonar su adición, otro comensal solitario se dirigió al baño del tenedor libre Aurora, para  desalojar de su vejiga la ingente cantidad de tinto de la casa ingerido, pero no llegó a abrir del todo la puerta, cuando la cerró en forma súbita. Si bien sin inflexiones histéricas, como hombre preparado para los hallazgos estremecedores, gritó pidiendo que llamaran de inmediato al 911.


 La intervención policial fue rápida; el sumario se caratuló inicialmente como doble homicidio en riña.
 Por ser quién halló los cadáveres, el comensal que ya se retiraba debió prestar una sucinta declaración, presentando, antes de firmar, documento a nombre de Adolfo D. Faistman.
 Le preguntaron si conocía a los occisos, lo negó terminantemente.

                                                                 FIN









  
  

martes, 9 de abril de 2013

EL CHORRO DEL ARTE

 Harold Stermann, neoyorquino nacido en 1885, individuo de turbio pasado y futuro incierto, concurrió a la exposición celebrada en la Sociedad de Artistas Independientes, con el solo propósito de hallar un sitio donde mear.
 En ese año de 1917, Harold -de ascendencia austríaca- simpatizaba plenamente con las Potencias Centrales en el conflicto bélico que destruía a Europa, a la vez que abominaba de la participación de su país a favor de la Entente.
 En plena reflexión mientras caminaba, sobre el rumbo que podría llegar a tomar la contienda, así como sobre el modo de conseguir dinero para pagar sus deudas de póker, trataba de no pensar en la inmediatez con que necesitaba saciar la plenitud de su vejiga. Cuando observó el edificio en el que se celebraba el evento de vanguardia, no dudo en ingresar a los fines de acceder al toilette.
 Perdido entre las obras expuestas, sin poseer conocimientos importantes sobre artes plásticas, Stermann no hallaba ninguna indicación respecto a donde estaba ubicado el baño.
 Cuando lo vio...
 Relegado a un área periférica de la sala en la que se exhibían obras de más de mil artistas, un mingitorio se ofrecía a su vista, con la promesa del alivio a su tormento.
 A pesar de sus carencias en cuanto a apreciación estética, Stermann interpretó que se trataba de una obra de arte por el solo hecho de haberse disfuncionado de su empleo utilitario.
 Observó que poco público se detenía ante la pieza denominada Fountain, firmada por R. Mutt.
 Incluso, escuchó algunos comentarios referidos al gusto asqueroso y a la desviación del sentido de las bellas artes.
 Rápidamente, Harold Stermann, decidió incluirse en la historia del arte, fisiológica y conceptualmente.
 Se desabrochó la bragueta y lanzó un chorro de orina, potente y ambarino, sobre el artefacto inclinado a 90º de su posición normal de uso, lo que esparció su meada sobre el parquet de la sala.
 Un par de robustos guardias se abalanzaron sobre el meador artístico, pero manifestaron cierta prudencia, cierto temor a interrumpir el chorro que iba a la Fountain.
 Recién después que sacudió su miembro y lo guardó decorosamente, riéndose mientras gritaba:
 -¡Orino al mundo con mi carcajada!..., Stermann comenzó a recibir sopapos de discreta eficacia, para terminar virtualmente arrojado a patadas a la vía pública de Nueva York.
 Antes de adoptar un rumbo impreciso en la caminata próxima a emprender, les gritó a los de adentro:
 -¡Esa obra de arte dejó de ser individual para integrarse a la alta simbiosis, la del que crea lo inerte aunque sea por un simple traslado y el que le otorga la humana vivacidad, aunque sea meándola!...
 Por otra parte:
 ¡Me cago en el artista que no tuvo pelotas para exponer un water closet, porque si lo exponía se lo llenaba de soretes!...
 Estas expresiones, pronunciadas de modo altisonante, fueron escuchadas por Duchamp -el autor de la obra que firmó con seudónimo- así como por su amigo Arensberg, quienes posteriormente renunciaron a sus cargos en la Junta de Admisión de la Sociedad de Artistas Independientes.
 Dicha decisión, fue motivada en buena medida porque lo corrieron a Harold Stermann sin poder alcanzarlo, dado que el susodicho, luego de una errática caminata abordó un tranvía que lo alejó de la zona.
 Duchamp y Arensberg consideraron que ese desconocido, con su acto desacralizador e impío, era aún más dadaísta que ellos y el verdadero fundador del arte conceptual.
 Luego de ser fotografiado por Alfred Stieglitz en la celebre Galería 291, el urinario desapareció misteriosamente.
 De modo simultáneo a dicho suceso, Harold Stermann abandonó los lugares que solía frecuentar y fue absorbido por la bruma del olvido; posiblemente, luego de ser lesionado por no poder pagar deudas de juego contraídas o quizás por problemas ocasionados por su franco apego al bourbon.
 Alguién dijo que se convirtió en un homeless, que revolvía un basural buscando hipotéticas obras de arte entre latas de conserva abolladas, papeles de diarios, detritus humanos emanados de la cloaca cercana, trozos de sanitarios desechados...
 Marcel Duchamp y Arensberg nunca conocieron la identidad de ese individuo, espontáneo y primigenio performer, proto-artista conceptual que se atrevía a trastornar la concepción plástica ajena, ya de por si producto del trastorno que ocasionaba el cambio de una época en la naturaleza del arte, que de ahora en más, estaba habilitado para acceder a los deslumbres orgánicos, incluso fetales.


                                                                         FIN


lunes, 8 de abril de 2013

CERCA DE LA TERMINAL

 Solo tres pasajeros ocupaban el colectivo, ya cercano al final de su recorrido, cuando él ascendió.
 Una parejita adolescente del mismo sexo-femenino-que intercambiaba apasionados besos próxima a un hombre cincuentón, vestido con ropa de trabajo, que aunque podía ver las efusiones de las muchachas prefería mirar para otra parte.
 Se ubicó en un asiento de dos, en la parte posterior del vehículo.
 Se sentía relajado, si se quiere alegre, después de sobrellevar problemas de salud que supuso serios y seguramente lo eran, pero a los que consideraba ya salvados.
 Tuvo un par de semanas ajetreadas con análisis y estudios médicos diversos-de algunos de los cuales aún no tenía los resultados-lo que para alguien que siempre presentó buena salud, resultaba una experiencia inquietante. Pensó que para ser sincero consigo mismo, debía calificarla como aterradora.
 Pero la consideró parte del pasado..., por más reciente que este fuera.
 La actividad erótica de las muchachas comenzó a resultarle excitante, pero descendieron bruscamente en la siguiente parada, luego de pegarse a la tecla que encendía la luz que le avisaba al conductor de la solicitud de detención.
 Dedujo que de tan calientes, las guachas se olvidaron donde debían bajar.
 Lamentó lo breve de la exhibición a la que asistió.
 Estos son los tiempos que corren..., fue su reflexión al recordar su adolescencia en el Colegio San José, pupilo.
 En la parada que sucedió a la anterior, bajó el hombre con ropa de trabajo; hubiera quedado como único pasajero, de no haber ascendido una señora muy mayor vestida de negro, que por alguna razón no aplicó la tarjeta SUBE ni pagó el pasaje.
 Como restaban pocas cuadras para arribar a la terminal, interpretó que el chofer la dejaba viajar gratis por cortesía.
 Lo que le pareció increíble, fue cuando la añosa mujer se sentó a su lado, hacia el pasillo, estando todos los demás asientos desocupados.
 Molesto por el comportamiento de la que tildó como vieja de mierda, quizás afectada de demencia senil, su primer impulso fue cambiar de asiento, pero dado que ya finalizaba el viaje se resignó a aceptar esa decrépita compañía a su lado.
 Apenas el vehículo se puso en movimiento, sintió el olor que emanaba de la vieja y creyó descomponerse.
 Como a putrefacción; como si las vísceras de la anciana ya estuvieran podridas.
 -Permiso..., le dijo para que lo dejara pasar.
 Quería huir.
 La vieja le aferró un brazo con su mano huesuda y lo hizo sentar nuevamente.
 Detectó que poseía una fuerza sobrehumana.
 -Conviene que te tranquilices; que aguantes mi olor y mi presencia..., sino, todo te va a resultar más penoso.
 Le dijo con voz cascada, pero a su vez, envolvente, de una sonoridad como hipnótica.
 Le hizo caso.
 Hasta percibió un extraño bienestar, cuando la mano descarnada comenzó a acariciarle las sienes, como lo hacía su madre cuando era un niño.
 Se acomodó mejor en su asiento y sintió que ya no le importaba nada; que había logrado acceder a cierto sitial de bienhechora vacuidad.
 Que había superado las pasiones, goces y terrores que configuran el espectáculo que denominamos vida, magnífico y atroz.
 A tal punto esto era así, que no lo impresionó que la anciana dama exhibiera una rústica tijera de hierro, con la que iba a cortar un hilo enredado...
 Tampoco, ver pasar la terminal mientras el colectivo proseguía su marcha.

                                                                   FIN



viernes, 5 de abril de 2013

CAMINOS VECINALES

 ¿Había algo peor que quedarse detenido en la ruta por un desperfecto mecánico?..., pensó.
 Su auto, rompió la correa de transmisión.
 Nunca se sabe en que estado se encuentra cuando se compra un vehículo usado..., agregó a sus pensamientos, como para reconfortarse con que no hubo torpeza de su parte.
 Pero hallarse sin acompañante, en un solitario camino vecinal de Santiago del Estero a las tres de la mañana, le resultaba particularmente inquietante.
 Maldijo su propensión a conducir de noche, con la idea de que se anda más tranquilo.
 Normalmente, hubiera llegado al pueblo a las cinco y treinta, la hora en que lo esperaban, realizaba la tarea de agrimensura encargada y se volvía sin problemas a Santiago Capital, ciudad donde vivía, para entregarse a un sueñito reparador y todo ok.
 Un sonido raramente sibilante, como ahuecado, interrumpió su evocación de lo que ya no podría ser.
 Observó los alrededores con prevención, iluminándose con una linterna.
 Nada.
 Solo lo rodeaba un campo que parecía bien surtido de agua, a pesar de la oscuridad reinante. Recordó que era zona de aguas surgentes.
 Se tranquilizó y consideró sus posibilidades.
 Su celular no tenía señal.
 Solo le quedaba esperar que amaneciera y pasara algún vehículo, a cuyos ocupantes pudiera solicitar ayuda.
 Decidió quedarse en el auto hasta que llegara la claridad. Por suerte-consideró-la noche era templada.
 Se propuso en el futuro ser más detallista: creyó llevar una correa de repuesto, pero no fue así.
 Aseguró las puertas e intentó dormir algo, luego de reclinar el asiento del conductor.
 Al poco tiempo, estimó que no conciliaría el sueño; se hallaba demasiado tensionado por la situación.
 Aceptó íntimamente que tenía miedo.
 No exactamente a ser víctima de robo, ataque de borrachos o de narcos nocturnos que no deben dejar testigos. Analizado objetivamente, todo esto le parecía altamente improbable.
 Sentía miedo a la penumbrosa soledad que lo rodeaba, como si los temores infantiles, primordiales, volvieran a instalarse en su psiquis.
 Ciertas historias referidas en el ámbito familiar, en la escuela, en el barrio, parecían adoptar vigencia al aflorar su recuerdo nebuloso, cargado de algo impreciso pero intimidante.
 Quiso desechar estas imágenes mentales ominosas, referenciando para si mismo, que se trataba de un agrimensor suficientemente calificado a pesar de su juventud, con una novia tucumana a la que adoraba y con quién pensaba casarse próximamente.
 Sintió que pensar en Carla le hacía bien , lo reconfortaba.
 Observó las fotos que tenía de ella en el smartphone. Algunas, le provocaron una incipiente erección.
 Pero el sonido sibilante, escuchado nuevamente, interrumpió toda posibilidad de desarrollo completo de la misma: esta vez, lo escuchó dentro de su vehículo.
 Encendió la luz interior, pero no distinguió nada inhabitual.
 Con aprensión, salió al exterior iluminando el entorno con la linterna.
 Vio una liebre fugazmente encandilada, que pudo brincar y perderse entre las matas.
 Nada que pudiera justificar el sonido perturbador escuchado en dos ocasiones.
 Estimó que el mismo poseía una configuración extraña para el oído, al menos el humano; parecía que el sonido reptara.
 Reflexionó en que su aparición, remitía a una sonoridad como con inteligencia propia, que se desplazaba y replegaba en aras de un propósito indiscernible.
 Por más que fuera sibilante, no le recordaba al de las serpientes que conocía de la televisión y de la vida real: no parecía que su origen fuera biológico.
 Tomó conciencia de que una extendida sensación de malestar, definía peligrosamente su estado anímico.
 La fm del auto, que sintonizó en una estación de rock, no le proporcionaba ningún solaz; tampoco las otras emisoras que recorrió digitalmente.
 Su música favorita, contenida en el pendrive, tampoco le resultó una opción válida para disminuir su angustia.
 De todos modos, eligió un combo de temas bailables disfrutado en un reciente cumpleaños, para que sonara al máximo volumen que proporcionaba el equipo.
 Esperaba que el sonido fuera una barrera contra el miedo, como ocurría en su niñez..., pero en este caso, su inquietud era provocada por otro sonido, que se hizo oír de improviso tapando la estruendosa música.
 El agrimensor, se sintió inmerso en un absoluto desamparo.
 Otra vez, su memoria lo retrotraía a la infancia.
 En la primaria, durante una excursión en la que se alejó momentáneamente de sus compañeros, comenzó a correr embargado de terror por haber visto lo que los mayores denominaron un "espanto".
 Y ahora volvía a verlo después de más de veinte años, en esta oportunidad, acompañado de sonido.
 Se trataba de una cosa informe, que quizás no respondía a las características que supone una "cosa". Podía no serlo; ser algo así como una conjunción de energías podridas..., que parecían buscarlo.
 Esta impresión se desplegó en su mente durante fracción de segundo, antes de que como creyente que era-devoto de la Virgen del Valle-se hincara para rezar.
 Pero no pudo...
 Con horror, descubrió que el sonido emanaba de su boca; que sus cuerdas vocales solo emitían esa sonoridad atroz.
 Lentamente, con su voluntad como contraída, se incorporó para seguir al "espanto" hacia el interior del campo.
 Me interfirieron..., pensó, mientras parecía movilizarse atraído por un inefable magnetismo.
 El mismo que lo "guiaba" hacia un claro de trigales achatados concentricamente, que parecían integrar un diseño que no podía interpretar.
 Quiso decir, Carla..., en voz alta, pero solo emitió el sonido sibilante ajeno a la especie, viendo como ingresaba a un laberinto de senderos vegetales, que parecían escindidos de lo que se entiende por realidad.
 Consideró que todo podía ser un sueño pesadillesco..., pero de ser así, la idea de retornar a la vigilia le parecía remota, más precisamente, imposible.

                                                           FIN










 









miércoles, 3 de abril de 2013

CUERPO FORENSE

 El Dr. Maravecchio, psiquiatra forense, demostraba con amplitud, su capacidad para detectar la demencia agazapada tras la aparente cordura: la inimputabilidad, cuando todo parecía demostrar lo contrario.
 Cabe agregar que el susodicho, fue declarado insano luego de décadas de ponderado ejercicio profesional, en el que evidenció un criterio clínico de evaluación que parecía fundamentar con llamativa naturalidad. Esto último, con el paso de los años, llevó a sus distinguidos colegas supervisores a estimar que el Dr. Maravecchio, consideraba que todos estaban locos y él era el único cuerdo en ese universo alterado.
 Por supuesto, el Dr. Maravecchio consideró que la junta médica que lo examinó y diagnosticó, no era otra cosa que un hato de orates académicos, algo que supo siempre y que ahora se lo iban a hacer pagar.

                                                                  FIN

martes, 2 de abril de 2013

VIBRACIONES DEL AYER

 -¿Cuanto hace que no nos vemos?...
 ¿Cincuenta años?...
 ¿Más?...
 Juan Carlos, quién fue su compañero y amigo en la secundaria y se distanciaron por distancias geográficas y avatares-reconocido fortuitamente en ese megaevento social-lo miraba sin hablar, pero pudo observar como los ojos se le tornaban acuosos: lo embargaba la emoción del momento.
 Lo había reconocido por la inequívoca cicatriz de la frente, consecuencia de un accidente infantil.
 Cuando lo llamó por su nombre y apellido, el otro lo miró y sonrió como en las ocasiones en que se escondían en el baño, durante la clase de matemáticas.
 Seguía sin contestarle, pero extendió sus brazos como para estrecharse en el abrazo fraternal que esperó medio siglo.
 Él lo acompañó en el gesto, en esa unión corporal y emotiva que parecía recuperar un tiempo compartido, hacerlo volver en el recuerdo, destacando que ambos seguían vivos; solo habían cambiado algo de aspecto.
 Se fundió en un abrazo con quién fue su condiscípulo dilecto, el de la complicidad en las transgresiones y la reserva en las confidencias. El de las fantasías intercambiadas, en esa ambigua inocencia de la edad en la que se adolece, que llegada la madurez, uno descubre que nunca se extinguió del todo.
 Con real afecto, palmeó su espalda en  el abrazo...
 Pero..., con horror, percibió que su antiguo camarada se desintegraba al tocarlo. Que lo que abrazaba quizás se había convertido en su propia sombra, sin volumen ni presencia física.
 Lo buscó sin hallarlo, con el semblante demudado por lo ocurrido.
 Algunas personas a su alrededor, comenzaron a mirarlo con cierto recelo, como si evidenciara un comportamiento extemporáneo.
 Decidió retirarse con premura del lugar, fundamentalmente, cuando comenzó a escuchar que Juan Carlos lo llamaba desde un punto impreciso, que parecía estar situado en el aire. La voz, con el tono cambiante de la adolescencia, le decía:
 -Vine a buscarte, amigo...
 Hace rato que te espero...
 Solo pudo caminar unos metros antes de caer, transido por el dolor en el pecho y en el brazo izquierdo.
 La ambulancia llegó rápidamente, pero el médico no pudo reanimarlo ni aún aplicándole el desfibrilador.
 El diagnóstico: infarto masivo de miocardio.

                                                                         FIN