miércoles, 10 de abril de 2013

TENEDOR LIBRE

 Ambos almorzaban solos.
 Las mesas colindantes con cuatro sillas alrededor de cada una, se hallaban enfrentadas.
 Más precisamente, ambos comensales, cada cual en su mesa, se hallaban cara a cara, ocupados en el menester de su copiosa ingesta.
 El restaurante chino, de modalidad tenedor libre, implicaba que ambos se levantaran de sus asientos con cierta regularidad, para aprovisionarse de la abundante oferta gastronómica que ofrecía el establecimiento. 
 Luego de una meditada elección, se decidían por los platos que despertaban su apetito.
 En algún momento, ambos coincidieron con sus miradas mientras registraban la isla de comidas calientes.
 Ninguno pareció otorgarle importancia al suceso, por otra parte, carente de la mínima magnitud significativa, pero ambos sabían que la importancia de lo que acontece no depende de parámetros objetivos.
 La creencia en esto último, deriva de una de las enseñanzas atávicas que mantiene el orden del mundo, la categorización de los actos en base a niveles de importancia, que remedan en cierto modo la división de castas practicada por determinadas culturas; dicho de otro modo, existirían actos brahmanicos y actos parias.
 El hombre que puede discernir, más allá de lo que la sociedad y la historia discernieron por él y para él, sabe que lo nimio y lo trascendente escapan a la humana comprensión; que una mota de polvo arrastrada por una súbita corriente de aire, puede generar el estornudo que descompensará el cosmos, extinguirá soles, provocará el big-bang en galaxias tan remotas, que solo pueden imaginarse poética o teologalmente.
 Ambos comensales, del tenedor libre chino, lo sabían.
 Uno de ellos, recordó un cuento de Adolfo D. Faistman-escritor considerado repodrido en base a observaciones facilistas-titulado Las alas del cataclismo, mientras ingresaba al baño a los fines de desalojar de su vejiga, alrededor de 1.000 cm3 de vino de la casa; al menos, alguna proporción de lo que bebía durante el almuerzo.
 El otro-de origen ruso-era un inveterado lector de Adolfo D. Faistman en español. Accedió a tal material cuando estudiaba castellano en Moscú, en el prestigioso Instituto de Lenguas Extranjeras, antes de viajar a Sudamérica como especialista en seguridad informática.
 Se consideraba magnetizado por este escritor, incluso, pensó en hackearle el blog entreel0ylaz a los fines de enviarle un mensaje críptico.Era lo que sabía hacer y en Rusia lo practicaban con fruición.
 Pero no lo hizo.
 Prefirió que Faistman siguiera escribiendo en libertad; más aún, en ocasiones pensaba que Adolfo D. Faistman no tenía existencia concreta, sino que se trataba de un soft inteligente-quizás de trastornada inteligencia-destinado a que lo lean la menor cantidad de lectores posibles.
 Así de selectivo; así de repodrido, facilísticamente hablando.
 El ruso se llamaba Riúrik, nombre por cierto, fundacional de estirpe, aunque no había nacido en Nóvgorod sino en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado.
 El otro solitario comensal del tenedor libre Aurora, era un individuo avieso, de desvalida condición moral, con un pasado recordado como jirones de la máquina destructora de papeles.
 Vivía de la caza y de la pesca.
 La caza.
 Arponear alguna mina de mediana edad para arriba, meterse en su casa, proporcionarle solaz a cambio de manotear lo que pudiera, aunque solo sea techo, comida y cigarrillos; el sexo ya venía incluido de entrada.
 La pesca.
 Algún incauto que mordiera el anzuelo de sus negocios inverosímiles, pero de estos cada vez había menos.
 Este hombre leía a Adolfo D. Faistman con el fervor del desesperado, del que deshilachó la esperanza en vanos interludios, pero aún conservaba una pelusa de la misma, dispuesto a consumirla en la lectura de quién solo le prometía ficciones apertoras de la conciencia. Esto último, en la medida-altamente improbable-de que se dispusiera a abrir las puertas de la percepción, como diría Aldous Huxley, cuando el individuo reconocía para si mismo, su escasa voluntad de aunque sea, entornarlas.
 El ruso también se dirigió al baño del tenedor libre Aurora, donde el perdulario seguía frente a uno de los dos mingitorios que había en el sitio.
 Ambos evitaban mirarse mientras meaban, en esa tácita convención que rige entre los varones heterosexuales.
 Pero finalizadas las respectivas micciones, el ruso y el otro se encararon.
 -Pinchaste la milanesa que yo deseaba. Te llevaste la porción de pizza napolitana con más queso, la que yo tenía mentalmente elegida.
 Agregaste a tu plato tres albondiguitas al horno, que eran las más crocantes, las que yo aprecié para llevarlas a mi plato.
 El hombre que vivía en la precariedad del permanente salvataje personal, le siguió enumerando al ruso los numerosos saqueos gastronómicos que le infringió.
 El nativo de la actual San Petersburgo hacía como que no lo oía, mientras se lavaba las manos meticulosamente.
 Luego de secarse con una tohalla descartable, le respondió en un más que aceptable castellano, con algo de acento foráneo.
 -Vd. me acusa solo en base a supuestos; interpretaciones suyas de carácter íntimo huérfanas de todo sustento.
 Por otra parte...
 Me cago en su alma...
 Con diarrea.
 El acusador asimiló el insulto sin reaccionar. No le contestó y retornó al salón comedor, para ubicarse en su mesa y beber un largo trago del vino de la casa, el mismo que acompañaba la comida del otro.
 El ruso se sentó en la suya luego de pasar por la parrilla, acumulando en su plato chorizo, morcilla, chinchulines, vacío y asado, todo cubierto por una densa capa de chimichurri. Las papas fritas ya las había recogido antes.
 El sujeto de las actividades inciertas, de los trabajos eventuales limítrofes entre la ley y el delito, se levantó de su mesa para dirigirse a la parrilla.
 Retornó a su ubicación con una tira de asado ornada por una ensalada de lechuga, tomate y cebolla, acompañada por una porción generosa de salsa criolla.
 Comió mirando los ingredientes, pero con cierta intermitencia, intercambiaba miradas indescifrables con el eslavo especialista en sistemas.
 Observó que el ruso se incorporó nuevamente para dirigirse al toilette.
 Esperó un par de minutos y él también se encaminó a la instalación sanitaria del restaurante.
 Lo encontró al ruso lavándose la cara, enrojecida por la copiosa pitanza ingerida, acompañada por ese vino que si bien no poseía excelencia, no era mezquino en decoro.
 Parecía como si fuera una escala técnica, en su raid culinario y enológico.
 El comensal que altri tempi, hubiera sido categorizado por la autoridad competente como vago y mal entretenido, abordó al otro directamente, sin circunloquios.
 -Maldito hijo de puta, solo pude conseguir tira de asado porque te llevaste el último vacío, el último par de chorizo bombón y la última morcilla a la vasca.
 El ruso, rubio de ojos claros, de buena contextura física, pareció adoptar una pose de defensa marcial.
 Le espetó su réplica.
 -Vd. es un marginal.
 Casi me parece oler su desarraigo, su carencia de dignidad. No le digo nada nuevo...
 Vd. lo sabe de sobra.
 Me recuerda a ciertos personajes de un escritor que me fascina.
 Pero Vd. no pertenece a la ficción.
 Vd. es una real mierda.
 El que recibió el insulto, se sintió dostoyevskyanamente humillado y ofendido.
 Pensó que no iba a tolerar que ese individuo, extranjero por añadidura, prosiguiera hostigándolo, aún con su sola presencia.
 Le habló con tono violento.
 -Vos, grandísima basura, también me recordás un personaje de un escritor que sigo. Pero vos sos un cretino con existencia material y yo te la voy a reducir a niveles de nulidad...
 A estas palabras, le sucedió un ataque artero, con amague equívoco, que culminó con un minicuter oxidado rajando la garganta del ruso.
 La sangre del nacido soviético manó a raudales, pero el hombre consiguió antes de caer, incrustarle a su agresor un cuchillo tramontina para asado-que se había llevado de su mesa-en plena tráquea, dejando solo asomada la empuñadura.

  Luego de abonar su adición, otro comensal solitario se dirigió al baño del tenedor libre Aurora, para  desalojar de su vejiga la ingente cantidad de tinto de la casa ingerido, pero no llegó a abrir del todo la puerta, cuando la cerró en forma súbita. Si bien sin inflexiones histéricas, como hombre preparado para los hallazgos estremecedores, gritó pidiendo que llamaran de inmediato al 911.


 La intervención policial fue rápida; el sumario se caratuló inicialmente como doble homicidio en riña.
 Por ser quién halló los cadáveres, el comensal que ya se retiraba debió prestar una sucinta declaración, presentando, antes de firmar, documento a nombre de Adolfo D. Faistman.
 Le preguntaron si conocía a los occisos, lo negó terminantemente.

                                                                 FIN









  
  

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