sábado, 16 de abril de 2016

¡COMECHINGÓN!...

 El grito se reiteraba con sonoridad gutural, asemejándose a un rugido.
 Tristán de Allende, capitán de medio centenar de hombres provenientes de Córdoba de la Nueva Andalucía, lo percibía como el alarido que acompañaría a su muerte, vislumbrada en la maza de piedra que el salvaje con el que se enfrentaba en duelo de campeones, desplazaba con increible habilidad y fuerza.
 Su yelmo, deformado por un impacto certero, era una muestra fidedigna de la peligrosidad de su contendiente en sus embestidas feroces, alentado por los suyos en ese terreno despojado, cercano al río.
 No bastaban sus estocadas con la espada forjada en Toledo, sus fintas y arremetidas. El jefe Olayón no le temía al metal de corte, ni parecía impresionado por el peto que acorazaba su pecho así como la púa enhiesta en el centro de su escudo.
 ¿Porqué acepté este combate insensato?..., se interrogaba, cuando ya se sentía agotado por el esfuerzo de intentar abatir a su adversario sin resultado.
 Porque pequé de soberbio..., se respondía interiormente; subestimé la bravura de mi contrincante al pensar que una rápida victoria individual, me favorecería ante mi tropa y la suya.
 El grito de guerra del señor de los henia parecía ensordecerlo, ya aturdido por el golpe recibido del que consiguió recuperarse tambaleante.
 Sabía lo que significaba ese alarido brutal: matar al enemigo...y ese adversario diferente a otra gente vista en Indias, parecía presto a cumplirlo.
 Los ojos verdosos de Olayón, el ser barbado y de tez clara, le recordaron a Tristán de Allende lo que decían las crónicas sobre el aspecto de los guanches vencidos durante la conquista de las Canarias. Esto a pesar del cráneo deformado desde recién nacido, con procedimientos que le generaban un aspecto como tubular.
 Pero un nuevo avance peligroso del que no conocía el metal, lo llevó a abandonar cierta extrañeza malsana que le provocaba la apariencia del otro, para emplear sus habilidades de espadachín rodelero en su máxima expresión.
 ¡Santiago y cierra, España!..., gritaban sus hombres dispuestos a la vera del río, para apresurar la faena beligerante de su jefe en esa contienda de comandancias.
 Y el hispano, al ver un claro en la defensa del guerrero salvaje, solo cubierto por un taparrabos y sandalias de cuero de guanaco, lo embiste con el espolón de su rodela en un esfuerzo de violenta aproximación.
 El orgullo de ser quién era, de su casta e hidalguía, le parecían reducir el pecado de soberbia, dado que así pelea un español: por la gloria de Cristo y España.
 Y también para impedir el menoscabo de ese orgullo...
 Oyalón, en segundos, también logra percibir luz entre la faz y el escudo de su enemigo.
 Un golpe definitorio de su pétrea maza sobre el otro..., le genera la percepción de que responde al imperativo de preservar a su tierra y su gente de los cristianos invasores, con sus malditas armas de metal.
 También, al de preservar su orgullo combatiente de señor de las sierras y de su pueblo, que vive en cuevas y caza guanacos desde que se abrió la oscuridad y todo se iluminó por el sol de los orígenes.
 Pero el capitán peninsular consigue penetrar con su acero el pecho desnudo de Oyalón, mientras cae con su cara destrozada sin llegar a emitir un grito.
 Muy cerca suyo, el jefe serrano se desangra por la herida fatal, sin que los suyos puedan detener la hemorragia mediante la aplicación de hierbas cicatrizantes.
 Los españoles, nada pueden hacer por su adalid, que muere con el cerebro horadado por sus propios huesos...
 Las huestes de ambos yacentes, parecen unidas en el estupor, así como ambos cadáveres, semejan la conclusión de una coreografía común de coraje y mandato, ya ajena a resultados y consecuencias.


                                                                  FIN