martes, 26 de abril de 2011

¿Se acuerdan del Parque Retiro?...

Los invito a leer:

                                            LA VENGANZA DE PEDROZA

El Parque Retiro de los '50...
Noche sabatina.
Obvias muchachas aún no llamadas empleadas domésticas, que transmutaron el franco del jueves.
Olor a fritanga mezclada con fluidos eléctricos.
Tipos torvos con sombrero.
Rostros de morochos que debían realzar su masculinidad desde lo gestual.
Muchachos en grupo y hombres solos, quizás acompañados por un dolor al que se le debía evitar evidenciarse.
Aunque esto resultaba muy difícil.
Esta noche no pelean Prada y Gatica...¿Cuándo es la próxima de Cirilo Gil?...
El peronismo cobija...
¿Pero la frazada social basta para el frío de los que sufren, porque ser humano implica pasiones y memoria proyectadas?...
 Dejémonos de joder pensando pavadas, dijo Paiva en un susurro, para si mismo, mirando a la deslucida mujer que le ofrecía tirar al blanco y ganar un florero de vidrio pintado.
Un tipo fuerte, Paiva, musculoso estibador tucumano afincado en Buenos Aires.
Trabajador del puerto.
El Parque Retiro le otorga la suma sensorial que necesita para cubrir un sábado solitario.
Hay mucha electricidad en el ambiente...,piensa.
Por otra parte, la cuota de gloria que espera obtener de sus compañeros, le disminuye esa nostalgia de cerros y cañaverales que tantas veces lo embarga, así como vela en su mente el recuerdo del rostro de ella suplicándole que no le pegue más.
Basta..., se dice a sí mismo.
Pasa la mano por su peinado con brillantina, como para constatar que sigue prolijo y se ajusta la corbata finita de luto (hace seis meses que murió Evita).
Paiva es el campeón de los volteadores del muñeco Pedroza, engendro de goma al que solo una certera trompada en el mentón puede derribar.
Se apuesta cerveza y vino con los compañeros estibadores, también algunos mangos, pero lo que vale es la gloria...
Las palmadas de reconocimiento...
El sentir que lo quieren.


Ya están los cuatro esperándolo en el puesto junto a Luisito, el viejo que lo atiende, siempre con el Saratoga colgando de sus labios.
Lo abrazan con la efusión viril de los hombres rudos; le dan la mano con apretones que podrían quebrar huesos.
Como siempre, una treintena de curiosos rodean el puesto.
-Vamos, Paiva, van dos pingüinos de tinto a que esta noche no podes con él...
-Se toma la apuesta.
-Una fragata, Paiva...
Le llamó la atención la apuesta del pibe González; mil mangos era mucha guita.
-Se acepta.
Ni se quitó el saco oscuro ya brilloso por el uso.
Se ubicó frente al muñeco Pedroza sabiendo donde debía golpear. Él lo visualizaba como si fuera de carne y hueso: un oligarca contrera o la personificación de su memoria malsana recurrente.
Pegaba con odio...y hasta le parecía que el monigote inexpresivo lo sabía.
Por cábala, se atuzó el bigote finito.
La trompada fue poderosa, pero el dolor le hizo saber que se quebró la mano y que golpeó contra un pedazo de fierro.
Las carcajadas de cincuenta individuos le resultaron oprobiosas.
Perdiste..., le decían.
Los hijos de puta arreglaron a Luisito y le insertaron un fierro al muñeco, pensó.
Tenía ganas de matarlos, pero, aunque le parecía inconcebible, comenzó a lagrimear.
¡Era maricón!..., gritó uno.
Cincuenta gargantas al unísono  lo siguieron...
¡Maricón!...¡Maricón!...
Hasta el chileno al que creía su amigo, le gritó...
-¡Cabro culeao!...
¿Como explicarles que su dolor superaba los nudillos destrozados, la gloria ya extinguida y se entreveraba con una vergüenza muy anterior a esta?...
De todos modos, un deseo de ejercer violencia parecía pedirle consumación; con la diestra ensangrentada buscó la sevillana en un bolsillo del saco y pensó en el viejo como la primera víctima.
No la encontró, solo halló un escarbadientes que no se había deslizado por el forro agujereado del bolsillo.
Vio al muñeco Pedroza erguido, como irradiando una extraña dignidad.
Los mocos le caían sobre las solapas del saco como galardones de deshonra.
¡Maricón!...¡Maricón!...
Cada vez eran más los que gritaban.
¿Y si lo era?..., pensó con estupor.

                                                              FIN

martes, 19 de abril de 2011

Recuerdo un libro del celebre sociólogo de los '60, Vance Packard, titulado...

La jungla del sexo. Creo entender, como supongo el común denominador de los mortales, el sentido del titulo y sus concomitancias con la depredación, pero..., por favor, los invito a leer la siguiente pieza de narrativa que estimo puede tener que ver con el asunto.


                                                           CONTROL GENERACIONAL

Muy sucintamente...
El barrio no era precario, pero sí de chata factura.
El individuo se solazaba observando tres fotos de mujeres.
Una aparentaba cincuenta y siete o cincuenta y ocho años, la otra unos cuarenta y la tercera alrededor de veinte.
Su rostro de rasgos eslavos, enmarcado por una abundante melena rubia, era ornado por una sonrisa de satisfacción.
-Tres generaciones...
Me cogí a la abuela, a la hija y a la nieta...
Salud...
Vació el contenido que quedaba en la botella de cerveza por el pico. Se regocijó con tan buenos momentos.
El espejo en el que se observaba le devolvió una mirada de treintañero suburbano, quizás seductor.
Su sonrisa se amplió aún más.
Pensó...
No soy ni super fachero ni super dotado, pero desde chico me planteé desafíos...
Manipuló las fotos.
A Mara la conocí en la bailanta: cuarenta y un años, separada, calentona...,fácil.
Iba a su casa y un día estaba la madre; me la gané con el tema de arreglarle el calefón. No se lo digas a Mara, me dijo.
Sonríó.
Le arreglé todo a Martha, incluso su atraso de un verdadero hombre.
Era evidente que la satisfacción lo embargaba.
Con Natalia fue otra cosa...
La nena de veintidós años vive con su padre y quería joder a la madre.
Ella me buscó a mí.
De alguna manera ubicó mi celular y todo fue sencillo.
Tres generaciones unidas por mi lechita..., pero nunca me imaginé lo de la bisabuela de Nati.
Ese es mi desafío..., dijo en voz alta, para si mismo.
Debo apurarme porque tiene setenta y tantos bien largos...,agregó.
Pensó en los pormenores del asunto: la dirección ya la tengo, porque Nati la ve seguido y le dijo que iría un service de confianza a revisarle la estufa que le funciona mal; la nena me quiere ayudar en mi trabajo de gasista no matriculado.
Cuatro generaciones..., enunció ante el espejo.
Un récord para la Guía Guiness..., me siento inmortal.
Recapacitó.
Pero debo concretarlo...


La casa se hallaba en el tercer o cuarto cordón del GBA, casi campo.
El técnico llegó con su Duna y estacionó en la calle de tierra.
Espero que no me lo afanen, pensó.
No hay timbre.
Aplaude y llama.
-¡Señora Severina!...¡Señora Severina!...
Lo que vio le resultó catastrófico: una especie de bruja decrépita apoyándose en un bastón, de rostro verrugoso y abotagado.
Lo encaró tras las rejas del raquítico jardín.
-Documento..., le dijo.
El hombre se lo entregó, mientras musitaba...
Va a resultar imposible...
Con esta bruja anciana no me motivo ni con la promesa de un millón de dólares en efectivo.
La mujer revisó el documento de identidad minuciosamente. Satisfecha de la inspección, le habló.
-Gildsik, Darío...
Pase. Es el nombre que me dijo mi bisnieta.
Antes de arreglarme la estufa quiero un presupuesto; afine el lápiz.
Se desplaza con manifiesta dificultad.
¿Fractura de cadera mal soldada?..., piensa el técnico.
Su aspecto le resulta horrible y deprimente.
Ni hablar de seducirla: jamás lograría una erección.
-Aquí está la estufa.
Le dijo la mujer.
Del año del pedo..., piensa Gildzik, gracias que tiene tiro balanceado.
La señora Severina le habló.
-Natalia me dijo que usted es conocido de Mara...¿También conoce a Martha?...
-No.
Le contestó con parquedad.
La pregunta le llamó la atención.
Desplegó dos o tres herramientas y se dispuso a trabajar, pesimamente predispuesto. No vino para esto.
-¿Un cafecito?...
La mujer ya se lo trajo servido.
-No, gracias.
Le contesta contrariado. Solo deseaba irse del lugar y alejarse de la vieja, que además olía a algo rancio, pútrido.
-Vamos, hombre, que hace frío..., insistió la bisabuela de Natalia.
-Bueno..., aceptó por compromiso, ya que se consideraba un individuo bien educado.
Asqueado, bebió la infusión en un par de sorbos y se dedicó a lo suyo. Le pareció tan repugnante como la anciana.
En menos de quince minutos comenzó a sentir que se desvanecía.
La llave inglesa cayó de su mano y quedó tendido en el piso de deslucidas baldosas.


Con pavor, detectó hallarse boca arriba sobre una vetusta cama de dos plazas, estaqueado fuertemente a los extremos.
Hizo fuerza para liberarse y sintió el dolor producido por las ataduras.
Quiso gritar y no pudo: la mordaza de cinta plástica solo le permitió emitir sonidos guturales.
Se hallaba desnudo y la almohada elevada le permitía ver su pene, completamente flácido.
La vieja se acercó sin ropas, munida de un bastón tan nudoso como sus extremidades.
Los senos, colgando marchitos como odres vacíos.
Encorvada por la escoliosis.
El espectáculo de la decrepitud en todo su esplendor.
Le habló en un tono casi impersonal.
-Tu abuelo era Lazlo Gildzik, el que mancilló mi reputación en Chañar Ladeado en el '46, al cumplir mis quince años.
Cuando Natalia me dijo tú apellido supuse que descendías de él: no es un apellido común.
Yo maldije a tu abuelo hasta la última generación, que quizás sos vos...
¿Sabías que murió carbonizado en un raro accidente?...
Darío no pudo controlar su terror y comenzó a mearse.
Lo sabía, aunque no conoció a su abuelo paterno.
Pero distinguió un bidón rotulado como kerosene y una caja de fósforos.
La vieja, se le aproximó mientras hablaba con tono amenazador.
-Vos ya no podes manchar mi reputación y me vas a dar mucho placer...
Antes voy a lavar tu meada y...mejor que se te pare..., vas a tener que demostrarme que sos como tu abuelo.
¡Ese sí que era un macho!...
¿No serás maricón vos?...
Darío Gildzik supo que nunca accedería a la cuarta generación seducida, que en este caso era la primera, mientras maldecía interiormente a su abuelo.
Cuando ella estuvo a su lado, rogó en silencio...
Dios mio, haz que mi corazón se detenga ya...
Sintió que lo envolvía una vahada de aliento fétido, a la vez, que a su miembro no se lo levantaban ni con un guinche.
 Observó con pavor, como la anciana desnuda dejaba de chupárselo, para dirigir la mirada hacia el recipiente cuyo contenido era el líquido inflamable.

                                                                                FIN