martes, 31 de mayo de 2016

CUCHILLEROS EN PENUMBRAS

 El crepúsculo otoñal, comenzaba a sombrear el barrio con un marco de luz atenuada, al paso de las fabriqueras que finalizaban el turno en el taller cercano.
 Los dos compadrones, se miraban de reojo en la esquina de pared descascarada. Sabían que solo uno, debía quedar en ese escenario de exhibición viril, de piropeada seducción de las muchachas que trabajaban en la fábrica de cuellos duros; los que no usaban ellos, taitas de lengue corrido y aceitada melena.
 -Haceme caquita en el pecho y escribime: te quiero...
 El piropo coprofílico, impactó tanto en la sensibilidad de Eloísa, la hija del tano Genaro, el de la fragua, que era la destinataria del mismo, como en la del Pardo Gutierrez. Recostado contra el muro a la par del otro, no pudo menos que abrir la boca de indignación, con caída del cigarrillo encendido.
 Como hombre cabal que se consideraba, interpretó que lo escuchado superaba la verba más grosera.
 Mientras la adolescente -recién cumplidos los catorce- apresuraba el paso rumbo al conventillo que era su habitat, Gutierrez encaró al otro con actitud agresiva.
 -Vd. no piropea..., Vd. agravia a la hembra con sus pensamientos degenerados.
 Vd. no es un varón, es un muñeco hecho con la mierda que tanto le gusta...
 Un insulto fuerte. Entre guapos, solo la violencia podía ser la respuesta del aludido.
 El otro no se hizo esperar...
 -Saque el cuchillo, afeminado. Vd. se comporta como una estudiante del normal.
 Si no tiene daga, le presto una...
 Gutierrez fue rápido en la réplica, finta declamatoria previa al duelo.
 -Dígame su gracia. Para mí es de práctica conocer la filiación de quienes voy a difuntear...
 El otro, le contestó con displicencia.
 -Simplemente, poeta; bardo del arrabal con sus miserias, del sexo desasosegado, de lo que se esconde tras la laya de los virtuosos, incluso, la reputación de su reputísima madre...
 Fue demasiado. Gutierrez arremetió con su acero desnudo contra el otro, el cual se hallaba, a la vista, desarmado.
 Como si esperara el arrebato del Pardo, el otro lo esquivó lateralmente con pericia, dejándolo fuera de ángulo para aplicar el tajo del resarcimiento.
 Detectó el estupor de Gutierrez en fracción de segundos. Ese instante de vacilación ante lo imprevisto, le permitió extraer su propia arma, apretada contra el cinto en la zona sacro lumbar, como facón de gaucho.
 -Así que Vd., defensor del pudor femenino, ataca a traición..., le espetó al Pardo, cuyo rostro moreno pareció arrebolarse por la vergüenza, al reconocer tácitamente que no le indicó a su rival el equivalente al... ¡En garde!, propio del combate académico.
 Gutierrez sabía que la emoción violenta como reacción ante una injuria, no justificaba pasar por alto las leyes no escritas de la esgrima cuchillera.
 Cometí una infracción..., pensó el Pardo, para detectar en el momento, que el otro se hallaba presto a ensartarlo producto de un veloz avance.
 Sus reflejos reaccionaron adecuadamente: con un quiebre de cintura consiguió evitar el puntazo.
 Interpretó que lo anterior se hallaba superado y ahora el lance, era un legítimo mano a mano.
 Observó a su adversario a los ojos, que le parecieron ostentar el brillo de las brasas.
 Este no se va a conformar con primera sangre, sea quién sea el que la haga surgir..., conjeturó mentalmente. Su sentido de la prudencia, le indicó que tampoco era cuestión de perder la vida por una mocosita que le gustaba más que otras, pero no como para desgraciarse o morir en el pleito, por el piropo soez con el que la basureó un degenerado.
 Encima, pensó, el guaso se dice poeta para tapar su vicio verdaderamente de mierda.
 Las últimas trabajadoras ya habían pasado y esa esquina del suburbio no demasiado alejado del centro, se había convertido en oscura.
 Sin detectar testigos a la vista, el Pardo decidió detener el enfrentamiento, a sabiendas de que tal actitud equivalía a claudicación.
 -¡Espere!..., gritó con desesperación al eludir una sableada feroz, destinada a provocar un feite profundo en su rostro.
 El otro, disminuyó su furor con deleite evidente, en el disfrute pausado de la cobardía del Pardo, que de eso se trataba cuando se pedía cuartel.
 -Yo sabía que a Vd. le faltaban agallas..., le dijo el otro en clara muestra de menosprecio.
 - Le digo más: a Vd. las mujeres lo asustan...o quizás, las envidia...
 El Pardo trató de pasar por alto esos términos injuriantes, pero percibió que el miedo al otro le estaba provocando deseos de mear. Tenía miedo a morir malamente, con las entrañas perforadas por el filo del arma blanca o con la garganta abierta para ahogarse con su propia sangre.
 Guardó el puñal bajo su saco entallado, como para dar por finalizada la pendencia.
 -Le dejo la esquina...
 Le dijo al otro, en inequívoca muestra de rendición incondicional.
 De todos modos, por un ya degradado pundonor orillero, constató que no hubiera testigos de su deshonra, pero...,la vio a ella.
 Eloísa, la hija del tano Genaro, el de la fragua, lo miraba frunciendo la naricita, como con asco, parada a pocos metros de distancia.
 El cabello negro ala de cuervo recogido en un prolijo rodete, el rostro muy blanco de boca pequeña y tentadora, como si resaltara en la noche que se iniciaba. Eloísa le pareció al Pardo una efigie aporcelanada, ajena al barro del callejón y al modesto percal que vestía.
 Gutierrez sintió que la vergüenza, parecía cubrirlo como si se tratara de un manto, pero de todos modos, algo en la mujercita le generó extrañeza.
 ¿Porqué volvió?..., se interrogó a si mismo.
 Notó que el otro, no parecía sorprendido por la presencia de esa niña de formas plenas, insinuadas bajo el vestido de humilde factura.
 Le pareció entender que Eloísa, no era una chiruzita de orillas del Maldonado cercano, previsible en todo, sino una hembrita que respondía a oscuras apetencias, quizás aún desconocidas para ella.
 Decidió apurar el paso para irse..., en su interpretación, el otro podría llegar a impedírselo, para florearse ante esa conquista conseguida mediante un piropo inmundo.
 El otro, confirmó su presunción: le aplicó un golpe de furca, como siempre, desde atrás y traicionero, que lo hizo caer próximo al desvanecimiento, debido a la presión asfixiante del antebrazo derecho sobre su nuez de Adán. Resultó desarmado con facilidad y su cuchillo, arrojado con desprecio al barro circundante.
 El Pardo, intentó recuperarse con espasmódicas inhalaciones de aire; hacía esfuerzos denodados para incorporarse y a la vez, que el chambergo gris oscuro siguiera encasquetado en su cabeza.
 Cuando lo consiguió, recibió un planazo sobre la frente que produjo un nuevo derribo de su humanidad.
 -¿ A donde quiere ir señor guapo ?..., le espetó el otro, risueño.
 -Esto no termina así..., le dijo al Pardo, que al detectar su ropa sucia por los revolcones, sintió incrementada la ignominia de su situación.
 También, la extraña sensación de que el otro transgredía los códigos implícitos; las normas válidas entre los orilleros en cuanto al reconocimiento de vencedores y vencidos, así como las prerrogativas que les cabían a quienes triunfaban en el duelo criollo.
 Tal percepción, se impuso sobre el dolor corporal y el moral, para acrecentar su ya indisimulable sentimiento de miedo.
 Temía el comportamiento imprevisible del otro; el carácter que interpretaba demencial, manifestado en sus actitudes y procederes.
 El Pardo Gutierrez se irguió nuevamente, algo tambaleante, la frente enrojecida debido al impacto del arma del otro aplicada de plano.
 A punta de cuchillo, el otro lo arreó hasta el baldío lindante. A Eloísa, solo le dijo : vení...
 En el terreno penumbroso, cubierto de alta vegetación y basura, mediante otro planazo lo obligo a acostarse sobre la tierra y la mugre; esta vez, un par de cortes dejaron trazos de sangre en la frente del Pardo.
 Gutierrez, tendido boca arriba sobre los yuyos elevados, decidió que el mutismo era lo que le convenía, con la esperanza de que el otro se cansara de someterlo al oprobio.
 -Quítese el pañuelo..., le dijo el otro en tono terminante.
 El Pardo lo obedeció, las manos temblorosas ante la presunción de recibir una cuchillada de índole letal.
 No llevaba camisa bajo el lengue, sino una camiseta de frisa, que el otro rasgó con su acero dejándole el pecho al descubierto. Llamó a la muchacha que se hallaba expectante.
 -Cagalo.
 Le dijo con autoridad, mientras se reclinaba y colocaba el filo de su daga sobre la garganta del Pardo.
 -Si se llega a mover le rajo el cogote..., le advirtió al yacente, impartiéndole presión al elemento de corte para otorgarle mayor poder de convicción a la frase.
 El Pardo asintió en silencio, completamente entregado a lo que en su estima, eran los desvaríos de un loco peligroso que lo tenía sumido en el espanto.
 Le resultaba dificultoso respirar, dado que no quería ejercer el menor movimiento que provocara la acción del filo sobre su cuello, al que sentía aguzado como el de una navaja.
 La daga se la afiló el demonio..., conjeturó con terror.
 Cuando vio a Eloísa acuclillada, las piernas enfundadas en medias oscuras de muselina prendidas a sus muslos con ligas negras, separadas sobre su pecho, supo lo que iba a ocurrir. Intentó alguna vana resistencia motivada por el asco y la humillación, pero la posibilidad del degüello lo devolvió a la mansedumbre.
 -Yo sabía que ibas a volver sin calzones..., le dijo el otro a la adolescente, quien sonrió de modo enigmático. El Pardo, entre el asombro y el pavor, recibió sobre su pecho una andanada de tibia materia fecal, acompañada de un borboteo intestinal que podría ser considerado como discreto en su sonoridad.
 -Lo está cagando una virgen..., le mencionó al oído el otro, sin disminuir la presión del arma blanca  mediante la que lo sometía a cautiverio.
 -Limpiate con esas hojas de diario..., le ordenó a Eloísa, que se dirigió, meneando las nalgas al aire, a cumplir con lo encomendado donde se hallaba un ejemplar reciente de La Prensa, al que la intemperie le generó un evidente deterioro. Opresor y cautivo, acompañaron con sus miradas el desplazamiento de la jóven fémina.
 Luego de la precaria higiene, volvió a donde se encontraban los dos hombres.
 -Ahora, escribile con esa ramita: CAGÓN, sobre la mierda con la que le decoraste el pecho.
 Fue la nueva indicación imperativa del otro, que observó la deposición algo chirle y la consideró ideal para su propósito.
-Tratá de hacer mejor letra..., le dijo a la adolescente empeñada en la tarea que difundía el olor de su caca.
 -Tengo hasta tercer grado..., fue la respuesta justificatoria, no exenta de un velado sentimiento de afirmación personal.
 El otro no respondió y el Pardo, creyó llegado el momento de la apertura de su garganta.
 Comenzó a gimotear quedamente, cuando el otro, lo liberó de la amenaza de la daga, se irguió y le dijo...
 -¡Corra!..., pedazo de cagón...
 El Pardo se enderezó con premura, inmerso en el asco y la humillación. Comenzó a correr para alejarse del otro y la mocita que se hallaba bajo su dominio, al punto de compartir con ella su locura.
 Su huída fue acompañada por las carcajadas de la pareja, que él las padeció como la marcha ceremonial que coronaba su escarnio.
 Transitados escasos metros desde que abandonó el perimetro del baldío, el Pardo se enfrentó a una presencia inquietante: el tano Genaro, el de la fragua, impidiéndole proseguir su carrera.
 En la mano izquierda llevaba el calzón, que sin duda, Eloísa dejó por el camino, mientras que en su diestra, portaba una masa de hierro con mango de tosca madera, quizás el emblema de su menester.
 El Pardo, detectó que sus ojos parecían brazas refulgentes en la penumbra, como los del otro y Eloísa.
 Con terror, cubierto de mugre y mierda, observó el avance del tano que elevaba la maza como herramienta del escarmiento. Retrocedió, mientras intentaba hilvanar una explicación ante el padre de la muchacha, pero entendía que la maldita pareja autora de su deshonra ya debía hallarse lejos, dado que el baldío disponía de otra salida por calle lateral.
 Genaro no se hacía una idea de lo ocurrido, más ante ese sujeto roñoso y embadurnado de excrementos, solo podía pensar en el término: abominación.
 -La mala pécora se fue de la mía casa a buscar a este canaglia..., fue la expresión que emitió con voz aguardentosa, en los momentos previos a descargar el primer golpe.
 El Pardo, también llegó a escuchar: mazcalzone, furfante, farabute..., entre otras palabras tamizadas de cocoliche, antes de caer hacia atrás con hundimiento de la base del cráneo.


                                                                  FIN