domingo, 28 de junio de 2015

AHÍ VA CARMELO MURÚA...

 Dijo Garcés, con el cigarrillo a medio fumar colgado de sus labios y la copa de ginebra al alcance de su diestra; la voz aguardentosa, templada con sobriedad al anunciar el paso de Carmelo Murúa frente al café.
 Candelario, desvió la mirada perdida en el almanaque de pared, que resaltaba 23 de agosto de 1909 junto a la propaganda del aperitivo Kalisay, para dirigirla hacia la figura delgada pero recia del hombre al que le debía cobrar una afrenta.
 Se incorporó con parsimonia.
 Estaba claro para él, que el tránsito de Murúa por ese sitio era la segunda ofensa que recibía del susodicho. En este caso, por desafiarlo con su presencia ante sus acompañantes, conocedores del motivo del agravio original.
 También conocían la destreza de Murúa con la daga, debido a lo que debía más de una muerte y cuya impunidad, la pagaba con servicios al comité.
 ¿Que me queda?..., pensó Candelario, fuera de concurrir al entrevero, para restablecer mi honor y mi hombría menoscabada.
  De pie, el Chino Candelario bajó el ala de su chambergo, para sombrear aún más su mirada ya de por si torva y acrecentar, este atributo de su semblante ante la inminente pendencia.
  Sacudió restos de ceniza depositados sobre la solapa brillosa y se encaminó hacia afuera, donde lo esperaba la oscura calle empedrada de lo que para él seguía siendo Barracas al Sur, aunque hacía ocho años que oficialmente se denominaba Avellaneda.
 No fue necesario pedir permiso para salir, ya que todos los de la mesa se corrieron en silenciosa muestra de reconocimiento.
 Incluso, los de las otras que jugaban al padrone e' sotto, prohibido por edicto policial dado que se apostaba ingesta de vino, cesaron sus gritos e improperios de ebrios.
 Tras el estaño, el patrón gallego dejó de repasar la vajilla para observar su partida. Lo mismo el viejo mozo, que pareció olvidar la tortura de sus callos plantales para seguirlo hasta la puerta a respetuosa distancia.
 Toda la concurrencia, sabía que Murúa le quitó una mujer al Chino, de nombre Elvirita, pupila de un  lupanar cercano al mercado de frutos.
 Luego de este hecho, Carmelo Murúa y la Elvirita estuvieron ausentes varios meses, hasta la reaparición del hombre frente al café del que era destacado habitué.
 También sabían que era una luz con el cuchillo..., un brazo envuelto en la chalina usada como escudo y el puñal en la mano opuesta, presto para penetrar la carne del rival.
 Estimaban que el Chino no iba a poder contra la habilidad del otro, que difunteó a compadrones de prestigio.
 De todos modos, el Chino Candelario cruzó el umbral hacia la calle, para internarse en esa noche de luna suburbana, moteada por profusos nubarrones.
 Garcés, se persignó, seguido por los otros de la mesa.
 -Se va un valiente que buscará cobrarse una deuda.., a sabiendas de que no podrá cobrarla y solo lo espera la muerte.
 Nos dejará el recuerdo de su conducta de macho.
 Habló con tono solemne y se descubrió para enfatizar sus palabras. Los otros, correspondieron a su gesto.
 No caminó demasiado Candelario, cuando lo vio a Murúa recostado contra el muro de un corralón, en evidente espera de su presencia.
 El que le robó a la Elvirita, comenzó a caminar delante de él, sin volverse, guiándolo al sitio del lance.
 Lo siguió con expresión meditabunda, unas decenas de metros más atrás.
 Los suficientes, para desaparecer en una esquina y echar a correr por calles mal iluminadas y bien conocidas por él; como para escabullirse con éxito de quién estaba seguro que lo iba a matar, en un duelo criollo que carecía de equivalencia en la confrontación.
 Aunque no se consideraba manco en la esgrima orillera, nunca podría doblegar la capacidad ambidextra de Murúa, que confluía en finta, tajo de feite y puntazo fatal con vísceras perforadas.
 Candelario era consciente que huir, borraba todo el cartel de guapo que supo conseguir en el barrio, pero él se consideraba un hombre práctico: abandonaría sus escasas pertenencias en la pieza del inquilinato donde vivía y viajaría a Montevideo, en el vapor de la carrera que partiría en las próximas horas, para desaparecer de los lugares que solía frecuentar.
 Rio de la Plata de por medio con el oprobio, iría a ver a un compadre que era cuidador en el Hipódromo de Maroñas; era de esperar que le consiguiera un conchabo que le permitiera mantenerse por un tiempo.
 Respecto a la Elvirita, consideró que morir por una puta tan baqueteada no era propio de un hombre cabal, sino de un gil de lechería, de un chitrulo sin redención. No tenía duda alguna, de que Murúa se la sacó de encima vendiéndola en el Sur del país por una cifra módica, razón de su ausencia temporaria en el barrio.
 En su estima, los del café ya lo estarían dando por muerto. Nadie le iba a creer a Murúa cuando comentara su huida para no enfrentarlo.
 Supuso que llegarían a pensar, que Carmelo Murúa debía una nueva muerte y se deshizo del cadáver.
 O sea, hasta su honor podría quedar a salvo.


 No le resultó fácil lograr una plaza en el Colombia, dada la cantidad de personas que se dirigían a la capital oriental en relación a la próxima fecha patria uruguaya, en cuyos festejos, estaba prevista la inauguración de un muelle en el mismo puerto de arribo.
 A pesar de esta situación excepcional, Candelario pudo comprar un pasaje ya a bordo, tal como se estilaba, para luego buscar un lugar donde pasar la fría noche en el buque moderno, pero atestado de pasajeros.
 La travesía, ubicado en un camarote de hombres donde tuvo que dormir sentado, resultó pródiga en incomodidades, a tal punto, que desistió de intentar suerte en el salón en el que se jugaba a las barajas, ante la posibilidad de perder su precario lugar y tener que acomodarse en cubierta envuelto en mantas; por cierto, tampoco estaba en condiciones de exponer el magro peculio que portaba. De todos modos, un ocasional compañero de viaje le mencionó que el Colombia de la Compañía Lambruschini, era un barco muy preferible al Eolo de Mihanovich, con su lento navegar propulsado por grandes ruedas laterales.
 Este comentario, hizo que su inexperiencia marinera le generara menos prevención, debido a que los fuertes vientos helados del sur tornaban poco apacible la singladura y le proyectaban inquietud a su ánimo.
 Sentimiento que se desvaneció a las 06:35, cuando con una taza de café en la mano y un trozo de ensaimada, se dispuso a esperar tranquilo las maniobras de atraque sin apuro por desembarcar: nadie lo esperaba en tierra.
 Disfrutó su desayuno en aguas uruguayas. Hasta pensó en una nueva vida en la Banda Oriental, plena de ventura, como si al torcer el destino con su viveza, Tata Dios le hiciera un guiño de complicidad y le perdonara su felonía en reconocimiento a que no incurrió en el condenable suicidio; en su caso, indirecto, ejecutado por el compadrón Carmelo Murúa.


 Fue una aparición tan brutal como sorpresiva...
 La alta proa acerada del vapor alemán Schlesien, que se dirigía hacia Bahía Blanca, una nave de porte mucho mayor que el Colombia, se incrustó como surgida de la bruma matinal a la altura del camarote de mujeres del barco de la carrera, ya en el antepuerto, entre las escolleras E y W.
 Le abrió un enorme rumbo a la nave fluvial, como si un cuchillo hubiera penetrado una gelatina, lo que provocó una irrupción de agua que en diez minutos lo hundió con buena parte de la tripulación y los pasajeros.
 No se nadar..., fue el pensamiento del Chino Candelario, al sentir la potencia del agua gélida que lo arrastraba inmisericorde hacia las profundidades.
 Próximo a ahogarse, lamentó no llegar al año siguiente, en el que la república tiraría la casa por la ventana para celebrar el centenario.
 Se anunciaba un increíble despliegue de luz eléctrica en la Plaza de Mayo..., pero en un instante, comprendió que no importaba, que todo era demasiado rápido y el olvido, sería la mortaja de su intensión de trampear al destino y el colofón de su laya de guapo de segunda línea, en entreveros de parroquia y despachos de bebida. Nadie lo lloraría.
 De hecho, nunca se conoció la cifra exacta de víctimas, así como sus identidades.
 Quienes adquirían los pasajes a bordo de la embarcación, no quedaban registrados.


                                                                     FIN















jueves, 25 de junio de 2015

EN LA VÍA PÚBLICA

 En que consiste el producto que promueven con denuedo, con una insistencia casi maniática que obvia al transeúnte que ignora la propuesta, para de inmediato, abordar a otro que como el anterior tampoco accede al requerimiento, le genera una curiosidad que la define como malsana.
 Al menos, desproporcionada en relación a la entidad del asunto.
 El mismo resulta tan prosaico, como observar a tres promotoras flaquitas y sin ningún atractivo físico, en pleno esfuerzo por conseguir suscitar la atención de los peatones que circulan por ese cruce de avenidas principales, ubicadas en el primer cordón del GBA.
 Ángel Ramón Peluffi, sentado desde hace cerca de dos horas frente al ventanal del caracterizado bar de la esquina, no consigue interpretar como no logran hacerse escuchar aunque sea por uno solo, de los interceptados en su paso.
 Como jubilado ya veterano, Peluffi emplea sus mañanas en leer el diario en el establecimiento, acompañado por un café con leche y tres medialunas, dos de manteca y una de grasa, todo degustado con la parsimonia del ocioso añoso; del que ya no necesita justificar ante si mismo o/y los demás, su carencia de preocupaciones en torno al sustento y la actividad remunerada. 
 Don Ángel, como lo conocen en el barrio, dedica unos segundos a confrontar mentalmente su situación de beneficiario de un haber jubilatorio más que decoroso, con el estipendio potencial que pueden llegar a percibir estas chicas, que trabajan con tanto esmero y ni se aproximan a los resultados buscados.
 Piensa, con alguna nostalgia dedicada hacia ese mundo perdido, que cuando él trabajaba en Segba las mujeres no realizaban tareas promocionales en la vía pública, así como no recordaba que lo hicieran muchos del sexo masculino. Es cierto que existían otras cosas, como los hombres-sandwich de la calle Florida, pero eran excepciones.
 Viudo desde hace más de un lustro, saludable y lúcido en relación a sus ochenta y tantos años, Don Ángel vive solo sin inconvenientes, ayudado por una empleada doméstica de confianza y por su familia, cordial y no invasiva, que le anticipa sus visitas y no lo abruma con excesos de consideración, así como tampoco con actitudes subestimativas debido a su edad.
 Mira su reloj, el Longiness a cuerda que había sido de su padre, fallecido en el '54, para comprobar que superó su tiempo usual en el café, magnetizado por el desperdicio laboral de las esforzadas promotoras, que a pesar de los nulos resultados siguen dando muestras de entusiasmo en su quehacer.
 Peluffi, considera que la carencia de atributos físicos destacables, no puede implicar de modo tan radical semejante fracaso en la actividad que les atañe. Le llama la atención que abordan a la gente solo con la palabra, sin mostrar ningún volante, ninguna tarjeta o folleto.
 Quizás esto influya en que no les presten atención..., estima, mientras llama al mozo para abonar la consumición.
 Decide retirarse y develar el misterio: él se detendrá a escucharlas cuando lo intercepten, habida cuenta de que lo hacen con toda persona que pasa ante ellas, sin distinción de aspecto, sexo o edad.
 Próximo a salir, reflexiona que podrían pertenecer a alguna secta proselitista, lo que sin duda justificaría  la desatención general. Pero no lo cree, porque en ese caso insistirían con los viandantes que pudieran demostrar una mínima vacilación en el rechazo, en vez de pasar de inmediato al siguiente.
 En la calle, observa que los rostros de las tres parecen presentar ciertos rasgos idénticos, como si fueran hermanas; sus fisonomías, por otra parte, considera que parecen remitir a una juventud enrarecida por la potencia de una experiencia tan medular, que superaría la que los años le aportaron a él.
 Extremadamente delgadas, las tres parecen anoréxicas, como manojos de huesos insertos en buzos  y pantalones de jogging negros. LLevan el mismo atuendo, solo diferenciado por los colgantes que penden entre sus pechos planos.
 Una lleva el que representa la figura estilizada de un ovillo de lana. Otra, un antiguo huso de hilar, mientras que la tercera, se adorna con la reproducción de una amenazante tijera abierta.
 A diferencia del comportamiento que manifiestan con los demás, a él lo rodean las tres sin hablarle, solo distendiendo sus labios en sonrisas que tienden a la mueca.
 Ángel Peluffi quiere seguir su camino, huir, no permanecer al lado de esas promotoras esquivadas por tantos y a las que ya les adjudica una oscura significación.
 Las tres lo persiguen al grito de...¡Señor!...¡Señor!..., mientras él apura el paso al ritmo más rápido que le permiten sus rodillas artrósicas. En una actitud decididamente irrespetuosa, le dan pequeños toques en sus hombros como para que se detenga; sin miramientos, hacen repiquetear sus dedos huesudos como si ejecutaran una percusión tendiente a lo sombrío.
 El hombre se detiene agobiado, como despojado de la vitalidad vigente hasta unos minutos antes.  Ellas se retiran..., parecen fusionarse con el tráfago urbano y desaparecer.
 Peluffi, que no sufre de EPOC, siente como si algo muy pesado le dificultara respirar.
 Desea pedir auxilio, pero todos los que circulan a su alrededor parecen hacerlo muy rápido.
 Dificultosamente, extrae de un bolsillo el celular para comunicarse con su hijo, su hija o alguno de sus nietos. Con cierto horror no exento de resignación, descubre ante la lista de contactos del teléfono, que no recuerda los nombres de ningún miembro de su familia; de todos modos, nadie figura en la agenda.
 Ángel Ramón Peluffi reinicia la caminata por su barrio, que le resulta absolutamente extraño, tanto como la gente con la que se cruza. A la vez que recordar su propio nombre, le exige un esfuerzo mental desmesurado, por lo que acepta su olvido ante la presunción del inicio de una etapa, en la que quizás las identidades persistan desprovistas de las referencias consabidas.
 Será cuestión de acostumbrarse..., piensa ante lo que percibe como inevitable, en una apelación al mismo pragmatismo, con el que orientó su vida anterior ante todas las contingencias.


                                                                     FIN