domingo, 17 de agosto de 2014

VENTA DE SEMÁFORO

 El semáforo se puso en rojo y el timer adosado recientemente al mismo, inició el descuento de sesenta segundos, con los leds desafiando la inclemente luz solar de un día estival sin nubes a la vista.
 Tres vendedores se abalanzaron sobre los autos detenidos, exhibiendo sus mercancías con ademanes diversos.
 Uno de ellos, ofrecía en venta cuchillos de cocina, con empuñadura plástica blanca y filo asegurado por el pregonero como óptimo.
 Ernesto Manuel Ramírez, maldijo en voz alta en la soledad del habitáculo de su VW Polo 04, que el haber postergado la carga del aire acondicionado remitiera en llevar baja su ventanilla de conductor, cuando el tipo de los cuchillos se hallaba a menos de un metro de distancia.
 La imagen le resultó intimidante: el individuo expuso el instrumento de corte prácticamente ante su cara, invadiendo el interior del vehículo.
 Tal como había intuído en fracción de segundo, la mercadería que portaba se había convertido en elemento de amenaza, ante el requerimiento de entregar la billetera y el celular. Caso contrario, el sujeto le explicitó con voz destemplada, que se encargaría de rebanarle la garganta con el cuchillo ya dispuesto para tal fin.
 El individuo se comportaba públicamente, como si la víctima estuviera interesada en la adquisición de lo que ofrecía, mientras le presentaba un bolso abierto para que depositara aquello de lo que sería despojado y con su diestra, sostenía el cuchillo ponderado en sus virtudes, en posición apta para el corte o el puntazo.
 La celeridad de los hechos le impedía a Ernesto Ramírez, hombre meticuloso en sus evaluaciones, poder establecer mentalmente un cuadro de situación que lo orientara sobre como proceder.
 Solo atinó a pensar, que los automovilistas que lo rodeaban podían llamar al 911 desde sus celulares, que quizás algún policía pasara por esa esquina y observara la situación, que el semáforo no cambiara de color...
 Quizás tardó demasiado en hacer lo que le pedía, por lo que el hombre de unos treinta años y aspecto fiero, sus fuertes brazos pródigos en tatuajes cuya precariedad remitía a lo carcelario, profirió una puteada y acusó a la víctima de no colaborar con el despojo al que era sometida, mientras le tajeaba la boca con el instrumento cortante, descripto como de noble acero Solingen en su pregón de vendedor.
 El autor del hecho, se alejó corriendo sin llevarse nada ajeno, encarando la calle que conducía  a una cercana villa de emergencia en Barracas.
 Los bocinazos que se activaron cuando el semáforo se puso en verde, indicaban la premura de los conductores ante un auto detenido que obstruía un carril. Es posible que no se hayan percatado de lo ocurrido.
 Solo cuando emergió de su vehículo de modo agónico, próximo al desmayo y cubierto de sangre, la situación mutó en emergencia y fueron varios los que solicitaron ambulancia desde sus teléfonos.
 Ernesto se sentía desfallecer. Manoteó un pañuelo para intentar detener una efusión que parecía superarlo.
 A su lado, otro vendedor de semáforo lo miraba estupefacto. Era bajito, moreno, de rasgos aindiados y cabello peinado con flequillo.
 Como si la impresión recibida al ver a Ramírez en ese estado, le impidiera bajarla, su mano derecha seguía elevada en el gesto repetido hasta el cansancio, de exhibir la mercadería de su oferta.
 Ernesto Manuel Ramírez, antes de desvanecerse, miró con asombro la caja de apósitos curitas que el vendedor parecía ofrecerle; incluso, lo que quedaba de su boca pareció distenderse en una sonrisa, desbordada por la hemorragia incontenible.


                                                                        FIN

miércoles, 13 de agosto de 2014

LA MÁQUINA DE DECAPITAR

                                                                                              El terror no es más que la justicia rápida,
severa e inflexible.
                                                                                           
                                                                                                                           Maximilien Robespierre


                                                                                             


 Jaques Lafonguy observaba en silencio los planos de su invención. Sabía que habían optado por el ingenio presentado por su competidor, Joseph Ignace Guillotin, músico y diputado en la Asamblea Nacional, por lo que su máquina de decapitar recibiría la condena de la historia : el olvido, la desconsideración del porvenir.
 De todos modos, disentía con una elección, a su parecer torpe y desmedida. En una consideración lo más objetivamente posible, Jacques Lafonguy interpretaba que su artilugio era el más cabal sucedáneo del brazo del verdugo.
 Si Guillotin impuso su engendro, consideraba en la soledad de su gabinete, fue debido a que el Comité de Salvación Pública, se dejó influenciar por la argucia del corte superior que implicaba la hoja caída desde arriba, lo que sugería una cuasi aberrante simbología religiosa: de arriba, del estrato superior, llegaba la muerte.
 Lo suyo, por el contrario, era el tajo lateral, como producido por la extremidad humana: el que dependía del músculo y representaba la cadena de responsabilidades que culminaban en ese movimiento que impulsaba el filo, para caer sobre el espacio entre la tercera y la cuarta vertebra cervical.
 Recordaba que Tobías Schmidt, eximio fabricante de clavicordios, construyó con esmero la obra de Guillotin, otorgándole una impronta de instrumento musical terminal; ni madera, ni metal, ni viento..., solo muerte interpretada mecánicamente con regulada aplicación.
 En ese sentido lo suyo era más tosco: él, como boticario, era hombre de mixturas y tónicos más que de construcciones funcionales; de todos modos, pudo presentar una versión muy digna de su invención.
 Se solazaba con los diagramas dibujados en el plano, donde aparecía una espada de dimensiones mayores que lo usual, como la tizona del Cid, que mediante un sistema de resortes y tensores accionados a manivela era retenida en un encofrado. Al soltarla mediante un mecanismo que liberaba la retención, descargaría su hoja de corte sobre el cuello de quién recibiría la pena, con mayor precisión que la que podría demostrar el ejecutor más hábil.
 A diferencia de las espadas convencionales, la de la máquina de decapitar llevaba una pesa soldada en el extremo de la punta, para impartirle mayor potencia al impacto cercenador.
 Dado que el Comité de Salvación Pública presidido por el compañero Robespierre, pretendía humanizar revolucionariamente el acto al evitar sufrimientos innecesarios a quienes se les aplicaría justicia mediante la pena capital, su creación se alineaba claramente con tales nobles fines.
 Simbólicamente, refería a la acción letal del brazo humano empuñando la espada que desbroza el mal, personificado en los enemigos de la revolución.
 Jacques Lafonguy, reflexionaba en que la denominación institucional del ente de gobierno - Comité de Salvación Pública - parecía remitir a la actividad sanitaria. Como boticario de profesión, consideraba que en ese sentido, su artilugio era el remedio adecuado para extirpar la profusión de malignidad que afectaba a la naciente república.
 Además, se trataba de una genuina creación suya, no como la de Guillotin, inspirada en la fallbeil germana también ya usada en Bohemia y Escocia.
 El maestro boticario rememoraba el tiempo y el dinero invertido, los animales decapitados durante las pruebas de alineación de la espada, incluso, los cadáveres humanos conseguidos clandestinamente en los cementerios periféricos, mediante los cuales realizó los ajustes finales del ingenio.
 Inmerso en el silencio nocturno, pensaba que aún debía recuperar la máquina que les dejó provisoriamente a los del Comité, para decidir por cual optarían.
 Lo haría al día siguiente, luego de alquilar una carreta para transportarla.


 Solo bastó presentarse, para que la guardia lo detuviera por orden superior. La misma se fundamentaba en que la orientación de su mentalidad, representaba un peligro para el estado, habida cuenta, del resentimiento que podría llegar a incubar contra el poder republicano, debido a que su creación fue descartada al ser elegida la de Guillotin.
 El juicio en el que fue condenado a muerte tuvo una duración de quince minutos. De nada sirvieron los llantos de su mujer e hijos, como en multitud de otros casos.
 Al ser sumarísimo, dado los tiempos difíciles que vivía la revolución aún no consolidada, había ejercido su propia defensa ante la carencia de letrado patrocinante.
 La misma, se basó en repetir que era víctima de una apreciación injusta por parte de quienes debían instaurar la justicia, anteriormente vilipendiada por los privilegios.
 Nadie le hizo caso cuando lo colocaron en el artefacto de su rival, quien se hallaba presente en el acto para supervisar el funcionamiento de su obra y calibrar eventuales desajustes. El boticario, creyó distinguir en sus labios una discreta sonrisa.
 Jacques Lafonguy cerró los ojos con fuerza, mientras pensaba que la revolución para expandirse, se nutría de la carne de sus propios generadores, de aquellos que la cimentaban, cediendo a un juego despiadado de apetencias y cenáculos de poder.
 Pero estimaba que tenía suerte, debido a que empleaban con él la máquina de Guillotin y no la propia.
 Esto último, se hubiera asemejado demasiado a un suicidio asistido y él aún conservaba sentimientos religiosos, que si bien recónditos, cubiertos por la adhesión al culto alegórico oficial a la diosa razón, en los instantes previos a la muerte afloraban con fuerza.
 Hasta consideró solicitar confesión antes de que su cabeza rodara, pero desistió de tal requerimiento, dado que no habría ningún sacerdote disponible debido a la estigmatización del clero y le contestarían con el escarnio y la blasfemia.
 Se resignó a su destino inmediato e intentó recordar una plegaria, pero su curiosidad respecto a la calidad del artilugio de su competidor, parecía imponerse en su mente. Aunque sabía que el resultado de esa constatación ya carecía de toda importancia, también reconocía la oscura intimidad que se creaba entre la criatura humana y el fruto de sus afanes, como una impronta de identidad.
 Su cabeza, se desprendió del torso antes de lo que esperaba: la cuchilla oblicua de Guillotin, caía con mayor velocidad que la espada de su máquina de decapitar, por lo que resultaba más efectiva para el condenado en cuanto a la atenuación del sufrimiento. Esta postrer comprobación, dañó su orgullo de modo tal, que le impidió beneficiarse con la ventaja.


                                                                    FIN