martes, 30 de julio de 2013

EPISODIO DE INSEGURIDAD

 -¡Dale la llave!...¡Dale la llave!...
 Los gritos de su mujer, se amplificaban desesperados en el silencio nocturno.
 -¡Dale la llave que me mata!...¡Dale la llave que me mata!...
 El tono de voz era jadeante, dado que uno de los tipos le rodeaba el cuello con su brazo izquierdo, mientras  presionaba una pistola sobre su sien derecha.
  Su cómplice, se hallaba a bordo del WV Suran 0 km. que pretendían robar, esperando la llave para ponerlo en marcha.
 Todo podría haber sido más simple para los delincuentes, si él hubiera descendido del rodado dejando la llave puesta. No lo hizo, por lo que la entradera se complicó para esos individuos jóvenes, con las capuchas de sus buzos levantadas y gorras bien caladas para disimular sus fisonomías.
 Como era de práctica para el matrimonio, Mirta había bajado antes para abrir el portón manual de la cochera y el esperaba que esto ocurriera para ingresar el vehículo.
 En ese momento aparecieron los sujetos, como salidos de la nada, disimulados tras los árboles de la calle suburbana.
 -¡Por favor, Luis, dale la llave!...¡Me matan!...
 Mirta ya no le ordenaba que le diera la llave, con el tono imperativo que era usual en ella para dirigirse a su cónyuge, le suplicaba. Quizás percibía en la actitud del marido algo indefiniblemente atroz.
 Puede que detecte el peso muerto, que significó para mi vida desde hace treinta años..., pensó Luis, guardándose la llave en el bolsillo y poniéndose a resguardo dentro del garaje de la vivienda conyugal.
 -Toma hijo de mil putas, ahí tenes a tu querida esposa..., dijo el que amenazaba a la mujer luego de disparar, para darse a la fuga de inmediato junto con su secuaz, ya abortado el robo del auto. A los pocos metros, ascendieron a un Ford Fiesta que oficiaba de vehículo de apoyo, con un tercer partícipe del hecho al volante.
 Como reacción al estampido, algunas luces comenzaron a encenderse en las viviendas de la cuadra. Luis observó a Mirta derrumbada sobre la vereda: no dudo de que se hallaba ante sus restos.
 Le impresionó el furor que manifestaban sus ojos, desorbitados por la sorpresa y el odio. Los cerró, piadosamente.
 Consideró que debía componer un semblante adecuado a las circunstancias, dado que ya se acercaban los primeros vecinos.
 No le iba a resultar fácil: debía desfigurar la satisfacción que lo embargaba, ante la proximidad de cobrar un cuantioso seguro de vida del que era único beneficiario.
 ¡Cuantas veces fantaseé con hacer lo que llevaron a cabo estos giles!..., pensó.
 Cuando apareció Don Pepe, el jubilado de enfrente, se restregó los ojos con fuerza para hacer aflorar lágrimas, mientras pensaba en el viaje que realizaría dentro de unos meses con Martina, su amante de 37 años. Volarían por Emirates a Dubai, desde allí a Hong Kong y otros destinos de primer nivel.
 Nuevamente miró a Mirta, el cadáver de Mirta, encogiéndose imperceptiblemente de hombros: hacía décadas que para él estaba muerta en sus sentimientos. Por fin sería sepultada.
 De todos modos, se abrazó como desconsolado al cadáver. En tono desgarrador, le dijo: gracias...
 Don Pepe pensó que era en memoria de los años felices compartidos juntos.

                                                             FIN


jueves, 25 de julio de 2013

EL ÉMBOLO DEL EMBOLE

 Ejercía su presión sobre esa sustancia que él visualizaba como lábil, de reptante fluidez, haciendo que aflore por un orificio indefinido. El embole, ya disperso, irrigaba su entusiasmo con un flujo paralizante.
 La esperanza, como empapada por la viscosidad del embole, adoptaba una rigidez estructural, incluso su deseo, quedaba como pringoso, pegoteado, sin capacidad operativa.
 Su ánimo parecía encharcarse, lo mismo toda acometida gozosa o verificación gratificante.
 Como si una corrosión afectara su alegría y la dejara exangüe, en estado crítico.
 Natalio se sentía como sumergido en el agobio; inmerso en un sentimiento de tristeza concatenado con hastío.
 El embole me cubre..., pensaba metafóricamente, desde su autoinvestidura de poeta, con 18 años recién cumplidos.
 Miraba su fernet con cola preparado fuerte, sobre la mesa de ese bar suburbano en el que ingresó respondiendo a un llamado remoto, a una corriente de energía que le indicaba que allí, escribiría El émbolo del embole, poema dramático sobre el spleen.
 O sea, su obra embolante, porque Natalio participaba de esa melancolía  que sería trasladada a la letra, embolando a sus lectores. Era su modo de expresar el desencanto medular que al filo de la depresión, puede nutrir cierta creatividad despojada de plenitud, como en el caso de Baudelaire, iluminando un estado contravital casi búdico.
 En ese nirvana del aburrimiento, el personaje de su poema, también de nombre Natalio, accedía a un estado próximo a lo que podría ser, hallarse a la diestra del Señor.
 ¿Si la eternidad es aburrida?...¿Que hacemos?..., se pregunta Natalio, personaje, al inicio del primer canto.
 No puede seguir escribiendo, embargado por el embole que quisiera transmitir en las estrofas de su opus prima, que también puede llegar a ser su opus magna.
 Vacía lo que resta de bebida en el vaso, quizás como Baudelaire lo hacía con el ajenjo, con el hada verde del Pernod.
 Entendía que podría ser un vate del Siglo XIX, no de la era del tweet y el whatsapp, cuando la poesía tenía un valor per se y no era un arte aplicada a otras artes, sino leída y declamada autonomamente, como si el lector o el oyente accedieran a una frecuencia de la realidad que la existencia prosaica ocultaba.
 Esa anacrónica soledad, que él decía que lo acompañaba, generaba el trazo de la tinta sobre el papel como si el soporte gráfico fuera también el suyo, el que le impedía caer.
 Caer en el embole..., se decía a si mismo, soltando el bolígrafo con el que apenas llegó a plasmar quince caracteres de El émbolo del embole, cuyo texto, aún mental, parecía dejarlo como la hembra de la mantis religiosa deja al macho durante la fecundación: decapitado, como copulando en automático.
 Creativamente mutilado..., musitaba, ante la visión interior de esa monumental composición dividida en cantos, que su embole impedía ser trasladada a la escritura.
 Se mesaba la incipiente barba con desconcierto, hasta adoptar la decisión de retirarse.
 Mientras esperaba la cuenta, destrozó con delectación la flor artificial, colocada sobre la mesa dentro de un florerito de plástico.
 Seguramente no se enteraron..., fue su pensamiento mientras se alejaba del lugar, mareado por el alcohol ingerido.
 En el  bar, el viejo mozo le dijo al patrón tan veterano como él:
 -Aunque se tomó tres fernet con cola había que haberle cobrado la flor que rompió.
 El otro, acodado en la barra, le respondió:
 -Dejalo. El embole los deja pelotudos a estos pendejos.
 A este se ve que le hace falta una mina.
 -Sino se va a morir a pajas..., agregó el mozo, oriundo de La Coruña.

                                                                  FIN

 


  

lunes, 22 de julio de 2013

PEATÓN EN EL CENTRO II (LA PARTE SACRA DEL CENTRO)

 Sin ninguna manifestación previa, como debido a una profunda intuición, sintió que hollaba una zona sacra que debía preservarse del contacto no consagrado. Un espacio por donde no se podía circular y que él caminó inadvertidamente, hasta el momento de la percepción.
 Miró a su alrededor: lo de siempre, la multitud que transitaba esa calle céntrica como en cualquier día hábil, en horario laboral.
 Era evidente que no se percataban -como él hasta poco tiempo antes- de que transgredían un mandato vigente desde hacía milenios...,pero olvidado desde hacía unos siglos.
 Comenzó a desesperarse, consciente de que la zona debía ser desalojada de inmediato, pero...¿Como hacerlo?...
 Era imposible que le pudiera transmitir a los demás, una impresión que parecía percibir solo él.
 Estimó que quizás él significaba una antena móvil, con aptitud para captar señales que por motivos desconocidos, comenzaban a emitirse en ese momento.
 Debía ser así, dado que pasó miles de veces por esas veredas sin registrar esa especie de borboteo mental anómalo, que le aportaba información no buscada.
 Supuso que la recibía de modo telepático, dado que sentía que en su mente se insertaba como un letrero, la frase: AGASSAGANUP.
 También su traducción del olvidado idioma de los pueblos het proto-querandíes: LA LUNA LOS HARÁ ARREPENTIR, como una amenaza de nocturno contorno, dirigida a inmolar a los profanadores de la parte sacra del Centro.
 La que fue reconocida como tal en tiempos de ajenidad histórica, antes de que los querandíes descendientes de esos primeros hombres, recorrieran dispersos el Centro porteño durante sus desplazamientos nómadas de cazadores-recolectores.
 Es que muy abajo..., mucho más que los túneles del subterráneo B, más que los conductos de infraestructura urbana, más profundo que todo lo perforado..., hay otro centro.
 Otro centro..., se dijo a si mismo en voz alta, mientras los peatones que lo circundaban, seguramente pensaban que hablaba por celular mediante un dispositivo manos libres.
 De allí emana el combate entre Soychu y Wualichu, el bien y el mal deificados..., prosiguió hablando solo, que implicó el origen de los querandíes y determinó su destino. Que les hizo descubrir el empleo de la bola perdida y las boleadoras, para también generar el estallido de las piedras sobre sus frentes, partiéndolas.
 Veloces cazadores a la carrera..., extinguieron sus furores entre el fuego de los arcabuces de la conquista y la viruela que vino con ella, pero bajo Florida y Corrientes, yace una fuente de poder reverenciada desde que los ancestros de estos humanos, se constituyeron como tales.
 Desde entonces, el sitio fue vedado para todo tránsito, para no exponerse al desborde de una energía innominada.
 -¡Que ahora resurge!..., gritó desaforado, mientras un hombre caía sobre la acera a escasos metros de donde él se hallaba.
 Comprendió que su salvación provino de haber traspuesto los alcances de la parte sacra.
 Le tocó al otro peatón.
 Consideró que esa potencia indescifrable de las profundidades, fulminaba a quienes percibían su existencia sin adoptar el recaudo necesario.
 El riesgo era para quienes oficiaban de chamanes o poseían la condición sin la investidura, pensó, quizás en base a períodos de extensísimas intermitencias.
 Como un volcán que entra en erupción después de pasar dos mil años inactivo..., agregó a sus pensamientos. Al acercarse a la intersección de Corrientes y San Martín, escuchó la sirena de una ambulancia del SAME que se dirigía a asistir al que creían un infartado en la vía pública.
 Estimó que probablemente había sido un individuo sano, sin ningún antecedente de patologías cardíacas y que a su vez, desconocía lo mismo que él hasta un rato antes, la condición que lo identificaba de modo súbito.

                                                              FIN



  

jueves, 18 de julio de 2013

NI EBRIO NI DORMIDO

 Ni bajo los efectos del alcohol ni de los sueños.
 La sobria vigilia que se considera percepción inequívoca de la realidad, era la que se hallaba viviendo, pero...
 La araña que estaba próximo a matar, con la indiferencia aplicada a la eliminación de especies inferiores, semejaba apelar a su misericordia.
 Las patas se plegaban en actitud de súplica e increíblemente, poseía fisonomía; una especie de diminuto rostro devastado por el dolor.
 El hombre, sostenida la pantufla con la diestra y presto a exterminar a la alimaña, creyó vacilar, pero se repuso de inmediato.
 La incredulidad ante lo que se presentaba a sus ojos y la vergüenza, que tal visión le provocaba, por ser ejecutor privilegiado por fuerza y estatura, así como la imposibilidad de huida de la víctima señalada, hicieron que descargara el calzado con suela de goma sobre el arácnido con desesperada violencia. No le preocupó enchastrar la pared con los restos de la pequeña criatura, algo que con anterioridad hubiera evitado.
 Pensó que no se trataba simplemente de aplastar un insecto, sino de ejecutar un acto de entidad superior, específicamente, destruir una amenaza al pleno uso de sus facultades mentales.
 Salvaguardar su cordura.
 De todos modos, cuando se calzó la pantufla y detectó una cucaracha que parecía observarlo sonriente, como burlándose de su necedad, comprendió que no sabía lo que estaba ocurriendo, pero comenzó a sospechar que su lucha ya era inútil.

                                                                                 FIN
 

domingo, 14 de julio de 2013

LEVI II

 Allí quedó Levi..., quién levitó, como triste recordatorio de que la gracia divina puede ocasionar efectos no deseados.
 Incrustado en el techo de su dormitorio..., víctima de una ascensión descontrolada y feroz.
 Los faldones de su negra levita agitados por soplos mínimos, por corrientes de aire de exigua entidad.
 Su mujer, no fue testigo del portento sino del resultado. De inmediato, solicitó la presencia del rabino de su comunidad.

 El Rebe Mordejai se mesaba sus luengas barbas.
 Le costaba descifrar talmudicamente, porqué ese hombre piadoso que cumplía con rigor los preceptos de la Mishná, accedió al increíble don divino de infringir la ley de gravedad, para perder la vertical y estrellarse horizontalmente contra el techo.
 Con los brazos y las piernas extendidas, como si hubiera querido abrazar la inabarcable creación.
 A pesar del llanto de la viuda que no soportaba la atroz imagen, el rabino pudo cavilar hasta distinguir un matiz tan sutil en su pensamiento, que incluso, le pareció ilusorio.
 D-os le proporcionó una forma de elevarse que no le concernía a la especie, solo a los ángeles y porque poseen alas, por lo que también quiso enseñarle los límites de ese privilegio.
 Por supuesto, consideró, mediante esas ejemplificaciones terriblemente enfáticas a las que la divinidad nos tiene acostumbrados.
 De todos modos, lo acuciante, era como proceder con un cadáver que atravesó el cielo raso para quedar empotrado en el techo, como si se tratara de una extraña escultura putrescible.
 Tirando de sus blancas barbas con mayor intensidad, casi haciendo descender su cabeza como durante la cadencia del rezo, el rabino interpretó que ante ese cuadro, resultaba virtualmente imposible deslindar la responsabilidad del Altísimo en el trágico suceso.
 Enfrentado a motivaciones de índole inefable, que exponían la nulidad de las exégesis para iluminar los planes del eternamente alabado, asumió sumisamente su ignorancia expresándola con desolación.
 Comenzó a lamentarse con rítmicas exclamaciones, que sonaban como ¡Oi!...¡Oi!...¡Oi!..., ante el estupor de la viuda del que levitó, la viuda de Levi, quién esperaba una respuesta mas acorde a las circunstancias, que esa melopea que conocía de sobra de cuando a su marido le iban mal los negocios.

                                                                    FIN

      

jueves, 11 de julio de 2013

LA HORA DE LA VIRTUD

 Llegó al curso en horario.
 Como individuo metódico que era, consideraba a la puntualidad como una manifestación de la virtud.
 O como un deber.
 Quizás como ambas formulaciones a la vez, dado que entendía que las dos se acoplaban en el mandato.
 El que indicaba llevar una vida de virtud, una conducta que dirija nuestras decisiones hacia la corrección en el proceder, impidiendo que el mismo lesione a los otros y orientándolo hacia el bien común.
 La puntualidad era parte intrínseca de ese proceder:
 Era inconcebible que el virtuoso sea impuntual; sería una aberración del comportamiento que implicaría molestar al otro, causarle daño, penuria, hastío...
 Todo lo contrario a lo que debe generar el virtuoso en su relación con los otros, o sea el encomio, el deseo de igualar en la virtud a quién ejemplifica ese camino.
 Imbuido de estos pensamientos, reconfortado por ellos, pulsó el timbre de la modesta casa suburbana a las 18hs., exactamente, la hora concertada.
 ¡Paff!...
 El cachetazo que le aplicaron con una mano acolchada de payaso, lo hizo estremecer.
 Gajes del oficio..., pensó, mientras ingresaba al interior de la vivienda colocándose la nariz roja de plástico.
 Su curso de clown daba comienzo.

                                                               FIN


   

EN LA ESFERA DE LO IMPREVISTO

 Haití..., es como un magma opaco bajo la inclemencia solar del trópico. Una nación entre la gloria histórica y la antropofagia republicana, pura emancipación liberadora y sojuzgamiento brutal en íntimo acople.
 Tierra de desbordes religiosos y naturales, conjunción del apocalipsis respirable entre las zanjas de Cité- Soleil y los espasmos de la ayuda humanitaria internacional.
 La honra eterna a un Toussant L'Ouverture libertador y la ignominia entronizada con Henri Christophe, se combinan en una peligrosa épica nacional nutrida por el vudú, que puede instalar la presidencia vitalicia de Francois Duvalier, generar un Amiot Métayer y su Ejército Caníbal y aceptar al sacerdote salesiano Aristide.
 Y en el 2010, la catástrofe de proporciones bíblicas que licuó la tierra con los cuerpos de centenares de miles de humanos, mezclando a los sobrevivientes con los muertos en una mixtura que indistinguía categorías, dado que los cadáveres se desplazaban y los vivos parecían estar inertes.
 Haití..., la unión hace la fuerza dice su escudo, pero para Gastón Beyault no es así. Considera que la fuerza nace de la desunión con lo humano y el apareamiento con una energía inconcebible que circula sin cesar, siendo absorbida por los predispuestos elegidos, que la toman íntimamente y se dejan tomar por ella.
 Él era uno de ellos.
 Hacía tiempo que capturaba esa corriente ominosa como oficiante del vudú, hasta que logró su opus magna proyectándola, insuflándola en un cadáver insepulto. Mediante sobornos en la morgue judicial de Port-au-Prince, colmada de occisos, Gastón Beyault consiguió un zombie a su servicio: activó un muerto y le adosó una pseudo vida.
 Como bokor, manipulador de las tinieblas, era consciente de la trascendencia de su logro. Después de probar con una veintena de restos humanos aún no sepultados, a lo largo de varios años, al fin asistía al resultado favorable de sus desvelos: había hecho las cosas bien, a pesar de que creía poseer una marcada tendencia al error.
 Entendió que finalmente el Barón Samedi, Señor de la Guinea, inmaterial tierra de los muertos, había propiciado sus afanes. Sintió gozo y alegría.
 Cuando consagró a esa figura descarnada vestida con harapos y la hizo caminar, la satisfacción se expandió por su organismo como una descarga benéfica.
 Pensó en darle un nombre..., pero no llegó a hacerlo.
 Su criatura, como presa de una brusca desesperación, desplazándose con los movimientos grotescos característicos de quienes no pertenecen a un estrato biológico definido, abrió la endeble puerta del cobertizo donde se hallaban y accedió a la calle.
 A esa hora, antes de que asomara el sol, solo circulaban por allí sombras furtivas.
 Acera y calzada, se confundían entre baches y escombros del terremoto monumental, aún no removidos.
 Solo algunos faroles dispersos iluminaban la zona, que sin ser de las más miserables de Port-au-Prince, evidenciaba un panorama de carencias y distorsiones urbanas.
 Gastón Beyault corrió tras él, pero su renguera congénita le imposibilitaba darle alcance.
 Sin dar crédito a sus ojos, observó como el resultado de su interacción con las deidades dignatarias del panteón vudú, se arrojaba bajo las ruedas de un blanco camión Unimog de la MINUSTAH que no pudo frenar a tiempo.
 Varios soldados, portando los cascos azules de la misión de paz de la ONU para la estabilización en Haití, rodearon de inmediato al atropellado.
 Uno de ellos, el Tte. del Ejercito Argentino Martín Azcoa, nacido en Chivilcoy-Pcia. de Buenos Aires, a cargo del convoy militar que precedía el Unimog, observó anonadado el cuerpo en descomposición que yacía sobre la derruida ruta, emitiendo hedores que obligaban a cubrirse la nariz.
 El joven militar integrante de la fuerza internacional, que detentaba un nivel cultural, quizás inconcebible en décadas  anteriores en alguien de su condición, pensó: matamos a un cadáver..., recordando los dos libros sobre Haití que había leído luego de que le asignaran ese país como destino castrense.
 Estos eran La isla mágica de William Seabrook y Los comediantes de Graham Greene, donde se denominaba a Haití como la república de la pesadilla.
 Antes de proceder con las actuaciones pertinentes ante un accidente vial, suponiendo que pudieran aplicarse en este caso, pensó Azcoa, consideró que en un país donde los muertos no solo resucitan sino que incluso se suicidan, algo debe estar intrínsecamente desnaturalizado. Lo recorrió un escalofrío de pavor.
 El bokor Gastón Beyault divisaba dolido la escena, en la que los soldados no se animaban a manipular el cuerpo del despojo viviente suicidado.
 Es obvio que son extranjeros..., pensó, que seguramente desconocen que los cementerios haitianos poseen las tumbas fortificadas. Por otra parte -agregó a sus pensamientos- lo extraño en Haití no es que un zombie circule por la calle, sino que malogre la obra del bokor quitándose la vida..., que no es exactamente vida, para ingresar a la muerte, que tampoco es lo que se considera como tal...


                                                                        FIN
    

domingo, 7 de julio de 2013

DORMIR EN PLENITUD

 Padecía narcolepsia diagnosticada.
 Dormirse continuamente, ya sea como un conato de sueño, un ligero sopor o incluso, una profunda manifestación de tal actividad fisiológica, lo estaba marginando socialmente, creándole problemas familiares y laborales, dado que el trastorno crecía en intensidad.
 Respecto a su empleo, las reiteradas licencias médicas conspiraban contra su permanencia en el mismo.
 Conocer las causas de su mal se había convertido en una obsesión para él, habida cuenta de que los profesionales, le proporcionaban vagas explicaciones genéticas que no le resultaban convincentes, lo mismo los antidepresivos que le recetaban y que al poco tiempo dejaba de ingerir.
 Sin resolver la incógnita sobre el origen de su problema, deambulaba entre extracciones de sangre y análisis de los decibeles de sus ronquidos, que no llegaban a ninguna conclusión satisfactoria, mientras la afección extremaba sus exteriorizaciones. Por ello, Gustavo Joaquín Ferramonte, hombre joven y saludable en otros aspectos, veía transcurrir sus días matizados de noche profunda, así como percibía que la vigilia de su vida se entregaba sin combate al sueño, remedo impalpable de nuestra identidad y sus circunstancias.
 Su existencia, se convirtió en soporífera.
 A este nivel de la patología que lo afectaba, todo le resultaba aburrido, salvo entregarse al desacople de la llamada realidad, que era lo que le brindaba el sueño.
 Es que Gustavo accedía a una dimensión onírica ponderable, en la que sus sueños parecían lograr la categoría de ensueños; dicho de otro modo, le generaban un estado como de duermevela, no de parálisis del sueño, donde ya no discernía que era lo que vivía y que lo que soñaba, aunque esto último también implicara vivir. Consciente-cuando se hallaba despierto-de que "los sueños sueños son", entendía que su expresión vital se había encriptado, debido a que lo onírico solo propicia obra, en la medida en que pueda proyectarse en obra al despertar.
 En su caso parecía difícil, puesto que en múltiples ocasiones, su sueño poseía la negrura de un telón opaco que lo único que le producía era satisfacción. Sabía que esto último era una experiencia intransferible, dado que no poseía la universalidad del dolor.
 Otras veces soñaba verdaderas historias, secuencias argumentales que se interrumpían al despertar, pero al dormirse nuevamente, se continuaban en el punto donde las había dejado con anterioridad.
 -Soy como un opiomano..., le dijo a su terapeuta, sin poder escuchar la respuesta por quedarse dormido.
 -La vida es sueño..., le susurró a su mujer, parafraseando a Calderón, cuando se quedó dormido sobre ella la última vez que intentó cumplir con el débito conyugal.
 Perdió su trabajo-empleadores y compañeros lo consideraban un haragán panza arriba en la catrera-y fue a  juicio por ser despedido existiendo enfermedad crónica. Le resultó difícil explicitarle su situación al abogado laboralista: se dormía antes de concluir la exposición de los hechos.
 Habiendo llegado a este grado de desarrollo de la enfermedad, Gustavo solo quería dormir.
 No necesitaba de la vigilia; más aún, la consideraba un incordio, un impedimento que entorpecía la genuinidad de su tránsito vital.
 Como recurso extremo, su esposa y su hijo adolescente recurrieron, orientados por gente amiga de la parroquia a la que concurrían, a un cura dispuesto a exorcisarlo.
 La práctica se realizó con total discreción, sin alarmar a los vecinos, pero su efecto fue nulo.
 Gustavo Joaquín Ferramonte siguió siendo un durmiente, al que no lo despertaron ni las aspersiones con agua bendita.
 Ya había dejado de conducir automóviles, frecuentar a sus amigos, tener relaciones con su mujer y preocuparse por las compañías de su hijo quinceañero.
 También de querer progresar, tener ambiciones, seguir los asuntos del mundo y participar de los mismos aunque sea de un modo pasivo.
 Apenas ducharse apresuradamente, defecar, mear y pocas cosas más, como ser comer y beber.
 Todo como si se tratara de una antesala del lecho.
 Quizás no resultara extraño, que una apnea nocturna pusiera fin a su vida.
 Una muerte, si se quiere tranquila; un ligero estremecimiento, el sonido ahogado de un estertor que no llegó a establecerse. Su mujer, que no se percató en el momento del óbito, se despertó a la mañana acompañada por un cadáver.
 Previamente a abandonar la sala donde fue velado el difunto, su cuñado Juan Carlos musitó...
 -Que en paz descanse..., a lo que la mujer de Gustavo, aliviada del peso de ese durmiente carente de belleza, que pareció haber ofendido a la vida como paradigma de actividad registrable, respondió presta...
 -¿No te parece que descansó bastante, Juan Carlos?...
 Apenas concluyó de decirlo, cuando pensó que lo de Gustavo, quizás no había sido precisamente descansar; incluso, llegó a pensar que para él, la síntesis vital se había convertido en dormir en plenitud, como si se preparara para el posible sueño sin fisuras en el que ahora estaba inmerso.
 Se encogió levemente de hombros y se dirigió a ocupar su lugar, en el primer auto del cortejo fúnebre ya dispuesto para la partida.

                                 
                                                                       FIN








jueves, 4 de julio de 2013

CAMARADA INSPECTOR PURGANTE

 Yuri Mevgorod, significaba para la población de esa localidad esteparia, perdida en la inmensidad rusa, lo mismo que representaba Stalin para toda la Unión Soviética:
 El hombre forjado en acero..., el venerado padre de los ciudadanos a los que asistía aún sin ser visto.
 Inmerso en la monumental purga aplicada por el poder, que cercenaba carreras, amputaba reputaciones, trasladaba contingentes de centenares de miles a padecer en Siberia, el Camarada Inspector Y.S.Mevgorod
se dedicaba a detectar toda posible transgresión ideológica, en la pequeña ciudad que lo temía y a la que dominaba con su rango. 
 Se consideraba altamente calificado para ejercer la función que le fue delegada, debido a lo cual pudo percibir, que su subalterno Fedor Gorodin se dedicaba a espiarlo. Estimó sin margen de duda, que tal proceder obedecía a instrucciones del estamento superior.
 Mientras se enteraba por el Pravda de las últimas ejecuciones, resultado de inconcebibles juicios celebrados en Moscú, Movgorod decidió aplicar para sobrevivir en ese medio sus conocimientos ajedrecísticos esenciales.
 O sea..., prever lo máximo posible las jugadas del otro; anticiparlas mentalmente.
 Eso fue lo que hizo: se adelantó a su subalterno dando vuelta la situación.
 Efectuó una denuncia en la que lo acusaba de hurgar en su escritorio con fines inconfesables, lo que dado que él era su superior, implicaba causal de detención bajo acusación de espionaje.
 Cuando a los dos días de recepcionada la misma, cuatro miembros del NVKD se llevaron a Fedor Gorodin  del despacho contiguo al suyo, aplicándole golpes en los riñones para calmar sus gritos destemplados, Mevgorod supo que había ganado la partida: su subalterno no pudo tener tiempo de informar nada.
 Para ser exacto, pensó, esta partida, dado que sabía de sobra que nadie se hallaba seguro en los tiempos que corrían. Ni siquiera él, que evidentemente había sido puesto bajo escrutinio por niveles superiores del Partido.
 No era una cuestión de aplicación de justicia, consideró, sino una concatenación de delaciones e infidencias de todos contra todos, en la que en pos de oscuros reconocimientos, se podría generar el exterminio de familias enteras.
 Se encogió de hombros y se dirigió hacia su domicilio, que antes de la Revolución había sido propiedad del mayor terrateniente del pueblo.
 Como tantas otras veces durante la cena familiar, se sentía irritado cuando su hijo de diez y ocho años, en quién proyectaba fuertes expectativas, contestaba a sus preguntas como un loro que repetía los materiales doctrinarios del Partido.
 Si bien detentaba una posición destacada en el Komsomol local, Yuri pensaba que el pertenecer a la Unión Comunista de la Juventud, no debería generar en Vladimir tal dependencia al pensamiento oficial. Esta actitud podría crearle confusión en sus ambiciones personales,en la continuidad dinástica del poder de los Mevgorod en la ciudad, que si manifestaban habilidad, quizás podría llegar a extenderse hasta la misma Moscú.
 El Camarada Inspector, quién no se caracterizaba por su paciencia, reconvenía en estos casos a su hijo de un modo brusco, tildándolo de idiota achicharrado en el fanatismo.
 El joven se sentía perturbado ante este trato, bajando la vista y embargado por oscuros pensamientos, mientras su madre observaba la escena con una sonrisa enigmática. A su vez, luego de producidas estas situaciones, su padre se retiraba hosco de la mesa, estimando que su hijo no se percataba de lo que le convenía, por ejemplo, comer como comían, cuando regiones enteras de la U.R.S.S. sufrían hambre.
 A la semana de la detención de Gorodin, habiendo recibido ya un par de veces a su doliente esposa que lo inquiría sobre su paradero, Yuri Mevgorod vió a los de la NVKD en plena calle, a bordo de un automóvil GAZ M1 color negro.
 Tuvo un acentuado sentimiento de inquietud, ya que no le anunciaron su arribo a la ciudad como en otras ocasiones; incluso, se olvidó del plan sexual, que tenía dispuesto llevar a la práctica con la esposa de su ex-subalterno.
 Interpretó que le convenía acercarse a los agentes, tratando de averiguar por que habían regresado sin solicitar su colaboración; para ello, adoptó la postura que pudiera transmitir más importancia y seguridad en sus vínculos con el poder regional.
 Cuando observó a Vladimir descender del vehículo oficial, le pareció que su corazón se detenía.
 Esta vez, su hijo no bajó la mirada abochornado, sino que la elevó desafiante, fijándola en sus ojos con la vehemencia de los fanáticos ante el deber cumplido.
 De inmediato,del vehículo descendió Irina, su mujer, ofreciéndole la sonrisa enigmática que tan bien le conocía.
 Tras ellos, bajaron los tres agentes de la NVKD, enfundados en idénticos trajes grises de mala factura.
 El Camarada Inspector Y.S.Mevgorod fue introducido en el GAZ de manera ruda, golpeado sin contemplaciones en su zona renal.
 Como buen ajedrecista, avizoró el mate antes de que se produjera, con una pistola Tokarev presionando su abultado vientre mientras era esposado. Estaba siendo preparado para iniciar un viaje que seguramente, pensó, concluiría en la Plaza Lubianka de Moscú.
 Al ver a su mujer y su hijo, felicitados en la acera por evidentes integrantes del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, a los que no conocía, supo que había descuidado un flanco que no existía en el ajedrez: el del príncipe heredero presto a jaquear al rey,  con el apoyo de la reina madre traidora.
 Tarde para lamentaciones y aprendizajes, se sometió mansamente a la lógica no analógica de las purgas, que describían geometrías no euclidianas de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba y también, desde adentro.

                                                               FIN







  

lunes, 1 de julio de 2013

A LOS PIES DEL AHORCADO

 Como bisoño integrante de los Tercios de Flandes, la poderosa formación guerrera de España nimbada de gloria, no podía decirse a si mismo lo que a pesar de ello se decía:
 Tengo miedo.
 El flamante efectivo de la consagrada maquinaria bélica de Felipe II, no bautizado en las inclemencias del combate, ya sucumbía a un pavor que ni siquiera debía permitirse ante el horror de la batalla. Menos aún, cumpliendo una guardia, por más que se trate del resguardo de un ahorcado pendiendo del patíbulo.
 Miedo y vergüenza de sentir miedo..., admitió para si mismo.
 No sabía que era lo que le resultaba más aterrador, si el cadáver del ajusticiado, con la soga al cuello y los ojos bien abiertos, ofreciéndole desde todos los ángulos su mirada inerte o lo otro, lo que crecía increíblemente bajo los pies del difunto:
 La mandrágora
 Rodrigo de Fompedraza, oriundo de la comarca de Valladolid, sabía que ese tubérculo provenía de la eyaculación mecánica del hombre colgado, cuando la asfixia se cobraba su vida. También conocía su utilización en las prácticas ocultas y en los sortilegios.
 La identidad de esa carne muerta no lo perturbaba, aunque  era de su conocimiento que en vida fue un cabo de los Tercios, que mató para robar comida.
 Pero el hecho en sí, implicaba que el cadáver bamboleante parecía decirle:
 Tu también lo harás..., cuando el hambre te atenace la tripa.
 Rodrigo padecía hambre..., en esos tiempos posteriores a la Batalla de Alcántara, en la que no participó.
 Pero hasta el hambre resultaba obviable, al ver esa planta que crecía ante sus ojos con  presteza inconcebible:
 La mandrágora.
 Dadas las estrecheces de sustento que soportaban -pensó Rodrigo- no era extraño que al cabo se le hallan bajado las calzas cuando fue ejecutado, derramando su polución sobre esa tierra fértil y generando ese prodigio con mucho de tenebroso.
 Parecía que algo extraño, ajeno a la índole vegetal, la empujaba desde las profundidades hasta hacerle desplegar todo su esplendor.
 Fue en ese momento, que el valloseletano detectó a la muchacha con el perro.
 La luz de la luna iluminó su figura agraciada, cubierta por un medio manto de añascote y exhibiendo un corpiño ribeteado de pedrería.
 El rostro, adobado con afeites así como sus rotundos pechos blanqueados con albayalde, armonizaban con el desenfado que exhibía en sus maneras y su sonrisa seductora.
 El perro, de tamaño mediano, era sujetado por la diestra de la joven mediante una traílla; de su mano izquierda, pendía una canasta en la que se veía pan, jamón, queso con forma de teta, algunas frutas y vino.
 Le dijo en un portugués que le resultó entendible:
 -Todo es tuyo, mi bien. Luego que reconfortes tu estomago puedes desfogar tu virilidad.
 Rodrigo le respondió con celeridad:
 -¿Que pretendes?...
 -Que me dejes llevarme la planta. Solo eso.
 Contestó ella, evidenciando la altanería de una ramera consumada.
 El mozo no pudo sustraerse a la propuesta, prendado de las cinco trenzas que ornaban su cabello moreno, sus ojos de un profundo azabache y la rotundez de sus formas.
 -Vale.
 Fue su respuesta, abalanzándose sobre los alimentos y la bebida ofrecida, en la consideración que luego de dar cuenta de ellos, procedería a hacer uso de la hembra descarada.
 -¿Como te llamas?..., le preguntó con la boca llena de esos manjares que ya estaban cortados en porciones.
 -Fernanda..., le dijo, mientras ataba su perro a la planta y se alejaba unos pasos del mismo.
 Rodrigo disfrutó la sonoridad de ese nombre, así como degustaba el oscuro vino que corría por su garganta.
 La mujer gritó en tono imperativo:
 -¡Beltrán!...
 Respondiendo al llamado, el perro se dirigió raudo hacia su ama, arrancando la mandrágora con violencia.
 Se escucho un grito atroz. Un alarido despojado de humanidad que provocó la inmediata muerte del cánido, mientras Fernanda se cubría los oídos, advertida de lo que iba a ocurrir.
 No así Rodrigo, que soltó el botellón de vino aturdido por ese estruendo bestial.
 Ella se aprovechó del estupor en que quedó sumido el hombre, para recoger la mandrágora y retirarse presurosa del lugar.
 Cuando el terciario se recuperó del trance vivido, consideró lo débil que resulta la voluntad, ante la necesidad de ingesta y la promesa de carne femenina palpitante, pero ya era tarde para modificar conductas: lo rodeaban seis de sus camaradas de armas de la coronelía, comandados por el Sargento Mayor y con las alabardas prestas para reducir toda resistencia.


 Rodrigo de Fompedraza  fue ajusticiado por abandono de guardia, luego de un juicio marcial sumarísimo.
 Su miembro viril, quedó comprimido por un burdo resguardo de arpillera, a los fines de que su simiente no diera origen a esa planta maldita, que hacía olvidar el deber conduciendo a la perdición y cuyo grito al ser arrancada, mataba a quién se hallara más cerca.
 El pensamiento postrero de Rodrigo, a sus diez y ocho años, se había dirigido a estimar la nula gloria, que obtuvo en su breve paso por los insignes Tercios a las órdenes del III Duque de Alba.
 Cercano a la autocompasión, lamentó que la vida solo le deparará un par de breves visitas a la mancebía,  amén de que en sus cinco meses de servicio, nunca vio ni un doblón de paga; ni siquiera de lejos.


                                                                           FIN