lunes, 1 de julio de 2013

A LOS PIES DEL AHORCADO

 Como bisoño integrante de los Tercios de Flandes, la poderosa formación guerrera de España nimbada de gloria, no podía decirse a si mismo lo que a pesar de ello se decía:
 Tengo miedo.
 El flamante efectivo de la consagrada maquinaria bélica de Felipe II, no bautizado en las inclemencias del combate, ya sucumbía a un pavor que ni siquiera debía permitirse ante el horror de la batalla. Menos aún, cumpliendo una guardia, por más que se trate del resguardo de un ahorcado pendiendo del patíbulo.
 Miedo y vergüenza de sentir miedo..., admitió para si mismo.
 No sabía que era lo que le resultaba más aterrador, si el cadáver del ajusticiado, con la soga al cuello y los ojos bien abiertos, ofreciéndole desde todos los ángulos su mirada inerte o lo otro, lo que crecía increíblemente bajo los pies del difunto:
 La mandrágora
 Rodrigo de Fompedraza, oriundo de la comarca de Valladolid, sabía que ese tubérculo provenía de la eyaculación mecánica del hombre colgado, cuando la asfixia se cobraba su vida. También conocía su utilización en las prácticas ocultas y en los sortilegios.
 La identidad de esa carne muerta no lo perturbaba, aunque  era de su conocimiento que en vida fue un cabo de los Tercios, que mató para robar comida.
 Pero el hecho en sí, implicaba que el cadáver bamboleante parecía decirle:
 Tu también lo harás..., cuando el hambre te atenace la tripa.
 Rodrigo padecía hambre..., en esos tiempos posteriores a la Batalla de Alcántara, en la que no participó.
 Pero hasta el hambre resultaba obviable, al ver esa planta que crecía ante sus ojos con  presteza inconcebible:
 La mandrágora.
 Dadas las estrecheces de sustento que soportaban -pensó Rodrigo- no era extraño que al cabo se le hallan bajado las calzas cuando fue ejecutado, derramando su polución sobre esa tierra fértil y generando ese prodigio con mucho de tenebroso.
 Parecía que algo extraño, ajeno a la índole vegetal, la empujaba desde las profundidades hasta hacerle desplegar todo su esplendor.
 Fue en ese momento, que el valloseletano detectó a la muchacha con el perro.
 La luz de la luna iluminó su figura agraciada, cubierta por un medio manto de añascote y exhibiendo un corpiño ribeteado de pedrería.
 El rostro, adobado con afeites así como sus rotundos pechos blanqueados con albayalde, armonizaban con el desenfado que exhibía en sus maneras y su sonrisa seductora.
 El perro, de tamaño mediano, era sujetado por la diestra de la joven mediante una traílla; de su mano izquierda, pendía una canasta en la que se veía pan, jamón, queso con forma de teta, algunas frutas y vino.
 Le dijo en un portugués que le resultó entendible:
 -Todo es tuyo, mi bien. Luego que reconfortes tu estomago puedes desfogar tu virilidad.
 Rodrigo le respondió con celeridad:
 -¿Que pretendes?...
 -Que me dejes llevarme la planta. Solo eso.
 Contestó ella, evidenciando la altanería de una ramera consumada.
 El mozo no pudo sustraerse a la propuesta, prendado de las cinco trenzas que ornaban su cabello moreno, sus ojos de un profundo azabache y la rotundez de sus formas.
 -Vale.
 Fue su respuesta, abalanzándose sobre los alimentos y la bebida ofrecida, en la consideración que luego de dar cuenta de ellos, procedería a hacer uso de la hembra descarada.
 -¿Como te llamas?..., le preguntó con la boca llena de esos manjares que ya estaban cortados en porciones.
 -Fernanda..., le dijo, mientras ataba su perro a la planta y se alejaba unos pasos del mismo.
 Rodrigo disfrutó la sonoridad de ese nombre, así como degustaba el oscuro vino que corría por su garganta.
 La mujer gritó en tono imperativo:
 -¡Beltrán!...
 Respondiendo al llamado, el perro se dirigió raudo hacia su ama, arrancando la mandrágora con violencia.
 Se escucho un grito atroz. Un alarido despojado de humanidad que provocó la inmediata muerte del cánido, mientras Fernanda se cubría los oídos, advertida de lo que iba a ocurrir.
 No así Rodrigo, que soltó el botellón de vino aturdido por ese estruendo bestial.
 Ella se aprovechó del estupor en que quedó sumido el hombre, para recoger la mandrágora y retirarse presurosa del lugar.
 Cuando el terciario se recuperó del trance vivido, consideró lo débil que resulta la voluntad, ante la necesidad de ingesta y la promesa de carne femenina palpitante, pero ya era tarde para modificar conductas: lo rodeaban seis de sus camaradas de armas de la coronelía, comandados por el Sargento Mayor y con las alabardas prestas para reducir toda resistencia.


 Rodrigo de Fompedraza  fue ajusticiado por abandono de guardia, luego de un juicio marcial sumarísimo.
 Su miembro viril, quedó comprimido por un burdo resguardo de arpillera, a los fines de que su simiente no diera origen a esa planta maldita, que hacía olvidar el deber conduciendo a la perdición y cuyo grito al ser arrancada, mataba a quién se hallara más cerca.
 El pensamiento postrero de Rodrigo, a sus diez y ocho años, se había dirigido a estimar la nula gloria, que obtuvo en su breve paso por los insignes Tercios a las órdenes del III Duque de Alba.
 Cercano a la autocompasión, lamentó que la vida solo le deparará un par de breves visitas a la mancebía,  amén de que en sus cinco meses de servicio, nunca vio ni un doblón de paga; ni siquiera de lejos.


                                                                           FIN



                                                                   



















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