domingo, 7 de julio de 2013

DORMIR EN PLENITUD

 Padecía narcolepsia diagnosticada.
 Dormirse continuamente, ya sea como un conato de sueño, un ligero sopor o incluso, una profunda manifestación de tal actividad fisiológica, lo estaba marginando socialmente, creándole problemas familiares y laborales, dado que el trastorno crecía en intensidad.
 Respecto a su empleo, las reiteradas licencias médicas conspiraban contra su permanencia en el mismo.
 Conocer las causas de su mal se había convertido en una obsesión para él, habida cuenta de que los profesionales, le proporcionaban vagas explicaciones genéticas que no le resultaban convincentes, lo mismo los antidepresivos que le recetaban y que al poco tiempo dejaba de ingerir.
 Sin resolver la incógnita sobre el origen de su problema, deambulaba entre extracciones de sangre y análisis de los decibeles de sus ronquidos, que no llegaban a ninguna conclusión satisfactoria, mientras la afección extremaba sus exteriorizaciones. Por ello, Gustavo Joaquín Ferramonte, hombre joven y saludable en otros aspectos, veía transcurrir sus días matizados de noche profunda, así como percibía que la vigilia de su vida se entregaba sin combate al sueño, remedo impalpable de nuestra identidad y sus circunstancias.
 Su existencia, se convirtió en soporífera.
 A este nivel de la patología que lo afectaba, todo le resultaba aburrido, salvo entregarse al desacople de la llamada realidad, que era lo que le brindaba el sueño.
 Es que Gustavo accedía a una dimensión onírica ponderable, en la que sus sueños parecían lograr la categoría de ensueños; dicho de otro modo, le generaban un estado como de duermevela, no de parálisis del sueño, donde ya no discernía que era lo que vivía y que lo que soñaba, aunque esto último también implicara vivir. Consciente-cuando se hallaba despierto-de que "los sueños sueños son", entendía que su expresión vital se había encriptado, debido a que lo onírico solo propicia obra, en la medida en que pueda proyectarse en obra al despertar.
 En su caso parecía difícil, puesto que en múltiples ocasiones, su sueño poseía la negrura de un telón opaco que lo único que le producía era satisfacción. Sabía que esto último era una experiencia intransferible, dado que no poseía la universalidad del dolor.
 Otras veces soñaba verdaderas historias, secuencias argumentales que se interrumpían al despertar, pero al dormirse nuevamente, se continuaban en el punto donde las había dejado con anterioridad.
 -Soy como un opiomano..., le dijo a su terapeuta, sin poder escuchar la respuesta por quedarse dormido.
 -La vida es sueño..., le susurró a su mujer, parafraseando a Calderón, cuando se quedó dormido sobre ella la última vez que intentó cumplir con el débito conyugal.
 Perdió su trabajo-empleadores y compañeros lo consideraban un haragán panza arriba en la catrera-y fue a  juicio por ser despedido existiendo enfermedad crónica. Le resultó difícil explicitarle su situación al abogado laboralista: se dormía antes de concluir la exposición de los hechos.
 Habiendo llegado a este grado de desarrollo de la enfermedad, Gustavo solo quería dormir.
 No necesitaba de la vigilia; más aún, la consideraba un incordio, un impedimento que entorpecía la genuinidad de su tránsito vital.
 Como recurso extremo, su esposa y su hijo adolescente recurrieron, orientados por gente amiga de la parroquia a la que concurrían, a un cura dispuesto a exorcisarlo.
 La práctica se realizó con total discreción, sin alarmar a los vecinos, pero su efecto fue nulo.
 Gustavo Joaquín Ferramonte siguió siendo un durmiente, al que no lo despertaron ni las aspersiones con agua bendita.
 Ya había dejado de conducir automóviles, frecuentar a sus amigos, tener relaciones con su mujer y preocuparse por las compañías de su hijo quinceañero.
 También de querer progresar, tener ambiciones, seguir los asuntos del mundo y participar de los mismos aunque sea de un modo pasivo.
 Apenas ducharse apresuradamente, defecar, mear y pocas cosas más, como ser comer y beber.
 Todo como si se tratara de una antesala del lecho.
 Quizás no resultara extraño, que una apnea nocturna pusiera fin a su vida.
 Una muerte, si se quiere tranquila; un ligero estremecimiento, el sonido ahogado de un estertor que no llegó a establecerse. Su mujer, que no se percató en el momento del óbito, se despertó a la mañana acompañada por un cadáver.
 Previamente a abandonar la sala donde fue velado el difunto, su cuñado Juan Carlos musitó...
 -Que en paz descanse..., a lo que la mujer de Gustavo, aliviada del peso de ese durmiente carente de belleza, que pareció haber ofendido a la vida como paradigma de actividad registrable, respondió presta...
 -¿No te parece que descansó bastante, Juan Carlos?...
 Apenas concluyó de decirlo, cuando pensó que lo de Gustavo, quizás no había sido precisamente descansar; incluso, llegó a pensar que para él, la síntesis vital se había convertido en dormir en plenitud, como si se preparara para el posible sueño sin fisuras en el que ahora estaba inmerso.
 Se encogió levemente de hombros y se dirigió a ocupar su lugar, en el primer auto del cortejo fúnebre ya dispuesto para la partida.

                                 
                                                                       FIN








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