jueves, 25 de julio de 2013

EL ÉMBOLO DEL EMBOLE

 Ejercía su presión sobre esa sustancia que él visualizaba como lábil, de reptante fluidez, haciendo que aflore por un orificio indefinido. El embole, ya disperso, irrigaba su entusiasmo con un flujo paralizante.
 La esperanza, como empapada por la viscosidad del embole, adoptaba una rigidez estructural, incluso su deseo, quedaba como pringoso, pegoteado, sin capacidad operativa.
 Su ánimo parecía encharcarse, lo mismo toda acometida gozosa o verificación gratificante.
 Como si una corrosión afectara su alegría y la dejara exangüe, en estado crítico.
 Natalio se sentía como sumergido en el agobio; inmerso en un sentimiento de tristeza concatenado con hastío.
 El embole me cubre..., pensaba metafóricamente, desde su autoinvestidura de poeta, con 18 años recién cumplidos.
 Miraba su fernet con cola preparado fuerte, sobre la mesa de ese bar suburbano en el que ingresó respondiendo a un llamado remoto, a una corriente de energía que le indicaba que allí, escribiría El émbolo del embole, poema dramático sobre el spleen.
 O sea, su obra embolante, porque Natalio participaba de esa melancolía  que sería trasladada a la letra, embolando a sus lectores. Era su modo de expresar el desencanto medular que al filo de la depresión, puede nutrir cierta creatividad despojada de plenitud, como en el caso de Baudelaire, iluminando un estado contravital casi búdico.
 En ese nirvana del aburrimiento, el personaje de su poema, también de nombre Natalio, accedía a un estado próximo a lo que podría ser, hallarse a la diestra del Señor.
 ¿Si la eternidad es aburrida?...¿Que hacemos?..., se pregunta Natalio, personaje, al inicio del primer canto.
 No puede seguir escribiendo, embargado por el embole que quisiera transmitir en las estrofas de su opus prima, que también puede llegar a ser su opus magna.
 Vacía lo que resta de bebida en el vaso, quizás como Baudelaire lo hacía con el ajenjo, con el hada verde del Pernod.
 Entendía que podría ser un vate del Siglo XIX, no de la era del tweet y el whatsapp, cuando la poesía tenía un valor per se y no era un arte aplicada a otras artes, sino leída y declamada autonomamente, como si el lector o el oyente accedieran a una frecuencia de la realidad que la existencia prosaica ocultaba.
 Esa anacrónica soledad, que él decía que lo acompañaba, generaba el trazo de la tinta sobre el papel como si el soporte gráfico fuera también el suyo, el que le impedía caer.
 Caer en el embole..., se decía a si mismo, soltando el bolígrafo con el que apenas llegó a plasmar quince caracteres de El émbolo del embole, cuyo texto, aún mental, parecía dejarlo como la hembra de la mantis religiosa deja al macho durante la fecundación: decapitado, como copulando en automático.
 Creativamente mutilado..., musitaba, ante la visión interior de esa monumental composición dividida en cantos, que su embole impedía ser trasladada a la escritura.
 Se mesaba la incipiente barba con desconcierto, hasta adoptar la decisión de retirarse.
 Mientras esperaba la cuenta, destrozó con delectación la flor artificial, colocada sobre la mesa dentro de un florerito de plástico.
 Seguramente no se enteraron..., fue su pensamiento mientras se alejaba del lugar, mareado por el alcohol ingerido.
 En el  bar, el viejo mozo le dijo al patrón tan veterano como él:
 -Aunque se tomó tres fernet con cola había que haberle cobrado la flor que rompió.
 El otro, acodado en la barra, le respondió:
 -Dejalo. El embole los deja pelotudos a estos pendejos.
 A este se ve que le hace falta una mina.
 -Sino se va a morir a pajas..., agregó el mozo, oriundo de La Coruña.

                                                                  FIN

 


  

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