jueves, 11 de julio de 2013

EN LA ESFERA DE LO IMPREVISTO

 Haití..., es como un magma opaco bajo la inclemencia solar del trópico. Una nación entre la gloria histórica y la antropofagia republicana, pura emancipación liberadora y sojuzgamiento brutal en íntimo acople.
 Tierra de desbordes religiosos y naturales, conjunción del apocalipsis respirable entre las zanjas de Cité- Soleil y los espasmos de la ayuda humanitaria internacional.
 La honra eterna a un Toussant L'Ouverture libertador y la ignominia entronizada con Henri Christophe, se combinan en una peligrosa épica nacional nutrida por el vudú, que puede instalar la presidencia vitalicia de Francois Duvalier, generar un Amiot Métayer y su Ejército Caníbal y aceptar al sacerdote salesiano Aristide.
 Y en el 2010, la catástrofe de proporciones bíblicas que licuó la tierra con los cuerpos de centenares de miles de humanos, mezclando a los sobrevivientes con los muertos en una mixtura que indistinguía categorías, dado que los cadáveres se desplazaban y los vivos parecían estar inertes.
 Haití..., la unión hace la fuerza dice su escudo, pero para Gastón Beyault no es así. Considera que la fuerza nace de la desunión con lo humano y el apareamiento con una energía inconcebible que circula sin cesar, siendo absorbida por los predispuestos elegidos, que la toman íntimamente y se dejan tomar por ella.
 Él era uno de ellos.
 Hacía tiempo que capturaba esa corriente ominosa como oficiante del vudú, hasta que logró su opus magna proyectándola, insuflándola en un cadáver insepulto. Mediante sobornos en la morgue judicial de Port-au-Prince, colmada de occisos, Gastón Beyault consiguió un zombie a su servicio: activó un muerto y le adosó una pseudo vida.
 Como bokor, manipulador de las tinieblas, era consciente de la trascendencia de su logro. Después de probar con una veintena de restos humanos aún no sepultados, a lo largo de varios años, al fin asistía al resultado favorable de sus desvelos: había hecho las cosas bien, a pesar de que creía poseer una marcada tendencia al error.
 Entendió que finalmente el Barón Samedi, Señor de la Guinea, inmaterial tierra de los muertos, había propiciado sus afanes. Sintió gozo y alegría.
 Cuando consagró a esa figura descarnada vestida con harapos y la hizo caminar, la satisfacción se expandió por su organismo como una descarga benéfica.
 Pensó en darle un nombre..., pero no llegó a hacerlo.
 Su criatura, como presa de una brusca desesperación, desplazándose con los movimientos grotescos característicos de quienes no pertenecen a un estrato biológico definido, abrió la endeble puerta del cobertizo donde se hallaban y accedió a la calle.
 A esa hora, antes de que asomara el sol, solo circulaban por allí sombras furtivas.
 Acera y calzada, se confundían entre baches y escombros del terremoto monumental, aún no removidos.
 Solo algunos faroles dispersos iluminaban la zona, que sin ser de las más miserables de Port-au-Prince, evidenciaba un panorama de carencias y distorsiones urbanas.
 Gastón Beyault corrió tras él, pero su renguera congénita le imposibilitaba darle alcance.
 Sin dar crédito a sus ojos, observó como el resultado de su interacción con las deidades dignatarias del panteón vudú, se arrojaba bajo las ruedas de un blanco camión Unimog de la MINUSTAH que no pudo frenar a tiempo.
 Varios soldados, portando los cascos azules de la misión de paz de la ONU para la estabilización en Haití, rodearon de inmediato al atropellado.
 Uno de ellos, el Tte. del Ejercito Argentino Martín Azcoa, nacido en Chivilcoy-Pcia. de Buenos Aires, a cargo del convoy militar que precedía el Unimog, observó anonadado el cuerpo en descomposición que yacía sobre la derruida ruta, emitiendo hedores que obligaban a cubrirse la nariz.
 El joven militar integrante de la fuerza internacional, que detentaba un nivel cultural, quizás inconcebible en décadas  anteriores en alguien de su condición, pensó: matamos a un cadáver..., recordando los dos libros sobre Haití que había leído luego de que le asignaran ese país como destino castrense.
 Estos eran La isla mágica de William Seabrook y Los comediantes de Graham Greene, donde se denominaba a Haití como la república de la pesadilla.
 Antes de proceder con las actuaciones pertinentes ante un accidente vial, suponiendo que pudieran aplicarse en este caso, pensó Azcoa, consideró que en un país donde los muertos no solo resucitan sino que incluso se suicidan, algo debe estar intrínsecamente desnaturalizado. Lo recorrió un escalofrío de pavor.
 El bokor Gastón Beyault divisaba dolido la escena, en la que los soldados no se animaban a manipular el cuerpo del despojo viviente suicidado.
 Es obvio que son extranjeros..., pensó, que seguramente desconocen que los cementerios haitianos poseen las tumbas fortificadas. Por otra parte -agregó a sus pensamientos- lo extraño en Haití no es que un zombie circule por la calle, sino que malogre la obra del bokor quitándose la vida..., que no es exactamente vida, para ingresar a la muerte, que tampoco es lo que se considera como tal...


                                                                        FIN
    

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