lunes, 22 de abril de 2013

Q.P.D.

 Ingresó de madrugada, pasadas las cuatro.
 No halló a ningún familiar del difunto, ningún amigo, ningún conocido.
 La casa de velatorios -ubicada en el G.B.A. profundo- se hallaba tan desolada, como pensó debía estarlo la estación ferroviaria de la localidad.
 Le extraño la ausencia de los deudos cercanos, por lo demás, sabía que los menos allegados no asistían a esa hora a los velorios.
 Su caso era distinto: trabajaba de operador en una FM y su horario era discontinuo, altamente irregular.
 De todos modos, se dispuso a ver en la capilla ardiente el cuerpo yerto de quién no fue su amigo, pero sí una persona que años atrás frecuentó.
 Estaba próximo a acceder a este sector del establecimiento funerario, cuando una voz femenina a sus espaldas, levemente enronquecida y de sugerente densidad vocal, le preguntó si deseaba un café.
 Se dio vuelta para decirle que sí, que ese sería el decimosegundo café que bebía en la jornada, cuando se sintió impactado por esa presencia de mujer:
 Alta, de formas rotundas y rasgos faciales algo duros, pero violentamente sensuales.
 Vestía una blusa blanca decorosamente abotonada, pero que revelaba la contundencia de los senos, pollera negra amplia y sandalias de taco alto, favorables a realzar un buen par de piernas destacado por las medias negras de fina trama.
 Uniformada..., pensó Rodrigo Santani, una azafata de velatorio que resguarda al muerto, como las huríes del paraíso de Mahoma reciben a los guerreros de la Jihad.
 Santani era un varón heterosexual pleno, siempre fascinado por el sexo opuesto; siempre atrapado por el magnetismo de ellas, como los animales por el estro de las hembras.
 -Me gusta bien cargado..., le respondió a la empleada de la sala de velatorios.
 -Está bastante cargado..., fue la contestación, acompañada por una sonrisa prometedora mientras le acercaba el pocillo humeante.
 Santani le rozó la mano más de lo debido, mientras aferraba la pequeña taza.
 -¿No hay nadie de la familia?...
  Le preguntó, mientras bebía la infusión en un par de sorbos.
 -En estos momentos, nosotros somos la familia...
 Santani sopesó esa contestación. Le pareció válida, rica en significados.
 Consideró que se trataba de una mujer inteligente, además de atractiva.
 Le devolvió el pocillo vacío e ingresó al recinto donde se hallaba el finado, acondicionado ceremonialmente.
 A la cabecera del féretro, un back-light imitación vitraux, ostentaba una gran cruz que era el único símbolo religioso presente.
 El cadáver, exhibía la palidez usual y en conjunto, el aspecto de indefensión que se encuentra en todos los muertos.
 Santani le dirigió una ligera mirada. Recordó que hacía un lustro, tuvo relaciones profesionales con el fallecido. Había sido el productor de un par de programas radiales en los que él trabajó.
 No se había percatado que la azafata se hallaba detrás suyo.
 Se sorprendió cuando la mujer, apagó la luz de las lámparas que simulaban velas, quedando el ambiente solo iluminado por el back light instalado en la pared.
 Ella quedó muy cerca suyo.
 Unieron sus labios, lamiéndose y jugueteando con las lenguas.
 El hombre le abrió la blusa; le bajó el corpiño y comenzó a sorber los pezones erectos y generosos, como si esperara recibir una sustancia nutricia.
 Lo demás resultó demasiado rápido...
 Ella se quitó la tanga negra con un movimiento preciso y erotizante; de inmediato, le abrió la bragueta haciendo aflorar el miembro ya erecto.
 Se dedicó a chuparselo apasionadamente, llenándose la boca con esa carne en barra.
 Haciendo un esfuerzo para contener la inminencia de la eyaculación, Santani se sentó en la única silla que se encontraba en el sitio, colocándose la hembra a horcajadas, con la pollera levantada como un capullo florecido.
 Aquella noche corrí el mejor de los caminos..., pensó Santani, rememorando a García Lorca, mientras la mujer agitaba su pelvis como enloquecida, tapando sus gemidos con besos que a veces se convertían en mordiscos.
 Santani derramó su caudal dentro de ella; subjetivamente, le pareció medio litro de esperma.
 La azafata, luego de reponerse con premura, se retiró presurosa en dirección al toilette de mujeres.
 -No quiero que se entere mi compañera..., le dijo, señalándole donde estaba el baño de hombres.
 Santani fue hacia allí a los fines de higienizarse.
 Al salir, no la encontró, solo vio a la compañera, una mujer mayor de rostro ajado y rictus de amargura.
 La saludó con discreción y nuevamente estuvo ante el difunto, para efectuar una última muestra de respeto a su memoria, algo que el suceso acaecido con anterioridad interrumpió bruscamente.
 Las velas eléctricas se hallaban otra vez encendidas. Le resultaba difícil de creer lo que le revelaban sus ojos:
 El cadáver sonreía.
 Abandonó la sala rápidamente perturbado por la visión: percibía cierta sensación de irrealidad. Pero antes de ascender a su auto estacionado en la cuadra, el también sonrió, al pensar que mucha gente creía en la comunicación con los muertos; a esta certidumbre, él le agregaba ahora la de la complicidad entre machos vivos y muertos.

                                                                      FIN











  

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