lunes, 8 de abril de 2013

CERCA DE LA TERMINAL

 Solo tres pasajeros ocupaban el colectivo, ya cercano al final de su recorrido, cuando él ascendió.
 Una parejita adolescente del mismo sexo-femenino-que intercambiaba apasionados besos próxima a un hombre cincuentón, vestido con ropa de trabajo, que aunque podía ver las efusiones de las muchachas prefería mirar para otra parte.
 Se ubicó en un asiento de dos, en la parte posterior del vehículo.
 Se sentía relajado, si se quiere alegre, después de sobrellevar problemas de salud que supuso serios y seguramente lo eran, pero a los que consideraba ya salvados.
 Tuvo un par de semanas ajetreadas con análisis y estudios médicos diversos-de algunos de los cuales aún no tenía los resultados-lo que para alguien que siempre presentó buena salud, resultaba una experiencia inquietante. Pensó que para ser sincero consigo mismo, debía calificarla como aterradora.
 Pero la consideró parte del pasado..., por más reciente que este fuera.
 La actividad erótica de las muchachas comenzó a resultarle excitante, pero descendieron bruscamente en la siguiente parada, luego de pegarse a la tecla que encendía la luz que le avisaba al conductor de la solicitud de detención.
 Dedujo que de tan calientes, las guachas se olvidaron donde debían bajar.
 Lamentó lo breve de la exhibición a la que asistió.
 Estos son los tiempos que corren..., fue su reflexión al recordar su adolescencia en el Colegio San José, pupilo.
 En la parada que sucedió a la anterior, bajó el hombre con ropa de trabajo; hubiera quedado como único pasajero, de no haber ascendido una señora muy mayor vestida de negro, que por alguna razón no aplicó la tarjeta SUBE ni pagó el pasaje.
 Como restaban pocas cuadras para arribar a la terminal, interpretó que el chofer la dejaba viajar gratis por cortesía.
 Lo que le pareció increíble, fue cuando la añosa mujer se sentó a su lado, hacia el pasillo, estando todos los demás asientos desocupados.
 Molesto por el comportamiento de la que tildó como vieja de mierda, quizás afectada de demencia senil, su primer impulso fue cambiar de asiento, pero dado que ya finalizaba el viaje se resignó a aceptar esa decrépita compañía a su lado.
 Apenas el vehículo se puso en movimiento, sintió el olor que emanaba de la vieja y creyó descomponerse.
 Como a putrefacción; como si las vísceras de la anciana ya estuvieran podridas.
 -Permiso..., le dijo para que lo dejara pasar.
 Quería huir.
 La vieja le aferró un brazo con su mano huesuda y lo hizo sentar nuevamente.
 Detectó que poseía una fuerza sobrehumana.
 -Conviene que te tranquilices; que aguantes mi olor y mi presencia..., sino, todo te va a resultar más penoso.
 Le dijo con voz cascada, pero a su vez, envolvente, de una sonoridad como hipnótica.
 Le hizo caso.
 Hasta percibió un extraño bienestar, cuando la mano descarnada comenzó a acariciarle las sienes, como lo hacía su madre cuando era un niño.
 Se acomodó mejor en su asiento y sintió que ya no le importaba nada; que había logrado acceder a cierto sitial de bienhechora vacuidad.
 Que había superado las pasiones, goces y terrores que configuran el espectáculo que denominamos vida, magnífico y atroz.
 A tal punto esto era así, que no lo impresionó que la anciana dama exhibiera una rústica tijera de hierro, con la que iba a cortar un hilo enredado...
 Tampoco, ver pasar la terminal mientras el colectivo proseguía su marcha.

                                                                   FIN



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