jueves, 26 de enero de 2012

Ese sentimiento de asco...,no figurativo, concreto...

                                                              EL SELLO DEL PRINGUE

 La baranda de la escalera...
 No cesaba de maldecirla mientras ascendía casi empujado por la multitud.
 ¿Por qué carajo tuvo que tocarla?..., con el resultado de embadurnarse la mano con una sustancia indiscernible, mientras la marea humana de la hora pico lo llevaba a seguir ascendiendo.
 Con la derecha enhiesta, llegó al puente de la estación ferroviaria suburbana que comunicaba con el lado Este.
 Pudo hacerse a un lado, sacar un pañuelo de la mochila y proceder a la limpieza de su diestra enchastrada; al menos, parcialmente, dado que se trataba de una sustancia repulsiva, mucosa, de un color amarillento y singularmente pegajosa.
 A medida que la patina viscosa desaparecía, se acrecentaba su inquietud respecto a la composición, de lo que ensució asquerosamente su derecha.
 Llegó a la conclusión de que se trataba de algo orgánico, no podía establecer de que orden, combinado con grasa de litio o algún producto afín.
 En su trabajo, realizó una escrupulosa limpieza de los restos del emplasto mediante el uso de alcohol, que actuó como eficaz disolvente
 Se olvidó de lo ocurrido y el día transcurrió con normalidad, o sea, cumpliendo una rutina de operario que consideraba inferior a su capacitación laboral, pero era lo que había; por otra parte, debía mantener a su mujer y a su hijito de ocho meses y la situación no daba para hacerse el exquisito.
 Por suerte, vivía en la casa de sus suegros, donde se estaba haciendo una casita en el fondo libre.
 O sea, también trabajaba los fines de semana, en este caso, de improvisado albañil.
 Su hora de regreso del trabajo coincidía con la de centenares de miles de personas, que abarrotaban los medios de transporte deseando arribar a sus hogares lo antes posible.
 En su caso, la máxima peronista de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, se cumplía a rajatabla.
 Es que como alguna vez le mencionó su tío, él era un mozo flor, trabajador y sencillo, enemigo del codillo, la farra y el mostrador.
 Recordar esto le hizo disimular una sonrisa, mientras se adentraba en el colectivo que lo transportaría a la estación de ferrocarril donde debería abordar un tren atestado de pasajeros.
 Así de lunes a viernes..., pensó, mientras se aferraba a la viga metálica suspendida del techo, de donde colgaban a intervalos regulares agarraderas, que se hallaban todas ocupadas.
 De inmediato, su diestra tomó contacto con algo tibio y granuloso, que impregnaba el sitio exacto donde se aferró al travesaño.
 Su rostro se congestionó por la ira, que parecía nublar su razón a medida que la sustancia pegajosa se expandía bajo su mano derecha.
 Le resultaba difícil creer que era cierto: había ocurrido nuevamente.
 Otra vez su mano se posó sobre una superficie ensuciada adrede, ya que eso no llegó hasta allí por accidente.
 Miró a su alrededor: los pasajeros que lo rodeaban parecían totalmente ajenos a su circunstancia, que por otra parte, pensaba a fines de atenuar la sorda rabia que sentía, no era algo brutal.
 Si lo comparaba con los terribles hechos que le podían ocurrir a cualquiera, solamente con salir a la calle o incluso, dentro de su casa, esto era algo intrascendente.
 No tardó en  desechar estos pensamientos, que le parecían compensatorios de su podrida suerte; porque solo al azar podrían obedecer estos sucesos, que si bien no eran letales ni provocaban lesiones permanentes, le lastraban su día con una carga asquerosa.
 Otra vez recurrió a su pañuelo-que había lavado en el baño de su lugar de trabajo-para higienizar precariamente su mano derecha, embreada con la sustancia inmunda.
 Durante el resto del viaje en colectivo y en tren, no dejó de pensar en la rara casualidad que lo afectaba.
Lo mismo, mientras caminaba las escasas cuadras que había entre la estación y su casa.
 Reparó en que esta vez el pringue-como su abuelo gallego denominaba la materia de tipo viscoso concentrada en un sitio determinado-adoptó características de emplasto con olor ofensivo.
 A tal punto, que los individuos que estuvieron en derredor suyo durante el viaje en colectivo, se alejaron hasta donde les era posible, sin disimular sus muecas de asco.
 Arrojó el pañuelo nuevamente sucio, en un volquete estacionado en la esquina de su casa.
 Bastó que aferrara la manija de la puerta de calle de su vivienda, cuando sintió en su derecha no del todo limpia, la sensación tibia de un nuevo pringue cubriendo su mano, esta vez con cierto olor a desechos industriales, como a barros contaminados o sustancias similares de aroma nauseabundo.


 Mientras compartía una ronda de mates con su mujer, algo más tranquilo, intentó con ayuda de ella, esclarecer-de ser posible-la índole racional de lo que le estaba ocurriendo.
 Estaba de acuerdo con Tami, en cuanto a que el enchastre de la manija de afuera lo podía haber hecho alguien con ganas de joderlos a ellos o a los padres de ella, aunque no tenían conflictos vecinales, laborales, familiares, políticos, deportivos, religiosos o de lo que fuere.
 Por lo tanto...
 De haber un enemigo...
 ¿Quién era?...
 Además, exceptuando la manija de la puerta de su casa...¿Como podría saber el supuesto enemigo, que punto exacto iba a tocar en una escalera pública o en el travesaño de un colectivo?...
 Ambos coincidieron en la conclusión de sus razonamientos: todo fue una combinación de casualidad con la travesura de un niño que ensució la manija de la puerta.
 Más calmo, sosegado por la charla con su mujer, contenido por la serenidad reflexiva de ella, se olvidó del tema y participó en bañar al bebé al que ambos adoraban.
 Después de acostarse, buscó el calor que ella le proporcionaba generosamente, gozando también de sus senos henchidos por la lactancia, disfrutándola toda.
 A la mañana temprano, después de los mates de rigor y los bizcochos 9 de Oro, se fue contento rumbo a su trabajo, dándose vuelta para verla a ella saludándolo con un beso volador y sintiéndose regocijado por el avance de la obra; su obra, realizada como le decía su suegro, a puro pulmón.
 Pensó que cuando cobrara el aguinaldo, iba a contratar un albañil para que lo ayudara a terminar el baño.
 Estos pensamientos lo acompañaron hasta ascender al colectivo.
 Recién en ese momento, recordó los enchastres a repetición y se fijó muy bien donde colocaba las manos.
 Acostumbrado a viajar parado a esa hora, se sorprendió gratamente al ver que dejaban un asiento libre que estaba a su alcance; se sentó con prontitud, ganándole la posesión a dos pasajeros que quedaron rezagados en el intento.
 No pasaron más de veinte segundos, cuando sintió algo tibio bajo su trasero.
 No lo podía creer:
 Se había sentado sobre un charco pútrido, algo así como un omelette de mierda con vómito.
 Quienes integraban el pasaje lo miraban, reprimiendo risas cómplices entre unos y otros.
 Recordó el 11 de setiembre de 2001, cuando vio por televisión la placa que decía:
                                                                 U.S. UNDER ATTACK
y aunque no sabía inglés supo lo que significaba.
 Él se hallaba bajo ataque y al igual que en el S11, desconocía a su enemigo.
 Descendió en la primera parada sintiéndose humillado, desorientado y con el pantalón sucio como si se hubiera cagado.
 Iba a llegar tarde a su trabajo y perder el premio por presentismo, pero eso ya le parecía accesorio, ante la agresión que estaba recibiendo sin poder identificar móvil y origen de la misma.
 No quería comentárselo a Tami, aunque sintiera necesidad de tomar el celular y decirle que ya estaba claro que todo era intencional.
 No quería preocuparla con algo que ella no podía solucionar.
 Repasó mentalmente su vida anterior.
 Realmente, no hallaba humillados y ofendidos por parte suya, que tuvieran intensión de vengarse, pero aunque así fuera...¿Como conocían el sitio justo que él iba a contactar?...
 Cuando pisó algo gelatinoso, semiescondido entre los yuyos que se mezclaban con las baldosas de esa vereda suburbana, cuando ese emplasto pareció absorber la suela de su zapato derecho, supo que su enemigo no pertenecía al reino de este mundo. Sabía donde daría su próximo paso, o sea, conocía su destino.
 Y la constante era el enchastre.
 Su zapato derecho se iba pegoteando al suelo como si estuviera engrudado, tornándole dificultoso el avance.
 El pibe que posó  en su mano un volante-sin darle la opción de rechazarlo-pasó corriendo a su lado, haciendo imposible que pudiera recriminarle que estaba impregnado de una sustancia asqueante que empastó su mano izquierda.
 Percibió como si lo embargara una cierta lasitud...; se sintió sucio, pero con pocas ganas de limpiarse.
 Parecía como si hubiera sido designado, deposito de inmundicias pringosas, como hubiera dicho el abuelo gallego.
 Cuando un emplasto grumoso de fuerte fetidez, impactó su cabeza, proveniendo desde los pisos superiores de una obra en construcción que quizás se convertiría en una clínica sindical, no le interesó hallar a los culpables del derrame, mientras la sustancia pútrida le chorreaba por el rostro.
 Circulaba poca gente por el lugar; todos desviaban la mirada al cruzarse con él o apresuraban el paso.
 También pudo detectar risas furtivas.
 Él no se consideraba un individuo devoto, pero creía en Dios y en los sacramentos.
 En sus cavilaciones, recordó la omnipresencia del Todopoderoso.
 Esta reflexión lo perturbaba.
 No quería analizar lo que le ocurría desde esta óptica, que por otra parte, también podía implicar la presencia del demonio.
 Pero esta concepción se imponía en sus consideraciones, dado que el criterio racional parecía desbordado por los acontecimientos.
 Decidió rezar.
 Orar con sincera unción.
 Adecentaría su aspecto hasta donde pudiera e ingresaría a la primera iglesia o capilla que encontrara en su camino.
 Aunque ingrese sucio, saldré limpio..., pensó, mientras aligeraba sus pasos a pesar del zapato pringoso.
 Antes llamaría a su trabajo para avisar que tuvo un inconveniente grave; al día siguiente lo aclararía.
 Se limpió como pudo con papel de diario que halló en la calle, incluso, con césped y yuyos, pero interpretó que el resultado debía ser desastroso: desparramó la inmundicia.
 La empleada de recursos humanos de su lugar de trabajo, asentó la inasistencia con voz neutra.
 No llegó a cortar la comunicación con su celular, cuando un camión con semiremolque de cinco ejes pasó a su lado, removiendo un charco de aguas servidas estancadas junto a la vereda, que estallaron sobre su humanidad como un tsunami cloacal.
 No quiso mirar su pantalón, ya no le importaba.
 Corrió en línea recta, sabía que a unas cuadras se hallaba el sitio consagrado a donde se dirigía.
 Conocía la localidad y la importancia milagrosa de ese lugar.
 Ya no recordaba el horario de misas, pero debía refugiarse en el ámbito sagrado.
 Jadeando por el esfuerzo de la carrera, disminuyó la marcha para recuperar aliento, pero al observar palomas revoloteando imaginó lo que sobrevendría. Nuevamente tomó velocidad, sus piernas moviendose como pistones, para que las aves no le defecaran encima.
 Cuando dejó atrás a las volátiles, pensó que quizás podría modificar lo que parecía ineluctable: anticiparse al destino.
 No llegó a completar su reflexión, cuando en plena carrera uno de sus pies se desplazó sobre un baldosón cubierto por una patina resbaladiza, de aspecto diarreico, que no pudo visualizar con antelación para poder evitarla.
 La caída resultó aparatosa y decididamente nociva: sus movimientos de brazos para restablecer el equilibrio no pudieron impedir que cayera de espaldas, golpeándose la nuca contra el cordón de la vereda.
 Un hilillo de sangre asomaba por la comisura izquierda de su boca, goteando sobre los soretes de perro que se hallaban esparcidos en el lugar, alguno en contacto con su mejilla.
 El celular, sonaba con ringtones ricoteros en sucesivas llamadas.
 Era Tami, que quería comunicarle que le pareció que el nene dijo papá.


                                                                       FIN

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