lunes, 13 de abril de 2015

¡ BAILA, CARLITOS !...

El muñequito esquemático respondía a la orden de su operador, un individuo grueso, entrado en años, con anteojos de miope y físico algo amorfo.
 Agazapado contra una ochava céntrica, se incorporaba lentamente para abandonar una posición que remitía a lo fetal para iniciar una danza torpe, en la que elevaba sus bracitos y agitaba sus toscas piernas de monigote.
 El secreto de su presunta vida era un delgado hilo de nailon, pegoteado y oculto entre las irregularidades de esa pared descascarada, accionado disimuladamente por el sujeto que lo vendía junto con otros Carlitos idénticos. La mercadería, la llevaba en un bolsón terciado sobre su corto tórax.
 Había algo de ingenuo en esa función, con el latiguillo de...¡ Baila, Carlitos !..., repetido con insistencia por el vendedor del producto, cuya manufactura provenía del núcleo familiar del susodicho.
 Como música de fondo, se escuchaba a viva voz desde una disquería aledaña el hit  del momento...
 Pity Pity Pity...
 entonado por Billy Cafaro, cuya imagen de ruptural barbita y pantalones ajustados, se exhibía en una foto junto a los 33 simples dispuestos para la venta.
 Por cierto, el muñequito seguía su propio ritmo, sin responder al del tema musical cuya letra refería inquietudes adolescentes y juveniles de la época.
 Algunos peatones, detenían su marcha un par de minutos para sonreír escuetamente antes de reiniciarla. No así varios estudiantes de secundaria, que vestían sacos con martingala o los más a la moda, tipo Mike Hammer, largos, con dos aberturas, acompañados por corbatas finitas sobre las camisas de cuello enhiesto por el empleo de ballenitas.
 Los jóvenes, dejaban sobre la acera sus ajados portafolios de cuero o los mantenían prensados contra los pantalones largos, quizás de reciente consagración casi ritual. Con las manos libres, aplaudían entre risotadas y comentarios tales como "baila a los saltitos".
 No eran muchos los que compraban el cartoncito blanco con la figura enrollada en el hilo de nailon, vector de sus movimientos, acompañada por las instrucciones en un papel mimeografiado que se entregaba aparte.
 Cuando parecía que un comprador predispuesto estaba listo para efectuar la transacción, el vendedor percibió con alarma la mueca destemplada del cliente potencial, que comenzó a hablar con voz aguardentosa.
  -Lo que vendés es una mierda...
 Mi hijo y mi cuñado se rieron de mí cuando lo quise hacer y el muñeco se enredo en el hilo...¡Anda a robar a los caminos!...¡Devolvéme lo que pagué!...
 El vendedor de Carlitos lo conocía de vista. Se trataba del lavacopas de un bar americano de las inmediaciones, un copetín al paso, que posiblemente aprovechara un momento libre para abordarlo aún vestido con su indumentaria de trabajo, incluido el birrete blanco de hule.
 El de los muñequitos, percibió el aliento alcohólico del otro, la segura ingesta de vino común de mesa consumido a espaldas del patrón.
 A pesar de estar acostumbrado a las situaciones de la calle, debido a la actividad que desempeñaba y otras que nutrieron su pasado pródigo en precariedades, algo que emanaba del sujeto, le envió una señal de peligro inminente a su instinto de conservación.
 Se disponía a restituirle el importe de la pasada compra, cuando el del bar, furibundo, le arrancó el bolsón con los muñecos que llevaba colgado de una endeble correa.
 El lavacopas dispersó a los Carlitos a los cuatro vientos, entre carcajadas de estudiantes, algunas risas de eventuales transeúntes y la mirada del vendedor que parecía no creer lo que veía.
 El del birrete y delantal era un mozo fornido ya cercano a la treintena, que calzaba zapatillas de lona blanca quizás del 45, con las cuales pisaba a los Carlitos dispersos como si se tratara de cucarachas fugitivas.
 Mientras ejecutaba esa especie de malambo letal sobre los muñequitos de celuloide articulados con hilo de cocer, todos idénticos, como si hubieran sido confeccionados en serie mediante alguna máquina, el sujeto profería cánticos de hinchada que exaltaban a Barracas Central, mofándose de San Telmo y Dock Sur.
 Debido a lo céntrico del ámbito del suceso, un gordo vigilante tomo intervención en el mismo, acercándose al lugar del hecho con el paso despacioso de la autoridad, que trata de demostrar que el tiempo siempre está de su parte.
 En ese momento, el vendedor de los Carlitos emprendió una retirada incondicional.
 La cercanía policial le provocaba escalofríos, recuerdo de no tan lejanas aplicaciones de la picana eléctrica con fines de confesión, debido a un par de detenciones por mero encubrimiento en el escenario del hampa menor. Desde entonces, todo policía por más bajo que fuera su grado, le parecía un mítico comisario Meneses en potencia.
 En su apresurada huida, solo una vez miró hacia atrás. Fue suficiente para ver a sus minúsculas criaturas ser destruidas sin piedad, por violentos pisotones que se continuaban en refregadas de suela plenas de alevosía.
 Pequeños torsos y miembros inferiores y superiores de celuloide, quedaban esparcidos sobre la vereda como testimonio de una furia difícil de atenuar.
 -Me va a tener que acompañar a la comisaría...
 Le dijo el policía barrigón al dependiente del bar, aferrándole el brazo izquierdo.
 -¿ Porqué ?..., respondió el aludido, al liberar su brazo de la presión ejercida por la mano del representante de la fuerza pública.
 -Por contravenir el edicto de ebriedad y otras intoxicaciones.
 Fue la respuesta, a partir de la cual el efectivo solicitó refuerzos mediante los toques correspondientes del pito reglamentario.
 -Voy a perder el trabajo, agente, por favor, no me lleve..., comenzó a gimotear el exterminador de Carlitos, sin reparar en la devastación de celuloide que yacía a sus pies y se extendía hasta el cordón de la vereda.
 Luego que dos efectivos de la Federal se acercaron a la carrera y rodearon al ebrio para impedir su fuga, un grupo de curiosos se formó en derredor de los protagonistas del procedimiento.
 Algunos de los presentes, se condolían de la suerte del que ya detentaba condición de detenido, aunque la mayoría hacía chistes respecto a que un curda no podía laburar en un bar, porque terminaba fundiendo al patrón...
 Alejandro Raúl Gimenez, de quince años, estaba en esa esquina desde que se generó el incidente. No había concurrido al colegio del barrio de Almagro donde cursaba el bachillerato, para deambular por el centro clandestinamente y así evitar la prueba de matemáticas para la que no estaba preparado.  Pensaba regresar a su casa como si hubiera cumplido normalmente con la jornada lectiva, dado que era el día en que su abuela estaba de visita y su madre descuidaba la atención sobre lo concerniente a su estudio, incluidas las abundantes falencias del mismo.
 Sus ojos no se hallaban fijos en la actuación policial, sino en los restos de los Carlitos, desperdigados sobre la acera como si hubieran sido víctimas de un macabro ritual de exterminio, llevado a cabo con meticulosa dedicación.
 Detectó que varios Carlitos no solo habían sido desmembrados, sino también, decapitados. Sus negras cabecitas sin definición de rostro, parecían cercenadas como para consumar un propósito.
 Alejandro, a quién familiares y amigos apodaban "Pocho", estimó que solo la borrachera del tipo que era llevado por la fuerza por tres policías, podía haber producido ese aniquilamiento.
 Como si respondiera a una rara inquietud, dirigió su mirada al Carlitos que se hallaba contra la pared, olvidado por los espectadores y sin la manipulación de quién lo ofrecía a la venta y quizás fuera su creador.
 No necesitaba el reiterado...¡Baila, Carlitos!...
 Lo hacía solo, perfectamente acompasados sus movimientos a la canción que se emitía desde la disquería.
 "Pocho", pudo observar que a diferencia de sus compañeros, el Carlitos no destruido poseía rostro: una cara blanca con mínimos rasgos humanos.
 Incluso, le notó una cierta sonrisita de satisfacción, mientras Billy Cafaro cantaba...
                                                                  Personalidad...yo,
                                                                  Personalidad...si,
                                                                  Personalidad...oh,
                                                                  Personalidad...ay,
                                                                  Personalidad...no,
                                                                  Entonces que haré
                                                                  sin personalidad...
 Fue en este segmento, cuando interrumpieron el tema musical desde la disquería. De inmediato, el Carlitos se llevó la diestra al pecho en un gesto agónico, terminal, derrumbándose sobre si mismo como si se hubiera cortado el hilo de nailon que lo sostenía y que "Pocho", no pudo encontrar al acercarse al caído. 
 El Carlitos de cara blanca lo miraba con los ojitos bien abiertos, inmóvil sobre la vereda, con la rigidez de un cadáver.
 "Pocho", escuchó como desde la disquería arremetían con los sones de...
                                                                  Marcianita,
                                                                  Linda nena...
 Decidió abandonar la esquina con premura.
 Una intempestiva necesidad evacuatoria, lo impulsaba a buscar un baño público con tal urgencia, que temía no llegar a tiempo para satisfacer su necesidad fisiológica en el sitio que correspondía.


                                                                   FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario