sábado, 22 de marzo de 2014

TIRO SIN GRACIA

 El teniente, se afirmaba sobre sus borceguies: le parecía que las piernas le fallaban, que su cuerpo sufriría convulsiones.
 Si bien ya conocía con holgura, el acopio de insensatas crueldades que implicaba la guerra, haber sido designado justamente él, para comandar el pelotón de fusilamiento, por ende, el encargado de disparar el tiro de gracia a la cabeza del ejecutado, lo juzgaba una elección perversa.
 El ex-soldado, que se hallaba contra el derruido muro en ese pueblo perdido en el mapa, a la espera del cumplimiento de la orden emanada de la corte marcial, había sido su asistente personal. El que le lustraba las botas para los desfiles, le preparaba café, se ocupaba de que su equipo estuviera en condiciones.
 Casi de su misma edad, intercambiaban chistes y comentarios procaces, si se quiere, gestos de camaradería, a pesar de sus siempre resguardadas prerrogativas de rango.
 Suponía que lo eligieron para la misión, debido a que Inteligencia querría someter a escrutinio sus reacciones emotivas, como para interpretar alguna posible vinculación de su parte, en los cargos de traición adjudicados a su subordinado directo; se sentía observado.
 En respuesta a su orden de fuego, los cuatro integrantes del acotado pelotón dispararon al unísono.
 Al recibir los impactos, el cuerpo de su ex-asistente pareció desarticularse, hasta caer sobre el suelo cubierto de yuyos y maleza.
 Un charco se formó rápidamente bajo sus pantalones, compuesto de sangre, orina y materia fecal.
 El teniente, pudo comprobar que la muerte de ese efectivo traidor, no registró ninguna dignidad póstuma; ni últimas palabras para la posteridad, ni gestos de heroico desafío. Tampoco manifiesta cobardía: ni llanto ni pedidos de clemencia.
 Puede que morir sobriamente ya sea bastante digno..., fue un pensamiento que en ese momento, rondó la mente del joven oficial a cargo del pelotón.
 Al ver a su ex-asistente abatido, se dirigió con la mayor actitud resuelta que pudo obtener, a formalizar su parte en ese episodio, resultado de una corte marcial reunida en pleno teatro de operaciones.
 Con horror, descubrió que el ajusticiado respiraba dificultosamente y se retorcía entre espasmos: estaba vivo.
 El teniente maldijo en voz baja al personal que conformaba el pelotón, por hacer mal su trabajo. Pensaba que quizás tiraron adrede hacia cualquier parte, aunque si fue por piedad, las consecuencias no fueron las buscadas.
 Dispuesto a gatillar, comprobó que el moribundo tenía los ojos abiertos, enfocados en los suyos.
 Intentó proceder con celeridad, asqueado por el carácter de la circunstancia, así como por las emanaciones nauseabundas que despedían los intestinos perforados.
  Nuevamente musitó una maldición, esta vez dedicada a sus superiores, que no le proporcionaron al condenado una venda para cubrir esos ojos que parecían clavados en los suyos.
 También maldijo al fusilado por su filiación con el enemigo, causa de la acción que estaba obligado a realizar.
 Presionó la cola del disparador de su pistola reglamentaria, con decisión, sabiendo que el capitán y el mayor presentes en el acto, evaluarían la determinación que demostraba. Hasta el capellán parecía observarlo mientras recitaba una plegaria.
 Se asumió como un militar de carrera en estado de guerra, que cumplía ordenes tan ingratas como la misma guerra.
 El seco chasquido que se hizo oír, le indicó que gatilló sin que se disparara el proyectil.
 Insistió..., pero obtuvo la misma respuesta del arma.
 Extrajo el cargador y lo halló vacío.
 Recordó, siendo foco de la atención de todos los que se encontraban en el lugar, que la pistola estaba a cargo de su asistente hasta pocas horas antes.
 Las que demandó el juicio sumarísimo que se le sustanció y derivó en la condena a morir fusilado.
 El hombre que se moría tirado sobre esa vegetación rastrera, mojándola con los fluidos de su organismo, se ocupaba de limpiarla cuando fue aprehendido por sus propios camaradas.
 Se sintió ridículo, objeto de escarnio.
 Pensó que a ese hijo de puta, le iba a partir la cabeza de un tacazo a falta de proyectiles; pero a pesar del inequívoco rictus de dolor impreso en el semblante del condenado, observó desconcertado como su boca parecía distenderse en una extraña sonrisa. Como una mueca de burla feroz, por parte de alguien que sabía que su esperanza quedaba abolida con su captura.
 El mayor y el capitán se miraron brevemente. Parecía que ambos ya estaban seguros de como proceder.
 El teniente reaccionó con presteza: le quitó el fusil a un cabo del pelotón, con el objeto de aplicar con esa arma el tiro de gracia.
 Otra vez un chasquido: el fusil del suboficial era el descargado para esa ejecución, tal como se estilaba en los fusilamientos, en los que las armas era entregadas a cada miembro del pelotón al azar y una carecía de proyectiles, para atenuar la culpa colectiva por matar de ese modo.
 El teniente miró al caído: seguía con los ojos abiertos y la boca con la expresión burlona, que parecía haberse extremado.
 No opuso resistencia, cuando el capitán y tres soldados lo rodearon apuntándolo, exigiéndole a viva voz que llevara sus manos a la nuca.

                                                                    FIN




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