miércoles, 2 de abril de 2014

LEY DE LYNCH

 Los golpes de puño menudeaban, pero no así las patadas, que le eran propinadas al caído desde diversos ángulos. Obviamente, su posición favorecía la descarga de puntapiés, que una docena de individuos furiosos le prodigaban sin miramientos.
 El nivel de violencia desatada era tal, que hasta la víctima del hurto en grado de tentativa-la quisieron despojar de su mochila-solicitaba clemencia para el autor del hecho: gritaba que si lo seguían castigando lo iban a matar.
 Cuando el sujeto receptor de los golpes resbaló accidentalmente, luego del arrebato, comenzó la participación colectiva.
 Los alaridos de la damnificada precipitaron los acontecimientos, al lograr la adhesión de los más cercanos, que hicieron causa común con ella y no vacilaron en actuar. A estos se le sumaron otros, que también incurrieron en la administración de esta justicia sumarísima, ajena a códigos y garantías constitucionales.
 La vindicta solidaria ya se había convertido en pública, dado que había un consenso implícito entre quienes intervenían en la paliza, para que la misma adquiriera un carácter ejemplificador, justamente, convertido en disuasorio por su propio rigor ajurídico.
 Los golpes propinados generaron el llanto del yacente, que entre lloriqueos imploraba la presencia de alguien que representara a la autoridad. Al ius puniendi, el monopolio de la fuerza correspondiente  al estado de derecho.
 Para alivio del mortificado, la breve secuencia se interrumpió cuando la maestra salió del baño al que concurrió intempestivamente, para ingresar corriendo al aula, donde sus alumnos  preescolares se entregaban a la aplicación de esa tunda al hallado en flagrancia.
 Las acusaciones contra el mismo no se hicieron esperar, pero la docente separó a las partes, restableció el orden y les endilgó a los niños una monserga sobre esa forma brutal de resolver conflictos.
 Con el protagonista del suceso algo más calmado, la docente, respetando la reserva del caso, le preguntó porqué le había quitado la mochila a su compañera. El inquirido, tardó en responder.
 Lo hizo luego de desplegar una mirada circular sobre la clase, ocupada en dibujar con crayones y modelar en plastilina de colores, casi olvidada del incidente anterior.
 Entre hipos y gimoteos reanudados, pudo dar su versión de lo ocurrido.
 -Yo no le quité nada, señorita..., son todos unos mentirosos...


                                                                 FIN




  

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