lunes, 2 de junio de 2014

TRAYECTO AL MINISTERIO

 Su amor propio decididamente nulo y su legalismo a ultranza, quizás como modo de alejar las temidas transgresiones, opacaron su vida en extremo, convirtiéndolo en un apático solterón que vegeta en un empleo público rutinario, sin mayores posibilidades de progreso que las otorgadas larvalmente, por la mera acumulación de años de servicio.
 Estas reflexiones atormentan su psiquis, en la templada mañana de inicios de setiembre, de pie en el andén del subterráneo que debe conducirlo a las inmediaciones del ministerio donde trabaja.
 Le echa una ojeada a los titulares de Crítica que despliega un canillita: tropas peruanas mezcladas con civiles expulsaron a la guarnición colombiana de la ciudad de Leticia, en el Trapecio Amazónico.
 Piensa que una nueva guerra puede instalarse en Sudamérica, mientras se profundiza la paraguayo-boliviana con el intento de recuperar Boquerón por parte de los guaraníes, como informa otra noticia.
 1932 es un año bisiesto..., reflexiona, preñado con sangre, como para alumbrar nuevas matanzas antes que finalice.
 Se siente asqueado, como sucio, aunque es esmerado en su higiene personal. Más aún, se lava las manos con una frecuencia casi maniática, lo que genera una profusión de chistes al respecto emitidos en voz baja por sus compañeros de oficina, a los que detesta sin excepción.
 Entiende que ya no se siente a gusto en ninguna parte: no se siente a gusto en el mundo.
 No siempre fue de este modo. Recuerda que en su primera juventud, percibía cierto esbozo promisorio de un goce vital que nunca llegó.
 En el amor fui traicionado..., agrega a su evocación, así como mis padres centraron su favoritismo en mis hermanos, cuyo empeño en ganar posiciones me lo refregaban como ejemplo.
 Amigos no tiene; los de su infancia y adolescencia, lo abandonaron hace muchos años para forjar sus vidas en base al matrimonio y la paternidad.
 Él no lo hizo..., siempre solitario y marcado a sus espaldas por el mote de gil de lechería.
 Por cierto, añade a sus pensamientos, si bien es un abúlico de aletargada ambición y pasionalmente baldado, nunca se llevó en forma indebida ni una goma de borrar del ministerio, porque profesa un reconocimiento cabal al principio de autoridad y al imperio de la ley y el orden.
 Pero a nadie le importa mi decencia..., musita con amargura.
 El estruendo de la formación que se acerca, lo extrae de su ensimismamiento y se prepara para consumar la decisión que adoptó al levantarse de la cama.
 Se descubre, quitándose el sombrero rancho, en señal de respeto a la muerte inminente, la suya, tal como corresponde ante la presencia de un cadáver.
 Dispuesto a arrojarse al paso del convoy para poner fin a su ingrato tránsito terrenal, lee el cartel enlozado que se halla inserto en la pared que enfrenta:
                                            PROHIBIDO ARROJAR BASURA A LA VÍA
 Aborta su propósito.
 Observa pasar al motorman instalado ante los mandos en el primer coche, totalmente ajeno a la situación que se podía haber producido.
 Ingresa al vagón como todos los días laborales: llegará en horario al ministerio, como siempre.
 Considera que una mierda de tipo como él, debe emplear otro método para suicidarse.


                                                                 FIN


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