martes, 22 de julio de 2014

INDICIOS DE GLORIA

 Las señales del auspicio, parecen demarcar su rumbo, cual balizas perimetrales de un sendero sagrado.
 Indicios de gloria..., dice con voz casi inaudible, camino al establecimiento donde rutilan los slots, tan conocido por él.
 Donde su fe inquebrantable colisionaba frecuentemente contra el azar en contra, para volver a empezar como si no hubiera ocurrido nada.
 Como ahora..., piensa, que diviso todos los signos referidos a mi triunfo..., a la derrota de esa estructura que ya me habría triturado, de no poseer la entereza forjada en la fe en el resultado final: quedarme con el jackpot millonario.
 El progresivo que registra seis millones de pesos.
 Pensar que ya no equivalen ni a medio millón de dólares..., reflexiona con íntimo dolor.
 Ante las puertas del complejo que alberga miles de máquinas de azar, considera con aprensión, que quizás la cifra sea objeto de una exacción impositiva por parte del estado voraz..., a tal extremo, lo embarga la certidumbre de quedarse con el premio mayor.
 Un gato blanco y negro, habitante de los extensos jardines del sitio, parece saludarlo amablemente con sus maullidos.
 El último signo esperado: ya tengo el  cheque en el bolsillo..., piensa con regocijo.
 Hay uno más..., musita para si, el vuelo de dos gorriones que parecen diagramar un pase mágico, como el avión del relato de Bioy Casares. Hoy es el día: cualquier duda está aventada.
 Ante la máquina que debe dispensarle su tesoro, descubre que el progresivo acumula alrededor de cien mil pesos más de lo que registraba.
 Sonríe en soledad..., sabe que todo eso será suyo.
 -Para papá..., pronuncia en voz muy baja dirigida al artefacto inerte, que por obra y gracia de los favores del destino, propiciados desde hace años con fe y constancia, adquirirá una pseudo vida enteramente a su servicio y gratificación.
 Así de simple, así de fácil, así de lindo..., recrea mentalmente el slogan de la agencia de turismo Longueira y Longueira, la que sponsoreaba una audición radiofónica dedicada a la colectividad española, que entusiasmaba a su fallecida madre décadas atrás, los domingos al medio día.
 Ingresa el primer billete de cien pesos, en la ranura del dispositivo correspondiente a tal fin.
 Carga la máquina meticulosamente hasta completar dos mil pesos, el caudal que expone en su tenida contra el infortunio, al que menoscaba en sus efectos a pesar de la extendida experiencia que posee en padecerlos.
 Equivalen a cien apuestas máximas: veinte pesos cada vez que presione la tecla de giro.
 Comienza el proceso de generación de jugadas, que de acuerdo a sus presupuestos, lo convertirá en millonario antes de la número cien.
 Su índice derecho, reitera la pulsión con recurrencia casi mecánica, en espera de la combinación medular que presente en pantalla la cantidad requerida de la palabra wheel, sobreimpresa sobre los gráficos, lo que redundará en el resultado que busca: llevarse el acumulado producido por un porcentaje de todos los que apuestan en ese conjunto de máquinas, desde hace mucho, mucho tiempo.
 Aunque los algoritmos lo favorezcan discretamente otorgándole diferentes premios, algunos interesantes dado su nivel de apuesta, el se halla dedicado a la obtención del jackpot, con la concentración de un alquimista consubstanciado en la tarea de convertir en oro los metales viles.
 Los indicios de gloria son concluyentes..., se dice a si mismo cuando su convicción parece vacilar, solo debo esperar la consumación del designio que me fue anunciado, con perseverancia, pacientemente, como un cazador al acecho mimetizado entre la espesura.
 Un detalle lo inquieta: es de mañana.
 Entiende que es una franja horaria de poca afluencia de público, por lo que un acontecimiento como su triunfo no conllevaría valor marquetinero para la casa, al no concentrar jugadores en derredor al tocado por la fortuna. Es que semejante pozo en manos de un apostador, puede hacer reverdecer el ánimo destruido de miles de perdedores asiduos, impulsándolos a persistir en su empeño habida cuenta de que el milagro es posible.
 En este sentido, las teorías conspirativas que dicen que los ingenios electrónicos no están programados para dar premios máximos cuando la concurrencia es escasa, parecen hacer mella en su psiquis.
 Incluso, por razones desconocidas para él, la isla de máquinas donde se encuentra la elegida se halla algo aislada, a un costado en el primer piso, alejada del salón principal.
 Él es el único jugador en el sector. Solo él accederá al despliegue de luz y sonido que consagrará su gloria, sin considerar a los ocultos operadores de las cámaras de seguridad, que lo deben estar monitoreando permanentemente.


 Observa su reloj: cuarenta y cinco minutos lleva su match contra el artefacto cuya alma es una maraña de circuitos impresos, con resultados negativos para su peculio y entusiasmo.
 El tiempo de juego licuó sus excedentes y ahora las jugadas ganadoras, le dispensan magras ganancias en relación a su nivel de apuesta; de hecho, en el último cuarto de hora la tómbola solo giró una vez para brindarle un escueto premio. Pierde más de quinientos pesos y ya superó la centésima jugada.
 Por cierto, estima,  hallarse ante este artilugio en su horario laboral de vendedor de insumos para la industria alimentaria, exponiendo el resultado económico de su trabajo en vez de incrementar la actividad, podría considerarse un despropósito.
 O una infame muestra de ludopatía..., considera con desasosiego.
 Pero entiende que debe evitar que estos pensamientos minen su fe en la inevitabilidad del triunfo final, aunque las contingencias lo retrasen.
 En alguna ocasión, le pareció que se formaba la palabra gloriosa, la que lo convertirá en millonario, pero aunque no fue así comprendió que debía controlar su ansiedad, dado que las emociones fuertes aunque sean gratificantes pueden conllevar riesgo cardíaco. Piensa en esto, dado que su edad supera el medio siglo.
 Recuerda que un lejano familiar suyo, murió en ese mismo espacio cuarenta años atrás -cuando no existían slots- debido a la impresión que le produjo haber acertado un batacazo, un caballo al que nadie había jugado y pagó una fortuna, siendo él, eterno burrero perdedor, uno de los pocos beneficiados.
 Respecto a la máquina ante la que está sentado, solo consigue que con cada jugada se erosione aún más su disponibilidad de dinero y su paciencia.
 Decididamente, la tragamonedas que ya no traga monedas sino que fagocita billetes de cien pesos con la voracidad de un consumado depredador, parece darle a entender que tiene una suerte perra.
 Un pensamiento furtivo quiere instalarse en su mente:
 Vas a perder hasta el último mango, tiempo y expectativas...
 Lo anula. Hace denodados esfuerzos para no visualizarlo; se concentra  en el ritmo implacable de esas jugadas, que se suceden desfavorables hasta la exasperación.

 Ya lleva horas de juego y solo le quedan cien pesos, traducidos en créditos, en el oscuro vientre de la máquina de azar. Su ánimo se encuentra derruido; se siente decepcionado de los indicios de gloria, detestándose a sí mismo y a ese engendro electrónico que parece burlarse de él y tener un propósito en su programación: joderlo.
 Ejecuta la última jugada de veinte pesos, imponiéndose la fe forzada de creer en el puro milagro, en la situación que seguramente nunca ocurrió en la historia del mundo.
 El portento no se evidencia.
 Se incorpora con parsimonia; se desentumece como lo haría un francotirador luego de una espera infructuosa, incluso, bosteza.
 De improviso, ataca a la máquina con trompadas furiosas, que dañan la estructura dejando expuestos filosos bordes de plástico, que rápidamente desollan sus nudillos y tiñen de sangre humana ese ingenio inanimado.
 La presencia del personal de seguridad es casi inmediata, pero les cuesta reducir a alguien que se debate como un poseso.
 Como la efusión de sangre resulta intimidante, solicitan por handie  asistencia sanitaria urgente, mientras el apostador defraudado continúa en su intento de destruir la máquina.
 El hombre cae al piso agotado, mientras el médico emergentólogo, intenta realizarle torniquetes en las venas de las muñecas seriamente cortadas con el objeto de contener la hemorragia que se incrementa, aunque quizás el procedimiento ya no surta efecto.
 El gerente observa desde un ángulo de la sala, preocupado por la difusión mediática que puede alcanzar el suceso.
 El jugador, desangrándose, recuerda ese tango de Discépolo: cuando la suerte que es grela, fayando y fayando, te largue parao...
 Piensa, antes de desvanecerse, que perdiendo tanta sangre, si sobrevive, para desquitarse le va a jugar al 18 a la quiniela en redoblona con el 81 y seguro que va a ganar: todo está dado para que así sea.


                                                            FIN





















  

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