lunes, 29 de octubre de 2012

MATRACA POR LOS DIFUNTOS

 -No queda nadie vivo acompañando a los difuntos...
 Ni falta que hace que toqués la matraca.
 Le dijo el que llevaba las riendas a su acompañante, mientras el carro avanzaba con un traqueteo lúgubre sobre el empedrado de la ciudad de los muertos: la Buenos Aires de 1871.
 La peste diezmaba a la población. Todos los que podían se iban, no pocas veces, abandonando a sus moribundos queridos.
 El morbo fatal, no distinguía categorías sociales ni morales, mientras se difundía con una vehemencia superior a la de epidemias anteriores.
 El manco Manuel, veterano de Yataytí Corá, donde le amputaron el brazo izquierdo en una sumarísima cirugía militar efectuada en el frente, hacía sonar una gran matraca en el carro de los muertos; era para que los cadáveres de los apestados sean sacados de sus casas por sus deudos, en el caso de que los hubiera, a los fines de ser transportados rumbo al sitio de enterramiento, establecido para las víctimas de la epidemia.
Ya nada le importaba mayormente en este mundo, al manco, por eso asumía una tarea con alto riesgo de contagio.
 Su compañero de pescante, Ambrosio, perdidas mujer e hija por la peste, cumplía con su función por un sentimiento de orfandad y si se quiere, de desafío al destino o a al padre celestial, que truncó su humilde felicidad cuando recién despuntaba.
 Había amado a su esposa y a su hijita de meses; junto a ellas, se había redimido de años de perdulario, de orillero del Maldonado.
 Ambos trabajadores, iniciaban la labor encomendada por la Comisión Popular antes de la hora del crepúsculo, prosiguiéndola durante la noche y debiendo percibir por la misma un estipendio, que se hallaba atrasado, dada la parálisis existente en la administración pública.
 En múltiples ocasiones, ingresaban a domicilios donde no se hallaban persona vivas: solo cadáveres, que les avisaban de su presencia mediante la fetidez que emanaban.
 Cabe agregar que en estos casos, así como en otros, no solo trasladaban los restos humanos al carro, sino también todo lo que pudiera tener algún valor. En este sentido, llegaron incluso a destruir candados, colocados por la autoridad policial en casas abandonadas por sus dueños, para prevenir saqueos y ocupaciones indebidas.
 Este latrocinio compartido, así como el secreto que implicaba, era la única concordancia entre ambos hombres, que se profesaban mutuamente una sorda aversión.
 En lo concerniente al reparto del botín, las sospechas y suspicacias de ambos, acrecentaban la carencia de empatía compartida.

 Cuando retiraron el cuerpo exánime, de quién en vida fue un rico comerciante muerto en la soledad del apestado, Ambrosio vio como Manuel, se guardaba furtivamente un anillo del difunto.
 Con su cargamento fúnebre rumbo al nuevo cementerio, en la Chacarita de los Colegiales, el carro circulaba por una zona baldía. A lo lejos, los dos hombres observaron el paso de la Porteña, que cumplía el mismo servicio que ellos con su chata.
 Luego que el espectáculo del tren con su velocidad, al margen del propósito de esos viajes, se perdió en las penumbras de la noche, Ambrosio le recriminó al manco su proceder, reclamándole la guarda de la alhaja que le había parecido de alto valor.
 El aludido, negó el hecho haciendo gala de desparpajo, dando por finalizada la cuestión.
 Ambrosio, el ex-vago y mal entretenido, asintió, como si acatara la respuesta.
 El viaje prosiguió sin incidencias, hasta que Ambrosio detuvo el vehículo con el pretexto de revisar la disposición de la carga. Manuel, adormecido por el monótono desplazamiento de la chata, continuó en su actitud soñolienta.
 Ambrosio aprovechó esta postura del manco, para estrangularlo desde atrás del pescante mediante la soga que dispuso para tal fin; para ello, usufructuó su mayor fuerza física y la carencia de un brazo en la anatomía de su víctima, lo que disminuía su posibilidad de defensa ante el sorpresivo ataque.
 Muerto Manuel, quién fue su compañero de trabajo revisó sus ropas hasta dar con el anillo de oro, que llevaba engarzada una piedra negra.
 La valoró como la presa más importante de sus jornadas de pillaje: venderla podría significar abandonar la ciudad maldita y establecerse en otra, quizás en el Rosario, donde podría atenuar su pena por la pérdida de sus seres queridos.
  Una segunda oportunidad que le brindaba la vida.

 Dos operarios, sus rostros cubiertos por sucios pañuelos-al igual que Ambrosio-con el objeto de no respirar las miasmas pestíferas, ayudaron al carrero a descargar los cuerpos yertos.
 -Che...¿También le tocó al manco de la matraca?...
 Le dijo el negro Paz, al reconocer al ex-soldado de la Triple Alianza, mezclado con los muertos por la epidemia.
 -También.
 Le contestó Ambrosio.
 -Te quedaste sin ladero..., le dijo, resoplando por el esfuerzo, el pardo Panchito, contrahecho congénito criado como expósito
 -Le pediré otro a la Comisión..., si es que queda alguno..., respondió el de las orillas del Maldonado, en otro tiempo, frecuentador de reñideros de gallos y partícipe en pendencias prostibularias.
  -Dicen que el presidente Sarmiento se las tomó al pueblo de Belgrano..., dijo el negro Paz, apilando el cadáver del manco junto a los otros, por supuesto, sin reparar en el color cianótico que azulaba el rostro del que hacía sonar la matraca.
 Yo también me voy a ir de esta ciudad condenada..., pensó Ambrosio.
 Concluida la faena, al retornar con el carro en el que había decidido sería su último viaje-renunciaría al puesto-reflexionó en cuanto a que el manco, terminó sus días donde era muy probable que los terminara, aunque fue él quién apresuró ese tránsito.
 Acarició el anillo con la diestra, mientras consideraba como venderlo y acceder a una nueva vida; quizás, también, a un nuevo amor que lo haga feliz y le de muchos hijos.
 Cuando el carro descargado, rodando por la calle Cuyo se acercaba a Artes, comenzó a sufrir fuertes espasmos y vómitos.
 Sintió que ardía de fiebre.
 Quedó tendido sobre el pescante cagandose encima, percibiendo que sus intestinos expulsaban la mierda de un modo brutal, como en chorros agónicos.
 Sabía de sobra lo que le estaba ocurriendo...
 Rezó a Tata Dios, entrecortadamente, pidiéndole reunirse con las que tanto amó. Pidió perdón a la divinidad por haber matado, pero siempre teniendo en cuenta que el manco lo quiso pasar...
 También llegó a pensar que alguno que ocupara su lugar, vería facilitadas las cosas: él ya estaba adentro del carro..., respecto al anillo, lo encontraría servido.
 Si bien su deseo era arrojarlo al zanjón lleno de agua que bordeaba la calzada, ya no tenía fuerzas para extraerlo del bolsillo.

                                                                     FIN



 













 

 

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