miércoles, 10 de octubre de 2012

BAJO ASEDIO

 Todos los de la fortificación sabían lo que les esperaba, si los sitiadores vulneraban las defensas e irrumpían en el baluarte.
 El cerco en derredor ya estaba completado.
 El abastecimiento de agua, llegaba a través de una canalización proveniente del lago; era obvio que el enemigo la iba a cegar o contaminar. Solo quedaría la contenida en la cisterna.
 Respecto a los alimentos, dispondrían nada más que lo que se cultivaba en las huertas familiares tras los muros. No alcanzaba para subvenir a sus necesidades: faltaría el grano proveniente de los sembradíos externos.
 Capitular, implicaría la muerte de los guerreros, la esclavitud de las mujeres y los niños; el estupro, la sevicia, el amancebamiento atroz de los vencedores, aún con impúberes.
 ¿Romper el sitio?...
 Impensable; la inferioridad de fuerzas era manifiesta.
 ¿Ayuda externa?...
 ¿Como lograrla?..., dado que las salidas se hallaban bloqueadas por los guardias enemigos y el túnel de escape, obstruido por un desmoronamiento.
 Hasta se divisaba que los sitiadores, comenzaban tareas de zapa, con la finalidad de hundir los cimientos del bastión.
 Despues de extensas evaluaciones, el Conde reunió a toda su gente-salvo los centinelas-y les dijo:
 -Renunció a mis atributos, para previamente nombrar a Dios, comandante de la plaza.
 Yo paso a ser uno más, como vosotros.
 Delego mi responsabilidad, en quién me excede en poder y determinación; a la vez, si acepta reemplazarme, puede hacer que superemos esta circunstancia que parece irresoluble.
 Luego, procedió a despojarse de sus emblemas y abolió sus títulos y propiedades, repartió ropa y hacienda y se convirtió en un mendicante dentro de la plaza sitiada, ante la mirada absorta de su esposa e hijos.
 -Ahora..., la responsabilidad es divina; solo divina..., añadió a su alocución.
 Dicho lo cual, comenzó a roer un mendrugo que halló sobre el piso empedrado.
 Transcurrido no más de un día, el lugarteniente del ex-conde, reunió a su estado mayor para analizar el cuadro de situación, el cual, obviamente, no les podía resultar más desfavorable.
 Habiendo unanimidad de criterio en dicha consideración, les comentó su idea salvadora, inspirada por la divinidad,su superior en la comandancia bajo el estado de sitio, de acuerdo a la designación condal.
 La misma, consistía en el sacrificio del mendigo ex-conde, para posteriormente, habiendo ataviado el cadáver con el atuendo que correspondía a su dignidad anterior, incluyendo el aureo collar que lo identificaba, catapultar al muerto al campo del ejercito sitiador.
 Dicha acción, suponía el lugarteniente, generaría gran satisfacción en el enemigo y la posibilidad de negociar una capitulación piadosa, sin represalias por parte de los asediantes para con aquellos que ocupaban el reducto.
 Los que como gesto de buena voluntad y sumisión, les entregaban a la autoridad condal convertida en un despojo de magnífico atavío.
 Los sitiadores podrían contentarse con cortarle la cabeza y ensartarla en una pica, ingresando al dominio que incorporaban, en forma pacifica, poniéndose todos los de la fortaleza  al servicio de este nuevo señor, jurándole lealtad.
 Por supuesto, toda la familia del anterior pasaría a disposición del conde aún enemigo, para que hiciera con ellos lo que a su entender corresponde. Dicha familia sería puesta en cautiverio, de inmediato.
 El lugarteniente finalizó su propuesta, aduciendo que la misma obedecía a la voluntad de Dios, expresada a través de sus palabras, dado que el Creador nunca lo hacía con voz propia.
 Robusteció su afirmación, agregando que al ejercer Dios la comandancia, sus decisiones estaban fuera de toda controversia, llevando implícito el principio de infalibilidad.


 Resultó simple, degollar al manso mendigo de noble estirpe.
 Su ejecutor, le mencionó que era en cumplimiento de la voluntad divina. Según refirió luego de proceder, las últimas palabras del ex-conde estuvieron dirigidas a inquirir, de que modo se había expresado tal voluntad, pero no llegó a escuchar la respuesta, dada la magnitud de la hemorragia que hacía desbordar el tajo de su cuello.
 Apresar a la ex-familia condal, mujer, hijos pequeños, un par de jóvenes hermanos doblegados mediante la fuerza, tampoco resultó difícil.
 Cumplimentado lo previamente establecido, se catapultó el cadáver ricamente ataviado del ex-conde, al campo enemigo.
 Era evidente que los sitiadores lo recibieron azorados, pero se detectaba en ellos cierta discordante inquietud.
 No pasó mucho tiempo, cuando comenzaron a levantar el sitio.
 Desde las alturas de la fortificación, comenzó a divisarse en la lejanía el avance de un ejercito numeroso, más aún que el de los que aplicaron el asedio.
 El lugarteniente, pensó que había ocurrido un milagro debido a la comandancia divina, que hacía que la fuerza amenazante se marchara.
 Más aún, conjeturó que se aproximaba una hueste celestial..., una referencia para las generaciones futuras sobre el poder del Altísimo, como lo fue el Crismón de Constantino...
 Se puso de rodillas sobre las lajas de la torreta, imitado por los demás.
 Pensó en el  ex-conde y su sacro sacrificio en aras de todos..., cuando un centinela avisó que la poderosa milicia que se divisaba en la lejanía, hacía flamear los estandartes del Duque, fidelísismo feudatario del Rey, terror de los nobles díscolos para con el poder central, como lo era el conde sitiador en retirada.
 El lugarteniente, empalideció bajo su yelmo:
 El ex-conde al que ordenó degollar, era un dilecto vasallo del Rey.
 Pensó como podría explicarle al Duque, que Dios, comandante de la plaza por decisión del fenecido conde, decidió la ejecución del mismo mediante un mandato que le cupo a él, lugarteniente, dar a conocer a los demás.
 Estimó que el Duque, probablemente, le daría otro significado a sus palabras; conociendo los métodos que aplicaba como ejemplo correctivo, supuso que el ser quemado vivo podria ser afín a su futuro inmediato.
 Antes de arrojarse desde la alta muralla al foso circundante, donde moriría ahogado rapidamente debido al peso de su armadura, el lugarteniente consideró que los designios divinos, escapaban al entendimiento de los mortales; que solo la vanidad de los hombres, los hacía creerse interpretes de las pulsiones inconmensurables.

                                                                     FIN



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