viernes, 5 de octubre de 2012

PIÑAS VAN...

 Piñas vienen, los muchachos se entretienen...
 El cerco de menores de catorce años, todos varones, inflamaba con su estribillo el ánimo de los contendientes, en la esquina del colegio.
 Motivo de la pelea:
 Peregrinas razones del momento, carentes de sustento, de entidad, pero lastradas de orgullo adolescente en  exhibición viril.
 Alfredo era un treceañero duro, que practicaba judo en el Ateneo de la Juventud y olvidaba las recomendaciones de su maestro, referidas a que los samurais solo peleaban cuando el honor había sido valederamente lesionado. Al jovencito le atraía la pendencia..., incluso, se animaba con muchachos mayores que él.
 Ricardo, catorce ya cumplidos, preocupado por no ensuciar su blazer azul de largo Mike Hammer y sus pantalones Oxford blancos, hubiera deseado rehuir el pleito; pero las circunstancias lo obligaban, so pena de quedar ante los espectadores de su curso, como un manifiesto cagón
 Iniciado el entrevero, se movía torpe:
 Tratando de controlar el terror que lo embargaba, solo atinaba a bailotear y a cubrirse con una guardia alta pero endeble.
 Alfredo sonrió, sabiendo que podía derribarlo con una toma de las aprendidas sobre el tatami, pero debía abstenerse de emplear artes marciales orientales:
 La pelea era a trompadas y debía ser de breve trámite, antes de que intervinieran los consabidos mayores o los preceptores del colegio para separarlos.
 El primer golpe de puño recibido por Ricardo, franqueó su guardia y le hizo sangrar la nariz.
 Esto podía considerarse suficiente-primera sangre-como para establecer el triunfo del favorito, pero no fue así.
 Alfredo se desplazaba canchero en derredor a su oponente, preparando la zurda para emplearla como lo hacía Lausse, al que vio en el Luna Park, cuando asistió con su padre a uno de sus enfrentamientos con Selpa.
 Ricardo, interpretó que lo que estaba por venir podría resultar feroz:
 Detectaba en el otro, algo así como un furor homicida, como si quisiera transgredir los limites de una pelea a la salida del colegio.
 Cuando sintió el gusto de la sangre en su boca, debido a un puñetazo que le hizo tragar el chicle-globo Bazooka, que como era usual se hallaba mascando, pensó que Alfredo lo quería matar.
 Deseó huir, pero los gritos enfervorizados del público le oponían en su ánimo, una barrera moral al abandono.
 Tampoco había segundos para tirar la toalla, como para que el que peleaba pudiera deslindar responsabilidades.
 Ricardo, a pesar de su corta edad, poseía un fuerte sentimiento de pundonor, que lo hacía disimular su deseo de llorar por la vergüenza de hallarse expuesto al castigo, así como el de salir corriendo como si fuera un maricón.
 Otro envío al rostro hizo efecto y lo dejó desencajado, al borde del llanto, pero se sobrepuso como pudo y a pesar de que el fragor del combate, dificultaba adoptar decisiones serenas, optó por apelar a la astucia. Recordó haberle escuchado a su tío Tito, decir que la astucia siempre es amiga de quién se halla en inferioridad de condiciones.
 Se hizo el rendido..., mientras escuchaba los gritos denigratorios de sus compañeros de curso, azuzados por   esa crueldad intrínseca, tan propia del inicio de la adolescencia.
 Alfredo descuidó su guardia, nimbado por las mieles del triunfo y las aclamaciones de sus condiscípulos.
 Ese fue el momento aprovechado por Ricardo.
 Un piquete, dedos índice y corazón en punta, aplicado sobre los ojos del desprevenido vencedor, dio vuelta  en forma terminante, el resultado de ese pugilato que se convirtió en otra cosa.
 El jovencísimo judoka Alfredo, profirió un alarido desgarrador, que iniciaría la intervención de la autoridad escolar, policial y judicial, dado que la resolución de la riña se derivó a un juzgado de menores, debido a lesiones gravísimas.
 Alfredo no volvió a cursar el bachillerato en ese establecimiento, ni en ese ni en ningún otro.
 Como secuela del hecho, padeció una pronunciada disminución visual en su ojo izquierdo, progresiva e irreversible hasta la ceguera. Su ojo derecho, fue reemplazado por una prótesis.
 Ricardo, cambió escuela, por lo que en esos alborales '60, se denominaba reformatorio.
 Ambos compañeros de estudio, padecieron las consecuencias de ese maldito día, que trastrocó en tragedia lo que tantas veces, parecía ser una diversión algo bruta de la adolescencia temprana.
 Ricardo, luego de un tiempo de internamiento, recuperó su libertad; como atenuante a su favor, se consideró que las lesiones se produjeron en ocasión de riña, incluso, considerándose el entrenamiento en judo que desarrollaba la víctima del luctuoso suceso.
 Alfredo, le sumó al adolecer natural de su edad, el de las intervenciones quirúrgicas y los tratamientos oftalmológicos, que lo alejaron de todo lo que normalmente le hubiera correspondido hacer.
 Se replegó en una introspección arisca, desoladora, enemistado con la vida y con ese destino que le parecía injustamente cruel.
 Sus padres, permanentemente temieron su suicidio..., hasta que este se produjo por ahorcamiento.
 Tenía diez y siete años y envió una carta antes de matarse.
 Dirigida a Ricardo, la misiva solo decía:
 Te perdono.
 Me voy en paz.
 Ricardo, ya convertido en un robusto mozo, la leyó, trastornándose su ánimo.
 Recordando su paso por el instituto de menores, donde le ocurrieron sucesos terribles, dijo en voz alta:
 -Yo no.
 Rompió la carta y arrojó sus fragmentos al inodoro.
 Aferró el bolso deportivo y se dirigió a entrenarse con la troupe de luchadores, que provocaba furor en esa época, dispuesto a perfeccionar una condición que desarrolló con éxito durante su período de encierro.Siempre del lado de los malos, de los que hacen trampas y emplean técnicas como el piquete de ojos; aunque en el catch, en múltiples ocasiones, estos recursos resultaron consagratorios, incluso del lado de los buenos.

                                                                    FIN





  
   

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