sábado, 4 de agosto de 2012

LA TORRE EN GUARDIA

 -¿Cifuentes, Agustín?...
 Le dijo el funcionario, observando alternativamente su rostro y el documento que le había extendido.
 Asintió con energía, como enfatizando su identidad.
 -Cifuentes...
 ¿Como le va, Cifuentes?...
 Le preguntó el individuo sentado ante una pequeña mesa, sobre una banqueta plegadiza.
 -Bien.
 Le contestó el aludido, que pensó que el funcionario era de esos tipos simpáticos o que querían parecerlo.
 -¿Así que Agustín Cifuentes?...
 Esta vez, la pregunta le pareció en extremo reiterativa, casi idiota.
 Decidió ponerle fin, a una situación que se convertía en absurda.
 -Ya le dije que sí.
 El otro hombre no le contestó. Prosiguió con su tarea de completar un formulario, mediante el uso de un bolígrafo con tinta color verde.
 -Cifuentes con c...¿Verdad?...
 Agustín supuso que le estaba tomando el pelo, pero necesitaba el sellado.
 -Sí..., Cifuentes con c.
 Contestó con tono algo alterado.
 -Se lo pregunto porque una vez vi Sifuentes, con s.
 El tipo vocaliza como queriendo distinguir la c de la s..., pensó Agustín, este es el rey del ridículo.
 No le respondió y miró su reloj, como para darle a entender la premura que tenía.
 El funcionario pareció no darse por enterado.
 -Yo conocí a un Cifuentes de chico, era vecino del pueblo. Si mal no recuerdo, Anselmo Cifuentes...
 ¿Tiene algo que ver con Vd.?...
 Agustín controló una reacción violenta, dado que necesitaba el sello en el formulario para poder ingresar a la Torre.
 Consideró oportuno controlar su ira y seguirle el juego hasta que se cansara.
 -No. No lo conozco.
 Le dijo, atemperando su fastidio.
 -Ah..., porque yo hace como cuarenta años que no lo veo.
 Agustín pensó en contestarle:a mí que mierda me importa..., pero no quería ofuscarlo dado que aún no había aplicado el sello.
 No dijo nada.
 El otro prosiguió con su disparate:
 -¡Cifuentes!...¿Con s final, no con z?...
 Agustín tuvo deseos de partirle la cabeza, con el termo acerado que vio sobre la mesita, junto a un vaso plástico deteriorado por el tiempo de uso.
 -Con s final, no con z.
 Fue la respuesta que recibió el funcionario.
 -Claro..., deben ser pocos los Cifuentes que terminan en z...
 Cifuentes...¿Como está, Cifuentes?...
 Es evidente que al tipo no le importa que me importune, pensó Agustín, el maldito sigue en la suya.
 Amenazarlo con llamar a su superior por la desidia que evidencia en  su trabajo, no tiene sentido; los dos estaban solos en cuatrocientos kilómetros a la redonda, consideró, prosiguiendo con sus evaluaciones mentales y esta vez, sin contestarle al funcionario.
 Estimó que la inspección de la Torre se efectuaba por año calendario y este recién comenzaba, mientras tanto, ninguna queja o reclamo tendría validez. No eran acumulativas en el esquema de inspección, eso era algo que sabía de sobra.
 También tuvo en cuenta la posibilidad de que el funcionario, se hallara en un estado próximo a la locura o ya inmerso en ella.
 De algún modo, se compadeció de ese individuo que debía vivir en un container al lado de la Torre, alejado del confort y las relaciones sociales habituales, para ejercer una tarea poco remunerada.
  Claro que su penuria, se compensa con acceso irrestricto a la Torre durante el año que dura su servicio, pensó Agustín, lo que hizo que eliminara el sentimiento de conmiseración por el individuo, que ya comenzaba a manifestar.
 -¿Tuvo un buen viaje, Cifuentes?...
 El sujeto proseguía con su intensión de entablar una conversación.
 Pero no aplicaba el sello.
 Cifuentes evaluó la delgadez del hombre; sabía que recibía provisiones una vez por bimestre y las mismas eran arrojadas mediante paracaídas. Se hablaba de guardianes muertos por inanición, al no haber podido acceder a las raciones por errores en el lanzamiento, dado que la Torre se hallaba erigida en un páramo, rodeada por un entorno geográfico hostil.
 Cifuentes, estimó la diferencia de estado físico entre él y el guardián.
 Él era un atleta, que caminó más de cincuenta kilómetros para llegar ante la Torre. Cargaba el menor avituallamiento posible, dosificando el consumo de las raciones alimentarias concentradas y el de agua, si bien el pequeño equipo potabilizador que portaba, le permitía hacer bebible las aguas semipútridas de los reservorios encharcados que hallaba en su camino.
 Puedo matarlo con un solo golpe de puño, pensó.
 Pero no serviría de nada.
 Por la noche, cuando debería transmitir las novedades al Circulo Concéntrico, carecería del código identificatorio del guardián.
 ¿El resultado?...
 Realizarían una fumigación tóxica desde aviones; nunca saldría vivo del área.
 Necesitaba que el tipo le sellara el ingreso..., de hecho, era la única forma de legitimar su llegada irregular al sitio, la que realizó a pie luego que el helicóptero en vuelo furtivo lo dejó a decenas de kilómetros del lugar.
 Pasados unos minutos, durante los cuales el funcionario hacía que escribía-solo plasmaba palabras inconexas en formularios inservibles-Cifuentes decidió contestar su pregunta.
 -Tuve un viaje arduo, tanto como su vida en este sitio.
 El hombre sentado pareció algo sorprendido, pero rápidamente adoptó la compostura anterior.
 -La vida es ardua, Cifuentes.
  Ardua para mí que franqueo el ingreso y para Vd., que lo peticiona clandestinamente, sin la aprobación del Círculo Concéntrico.
 Me va a denegar el ingreso-estimó Cifuentes-y transmitirá la novedad al CC.
 Las consecuencias serán la implementación de las disposiciones, contenidas en el protocolo ABYE-ACCIÓN DE BÚSQUEDA Y EXTERMINIO.
 Él conocía muy bien estos procedimientos, por algo era desertor del Largo Brazo, los grupos operativos del CC.
 Quizás delectándose con lo que pensó era un buen golpe de efecto, el guardián prosiguió con su cantinela campechana.
 -¡Que tiempo bravo, Cifuentes!...
 Parece que se viene tormenta...
 El aludido, intentó mentalmente establecer un cuadro de situación.
 Ni siquiera puedo generarle una amenaza que involucre a su familia, dado que estos tipos no la tienen; los eligen solitarios, desafectivos, incapaces de generar vínculos.
 -¿Cuanto hace que no está con una mujer?...
 Le preguntó Cifuentes de modo repentino.
 El otro mostró cierta vacilación antes de responder, pero lo hizo aplicando un humor socarrón.
 -¿Vd. dice en sueños, Cifuentes?...
 El desertor, comprendió rápidamente que el guardián, carecía de nostalgia por la actividad sexual real.
 ¿Que puedo hacer con este tipo?..., pensó con cierta desesperación.
 -Me imagino su ruta, Cifuentes.
 Un helicóptero sin matricula lo dejó a unas decenas de kilómetros y desde allí, Vd. emprendió una durísima caminata.
 Solo un individuo entrenado puede llegar tan entero como Vd., Cifuentes...
 ¿Quizás es un desertor del Largo Brazo?...
 La contestación no se hizo esperar:
 -Vd. es un pequeño sorete, guardián, si no aplica el sello voy a torturarlo hasta que me pida que lo mate, con lágrimas en los ojos.
 El guardián le respondió risueño.
 -¡Que gracioso, Cifuentes!...
 Me amenaza...
 ¿No sabe que los guardianes de la Torre detestan la vida?...
 Como desertor del Largo Brazo, debería saberlo...
 Así como que poseemos un esquema cardíaco, que ante situaciones extremas de dolor físico nos hace morir rápidamente, dejando a quién nos atormenta con una mueca imbécil en los labios.
 Cifuentes lo sabía.
 -Mientras que Vd., Cifuentes, es de los que quieren vivir.
 Por eso desertó.
 El peticionante clandestino, se sintió atrapado como en una urdiembre espesa..., que obturaba toda salida posible a la situación.
 Se especificó a si mismo, que el tema era poseer el código y robarle la identidad al maldito infeliz, para transmitir un "sin novedad" al CC.
 Este pensamiento, parecía girar en su mente con la fuerza de una obsesión.
 -¿Como le va, Cifuentes?...
 ¿O debo llamarlo, Cifuentes el idiota?...
 Luego de estas palabras, el guardián de la Torre profirió una estruendosa carcajada.
 Cifuentes pensó que el tipo le había ganado: detestaba la vida y era inmune al dolor físico o/y moral.
 Solo le quedaba someterse a su arbitrio.

 Cifuentes no sabía con exactitud-dado que en su situación le era difícil medir el tiempo-desde cuando era un esclavo del guardián.
 Cocinaba como podía la magra pitanza-comiendo las sobras de la misma-lavaba la ropa del guardián, drenaba su letrina, limpiaba los alrededores de la Torre de la patina de polvo, que depositaba permanentemente el viento implacable, mientras su vivienda era una cueva en la roca, precariamente acondicionada.
 A la Torre, el guardián nunca le permitió ingresar; obviamente, tampoco aplicó el sello que legitimaba su ingreso y hubiera exculpado su deserción.
 Debido a  la servidumbre que desarrollaba, el guardián omitía incluirlo en las novedades telecomunicadas cada noche al CC.
 Por suerte, al guardián no le interesaban los favores sexuales, sino todo habría sido más difícil, consideró para si mismo Cifuentes.
 Todo esto, a cambio de preservar mi vida, pero..., reflexionó Cifuentes, cuando llegue la inspección anual, para lo que no debe faltar demaciado, el guardián lo denunciará por dos razones.
 Porque no podría justificar su presencia.
 Porque al darla a conocer, ganará puntaje meritorio.
 En cuanto a lo que él podría interpretar, cumplir con su tarea en forma eficiente, era algo que al guardián lo gratificaba.
 De ser así, el tipo aún tenía un anclaje en este mundo.
 Decidió someter a un exhaustivo escrutinio sus actos y gestos, como para corroborar su presunción.
 El resultado, coincidió con lo que conjeturaba.
 Una mañana, el guardián se despertó exultante.
 Desayunó un tazón de mijo con leche condensada-preparado por Cifuentes-con muestras  de perceptible deleite.
 No se sentía observado, dado que consideraba a su siervo como Cifuentes el idiota, un individuo que perdió su bravura y anuló su voluntad; algo así, como un toro convertido en buey, en bestia de trabajo.
 A medida que transcurría el día, el guardián se mostraba más eufórico.
 Le habían transmitido de CC, el nombre de un peticionante autorizado que llegaría por la tarde, helitransportado por un aparato que no aterrizaría, descendiendo el sujeto mediante una escala desplegada desde la aeronave.
 Dada la subestimación que el guardián le dispensaba a Cifuentes, se lo mencionó en tono risueño, mofándose de su status de sirviente.
 El desertor, tomó debida cuenta del dato proporcionado.
 Atisbó como el guardián ensayaba poses ante su mesita; incluso, se bañó con agua que le hizo expresamente entibiar.
 Cifuentes llegó a pensar, que se vería obligado a enjabonar el manojo de huesos en el que consistía el tipo, pero no incurrió en ello.
 Cuando lo vio envuelto en la toalla raída que era su mayor posesión suntuaria, Agustín Cifuentes detectó el gesto: un gesto de satisfacción.
 Si bien se hallaba débil, debido a su alimentación deficiente, el revés del desertor del Largo Brazo le partió cuatro dientes al guardián, que los escupió entre un borbotón de sangre.
 Después de quebrarle el brazo derecho haciéndolo aullar de dolor, el sujeto desnudo y vulnerable no se moría, solo emitía una especie de gimoteo de terror.
 Cifuentes supo que el corazón del guardián no se detenía a voluntad:
 El tipo quería sobrevivir.
 -Dame el código con el que te comunicás con CC o te voy a quemar vivo, despacito, por partes.
 Después que obtuvo el código y verifico su genuinidad, Cifuentes desnucó al sollozante guardián  con un solo golpe, de profesional eficacia.
 Habiendo sustraído la identidad del difunto, espero sin ansiedad la llegada del peticionante, que se produjo luego de una hora.
 Cuando constató claramente que el helicóptero desapareció en el horizonte, enervó al peticionante con preguntas obvias, tales como:
 -¿Que tal, Sr.?...
 Evidenciando su contrariedad, el hombre fue a orinar a un costado del sendero, sin solicitar permiso.
 Ese fue el momento en el que el falso guardián, lo mató a palazos por la espalda, hundiéndole la base del cráneo.
 Posteriormente, reviso la documentación que halló entre sus pertenencias:
 Se trataba de un profesor de historia militar en la Academia del Largo Brazo, a quién él no conocía.
 Cifuentes sometió ambos cadáveres, a un tratamiento con la cal viva de las letrinas; aplicó el sello correspondiente a la solicitud del peticionante y transmitió novedades al CC con el código de su primera víctima, avalando el ingreso del distinguido docente.
 Ya era de noche. Con la llave del guardián extinto, entró a la Torre.

 Se trataba de una construcción sin ventanas, completamente vacía.
 Un recinto hueco, de forma circular, desprovisto de todo elemento que le pudiera otorgar un sentido.
 La potente linterna con la que se iluminaba, le mostró que toda la la estructura significante que el Círculo Concéntrico elaboró en torno a la Torre, era un relato vacuo, una pura impostura.
 Nadie obtendría ninguna clave apertora luego de su ingreso, ninguna orientación que le permita interpretar la vida en sus alcances cosmicos, por ende, aliviar la preplejidad ante la muerte.
 ¡Proporcionar trascendencia!...
 La mentira del CC, instituida como meta y justificación del tránsito vital.., pensó Cifuentes, mientras cerraba la puerta de la torre.
 Se echó a dormir dentro del contenedor que ocupaba el guardián asesinado, sabiendo que al día siguiente el helicóptero vendría a buscar al profesor, para retirarlo del páramo.
 Entendió porqué ingresar a la torre era una recompensa, que al regreso, implicaba el más absoluto silencio sobre lo visto, pero también, una inmediata incorporación a los estratos escalafonarios superiores del CC, del poder basado en la gran mentira revelatoria.
 Dado que el hombre había sido de su talla, usurparía su ropa e identidad-segunda vez que apelaba a este procedimiento, desde su llegada al lugar-y ascendería a la aeronave, burlando a todos los que dependían del CC. Tenía a su favor, que se trataba de un profesor joven y que la foto podía pasar por la de él, con el cabello corto.
 Cuando aterrizaran en la ciudad, luego de las verificaciones correspondientes, usaría su nueva identidad para extraviarse de los estamentos, del control vigilante del CC, rumbo a las Zonas Ajenas, donde el Largo Brazo no alcanzaba a impedir una existencia gozosa.

 Durante el vuelo, Cifuentes se mostró distendido, evaluando mentalmente con deleite, las posibilidades de un futuro diferente.
 Se repetía a si mismo: Gastón Montiel, profesor de historia militar en la Academia del Largo Brazo.
 Distinguido docente, ingresante autorizado a la torre, en vuelo de regreso a la ciudad.
 Ya en el helipuerto, mientras se dirigía al área de edificaciones franqueado por la tripulación que lo trasladó, se mostró tranquilo y relajado, insinuando una tenue sonrisa.
 Pero no atinó a reponerse de su sorpresa, al ver que media docena de efectivos de la Guardia Aeroportuaria descendían presurosos de un transporte blindado de personal, cuando los mismos lo  arrojarron sobre el piso para de inmediato esposarlo por la espalda.
Escuchó al comandante de la aeronave que lo recogió en el páramo, comunicarse mediante handie con quién supuso era algún mando jerárquico del CC.
 -Si, se trata de un impostor; durante el vuelo y durante el trayecto al edificio, siempre evidenció una sonrisa de satisfacción...
 La contestación del superior, amplificada por el altavoz del equipo, hizo que Cifuentes cerrara los ojos con fuerza.
 -Lo felicito por su perspicacia, Comandante, esa alegría luego de ingresar a la Torre parece altamente sospechosa. El detenido, será trasladado a la sala de interrogatorios especiales del edificio anexo, que queda convertida en área judicial sumarísima y de aplicación del tiro en la nuca del final. En lo que respecta a esto último, Comandante, queda Vd. designado como ejecutor de la orden.
 El Comandante, acarició parsimoniosamente la empuñadura de la pistola que llevaba al cinto, como para que sus subalternos apreciaran la  diligente actitud que asumía para el cumplimiento de las disposiciones.
 Agustín Cifuentes gritó, mientras era arrastrado rumbo al edificio.
 -¡Soy el profesor Gastón Montiel!...¡Es un error!...
 Nadie le hizo caso.
 Cuando observó los elementos presentes en la sala de interrogatorios, exclamó como en un alarido...
 ¡Soy Agustín Cifuentes, desertor del Largo Brazo!..., suponiendo que quizás podía evitar el tormento y acceder al limpido tiro del final.
 -A confesión de parte, relevo de pruebas.
 Enunció el juez del CC que presidía el tribunal sumario. Le hizo un gesto al Comandante, quién asintió con una inclinación de cabeza,  pensando-mientras se acercaba a Cifuentes-que un reconocimiento meritorio a su persona se hallaba próximo. Podía significar, por fin, el acceso a la Torre, después de años de helitransportar a quienes fueron designados para ser admitidos.

                                                                       FIN




























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