lunes, 27 de agosto de 2012

"JIMMIE" EN EL PACÍFICO

Jim Kelby, "Jimmie", a sus diez y nueve años, había quemado vivos a decenas de hombres..., de nacionalidad japonesa.
 "Jimmie" portaba el lanzallamas.
 Las ráfagas de fuego del instrumento bélico, limpiaban de enemigos las entrañas de las islas del Pacífico.
 Sus camaradas, comprendían la importancia de su función en esa guerra implacable, pero no podían dejar de sentir cierta repugnancia, ante el empleo de esa arma que abatía por calcinación.
 En lo que respecta a los enemigos, de haber sido reducidos, cuando veían a "Jimmie", sobre su espalda la mochila blindada que generaba el chorro de fuego y su índice presto a accionar el gatillo de la pistola de ignición, levantaban rápidamente los brazos, rendidos, aunque el ejercito imperial prohibía tal comportamiento.
 Ciertamente..., si bien morir a tiros de fusil o ametralladora, no implicaba ningún final piadoso, hacerlo convertido en una tea humana, motivaba la imagen de un grado aún más avanzado en la escala de la atrocidad.
 A su vez, la propia índole espantosa del artefacto, parecía nimbar siniestramente a su operador. "Jimmie", el chico manso de Arkansas, era mencionado por sus camaradas de armas como el "cocinero de nipones".
 Su natural buen talante y el eficiente servicio militar que prestaba, se desvanecían en la estima de los soldados fusileros y ametralladoristas, que lo consideraban algo así como un sádico pirómano de carne humana.
 En cuanto a los del sol naciente, si llegaban a capturarlo lo ejecutarían de modo sumario, sin brindarle status de prisionero de guerra; aunque dado el trato que los japoneses le dispensaban a los de esa condición, quizás este final le resultara favorable.
 Alguien podría preguntarse porqué los demás soldados, estigmatizaban al del lanzallamas, un joven movilizado como ellos, que los favorecía con su actuación y cumplía ordenes.
 Pero..., "Jimmie" era un lanzallamista voluntario.
 Eligió operar el maldito dispensador de fuego y lograr la designación por parte de sus superiores.
 Lógicamente, el rechazo que "Jimmie" percibía en los demás, incluso en los sargentos y en el teniente a cargo de la sección, transformó su carácter apacible, tendiente a la amistad y la confraternización, en hosco y reconcentrado.
 La guerra en la jungla era una amalgama de calor inclemente, insectos que martirizaban la piel, llagas infectadas, lluvias en torrente y en las cabeceras de playa, un sol que de brutal, parecía traspasar los sombreros de lona y convertir los cascos en calderas. Abruptamente, ese sol cedía paso al agua, que empapaba y humedecía todo, favoreciendo la aparición de fiebres tropicales que dejaban a los hombres desvalidos, como en un estado de sopor en el que nada importaba.
 A su vez, las emboscadas, las trampas instaladas por el enemigo y ese miedo sordo de los combatientes que percibían que cada segundo podría ser el último, impulsaban al compañerismo y al mutuo apoyo, tanto físico como moral.
 Cuando se concluyó la construcción de la pista de aterrizaje, las condiciones de vida mejoraron en algo y el arribo de correspondencia, fundamental para el ánimo del soldado, se tornó más fluido.
 Así "Jimmie" se enteró que la chica que le gustaba, no quería seguir recibiendo cartas suyas, luego de haberle referido cual era el arma que tenía asignada.
 Incluso su padre, parecía preocupado por como sería su retorno a la civilidad, después de haber experimentado emplear el arma maldita..., por su propia decisión.
 Su hermano de diez y seis años, para quién al dejar el hogar era un héroe, apenas le escribía, mientras que su madre-bautista altamente observante-solo le refería que lo tenía siempre presente en sus oraciones, recomendándole entonar el himno "Soy un soldado cristiano...", antes, durante y después de la batalla, a la que sin duda sobreviviría integro.
 Nadie lo reconfortaba a "Jimmie". Tampoco el himno recomendado por su madre le resultaba un consuelo ante las inclemencias de la guerra: le hacía evocar la escuela dominical de su infancia, que siempre le resultó tan agobiante como su inculcado temor a Dios.
 Por que eligió convertirse en el servidor del lanzallamas, para él era muy simple:
 Con esa arma se sentía más protegido que con las otras que empleaba la infantería.
 Era una cuestión de supervivencia.
 "Jimmie" no quería morir, como todo soldado, pero a su vez, con el agregado de que aún era virgen. A pesar de las imagenes lascivas que bullían en su mente desde hacía varios años, que a veces le hacían tensar su diestra en una práctica que consideraba reprobable y en ocasiones, impregnaban sus calzoncillos con poluciones nocturnas que al despertar le parecían untuosidades vergonzosas.
 La oración, podía serle válida para compensar sus debilidades, pero en tiempos de paz. La guerra en la que se hallaba inmerso, con su olor a muerte e inmundicia, parecía consumir sus deseos de ser un buen cristiano y casarse con una muchacha decente de la comunidad, superar las tentaciones de la lujuria mediante el matrimonio y dedicarse a procrear sanamente muchos niños.
 Sus buenas intensiones, parecían consumirse como los enemigos a los que incineraba en cavidades y escondrijos, en la infame realidad que vivía sin atenuantes.
 Sus planes se iban quemando junto con los japoneses politeístas, entre el desdén de los de su sección y el asco que percibía en la mirada del Teniente Callfort, cuando procedía a la carga de su artefacto letal.
 Hipócritas..., pensaba "Jimmie", hato de hipócritas que desprecian al que hace la tarea sucia que los favorece.
 Estas consideraciones íntimas, intransferibles, debido al aislamiento al que lo sometían, fue incrementando en su temperamento una honda introversión.
 A su vez, el acecho de la muerte, a través de esos demonios amarillos de ojos rasgados, se le estaba convirtiendo en insoportable.
 Ni el lanzallamas-del que siempre se hallaba cerca-parecía brindarle esa protección, que al comienzo de sus días en la isla consideraba de índole superior, como mística.
  Otra cuestión que favorecía su apartamiento de los demás, es que "Jimmie" no bebía, no fumaba, no mascaba goma ni jugaba por dinero; tampoco se regodeaba con los pechos turgentes de Jane Russell, los mismos que enloquecían al magnate Howard Hughes, impresos en revistas que los demás se jugaban al poker.
 Cuando los otros se dedicaban a esos menesteres, "Jimmie" leía la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, pero su unción se debilitaba con el transcurrir de los días y se daba cuenta de ello.
 De todos modos, este comportamiento le generó un segundo apodo por parte de los muchachos:
 "El Cruzado"..., que contribuyó a incrementar la aversión hacia su persona que manifestaba la tropa.
 De hecho, si no era molestado de modo evidente, se debía a que su estatura y el desarrollo de sus músculos disuadían tales conductas.
 A pesar de ello, una mañana que se preparaban para un patrullaje que como siempre, podría finalizar siendo fatal para varios efectivos, el soldado Ronald Ewin-con el Lucky Stricke colgando de sus labios-le pidió fuego, sabiendo que no portaba el Zippo provisto, dado que "Jimmie" consideraba malsano todo lo concerniente al hábito de fumar.
 Ewin sonreía burlonamente, mientras los demás lo observaban risueños, en son de mofa.
 -No fumo.
 Le dijo "Jimmie", al concluir el ajuste de su equipo de combate.
 -Pero fuego te sobra...
 Le contestó el otro, entre ruidosas carcajadas que fueron replicadas por los del resto del pelotón, quienes a su vez, agregaban diferentes puyas sobre la condición de "varón virtuoso" que le atribuían a "Jimmie".
 Quizás fue el sol que parecía derretir todo, la difusa sensación de no regresar de esa patrulla, la idea de que morir virgen no debería estar en los planes de Dios para con su persona, lo cierto es que "Jimmie" le dio fuego a Ewin..., pero mediante la acción del lanzallamas.
 Ewin se revolvió convulso, encendido como un muñeco de estopa; hasta el casco desabrochado parecía haberse fundido sobre su cabeza.
 Un intenso olor a gasolina impregnó la zona, mientras los restantes soldados corrían a resguardarse entre exclamaciones de horror.
 "Jimmie", solo atinó a pensar en los fuegos del infierno que abrazaban a un pecador irredento...,cuando un certero disparo en la frente lo desplomó.
 El Teniente Callfort bajó el M1 de su hombro.
 Era un tirador excepcional, con calidad de francotirador.
 -La guerra enloquece a los débiles...
 Le dijo a sus hombres a modo de arenga, antes de iniciar los procedimientos militares correspondientes a estos casos.
 El cadáver de "Jimmie" quedó a escasa distancia del de Ewin, carbonizado.
 Del bolsillo superior de la camisa verde oliva, de quién fuera el lanzallamista de la sección, asomaba una Biblia de reducido tamaño.
 El Teniente Callfort la miró de soslayo, mientras adoptaba decisiones con la celeridad que exigía la circunstancia.
 -Bradley, ahora serás el operador del lanzallamas. Es una orden.
 El soldado Bradley empalideció visiblemente, iluminado por un sol que parecía convertir el asfalto de la flamante pista de aterrizaje, en un río de lava ardiente.

                                                                        FIN











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