jueves, 24 de enero de 2013

LA NOCHE DE SILO

 Ese octubre del '69 resultaba templado, pródigo en noches apaciblemente estrelladas, carentes de inclemencias climáticas.
 Así fue aquella, en la que algunas decenas de jóvenes esperaron la revelación de un nuevo profeta, en Plaza Once.
 Quizás hoy resultaría difícil interpretar, como podía transmitirse una información críptica en aquella época, persona a persona, sin telefonía celular, internet, redes sociales.
 Más aún, tratándose de una convocatoria no registrada por la prensa escrita, radiofónica y televisiva.
 Pero así fue.
 El grupo de personas, constaba de algunas muy predispuestas que esperaban una teofanía, otras eran escépticas pero curiosas y había un par que abominaban de quién debía presentarse para hacer público un mensaje, tal como lo había hecho unos meses antes en la zona cordillerana. Respecto a estos últimos, aparentemente, disponían de cierta información de la que carecía el resto de los presentes.
 La Plaza Miserere, se hallaba sumida en las penumbras nocturnas propias de la época, facilitando el deambular de los treinta o cuarenta advertidos, que intercambiaban cierto nombre como el santo y seña de lo que se esperaba como un alumbramiento clandestino. Ese nombre era Silo; se entendía que bajo el gobierno militar de la autoproclamada Revolución Argentina, lo más valioso para el espíritu debía ser clandestino.
 En general, nadie lo había visto a Silo en Buenos Aires, nadie lo había leído y muchos lo habían imaginado, proyectando en él sus juveniles ansias de absoluto.
 Yo, Héctor Lasafia, era uno de ellos.
 Hacía pocos meses que había finalizado mi servicio militar. Aún rapado y con el acondicionamiento marcial del período ya superado, esperaba aquello que prometía ser revelatorio, medular, de proyección infinita para los pocos que nos habíamos reunido en torno a una consigna casi fantasmal.
 La que fue susurrada confidencialmente, entre las estrofas de Diana Divaga y las locuciones de Nucha Amengual, con su voz de profunda sensualidad.
 Llegada la hora señalada..., como le dije a mi circunstancial acompañante, Alejandro Albasio, feroz detractor del profeta inubicuo en base a un oscuro dossier de datos dispersos, aquí no ha pasado nada...
 Nada..., me respondió el susodicho, que reconoció su predisposición a que un relampagueo en la conciencia, le genere el abandono de su postura opositora.
 No ocurrió.
 Solo se veían muchachos de larga melena y algunas chicas poco atractivas, deambulando entre las tinieblas de esa plaza inmensa, presidida por un imponente mausoleo.
 Alejandro Albasio, conocido entre los habitués a los bares de la Av. Corrientes como el "Oscuro de Flores", me dijo:
 -No vendrá. Los falsos profetas se anuncian y defraudan.
 Le respondí que debíamos darle algo más de tiempo, mirando hacia Rivadavia, pensando en que si no aparecía podía terminar la noche con un café en La Perla; quizás, por ahí, pasaban Tanguito o Lito con algo de grass.
 Pero luego de media hora de deambular por la plaza como nómades insomnes, decidimos que la espera concluía.
 El profeta fue solo ausencia: sus anuncios no fueron proferidos.
 Lo que ocurrió, en otro nivel, también resultó activo y movilizador.
 La plaza fue rodeada por carros de asalto, de los que descendieron raudos numerosos efectivos de la Guardia de Infantería de la P.F.A., que golpearon con sus bastones a la concurrencia sin miramientos, con sistemática contundencia.
 La reacción que hice efectiva fue correr.
 A los pocos metros, un integrante del contingente policial-pertrechado para acciones represivas de esta índole-me alcanzó y pensé que me iba a propinar un duro castigo, pero me dijo:
 -Andate, guacho con el culo lleno de mierda, antes que te parta la cabeza...
 Le hice caso..., intimidado por la estructura física del sujeto y el equipamiento que portaba.
 En mi veloz retirada, busqué a Alejandro entre los dispersos y apaleados, pero no pude hallarlo.
 Estimé, como dirían las revistas mexicanas que leía en mi infancia, que puso pies en polvorosa...
 No fue así.
 Lo divisé conversando tranquilamente con el jefe del operativo, señalando que cabezas partir.
 Me miró fugazmente, como para que reconozca su benevolencia.
 Mientras caminaba rumbo a Corrientes-ya descartado el fin de la noche en La Perla del Once-recordé que había otra figura egregia que era esperada-en este caso, sin una fecha precisa-que decían sus seguidores descendería de un avión negro.
 Pensé que todo profeta genera fuerzas agazapadas complotando, pero también que la ausencia del anunciado y la violencia sobre quienes lo esperan expectantes, solo augura vacío y pérdida.
 Pasaron tres años...y el 20 de junio de 1973 estuve en Ezeiza, no precisamente entre quienes se hallaban en el palco.
 Sin duda, aquello, tuvo características de una magnitud desmesuradamente superior, tanto en lo cuantitativo como en lo siniestramente cualitativo; esa vez, estuve próximo a ser engarfiado con un gancho de carnicería.
 Alejandro Albasio, a quién no veía desde la noche de Silo, detuvo la mano que sostenía el implemento que me estaba por perforar la espalda.
 En esa oportunidad, en plena batalla entre las facciones peronistas, me dio la chance de huir de ese infierno. No me habló..., solo percibí otra vez su mirada benevolente, que parecía decirme: No habrá un tercer mesías nacional para que vos asistas a su aparición...
 Entre la confusión y el espanto, alcancé a ver como se reunía con el estado mayor de Osinde.
 No volví a saber nada de él.
 Como si no hubiera existido.
 De todos modos, decidí dar testimonio de su existencia.
 También del agotamiento-desde aquel día- de mis expectativas de irrupciones salvadoras, que regeneren los deterioros de mi alma con el aporte de una inusitada felicidad; obviamente,  mediante el entusiasmo de la adhesión y su pico más alto, la entrega...

                                                           FIN

                                                               







   

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