lunes, 14 de enero de 2013

LA CASETA DE TIRO

 Le cuesta recordar cuantas cañas se tomó...
 ¿Se gastó la quincena en bebida?..., se interroga, tanteando un bolsillo de su pantalón. Halla un bulto de billetes que le indican que aún no fue así; se siente aliviado.
 Se hizo tarde, piensa, observando evidencias de que el Parque Retiro está próximo a cerrar, ese sábado inclemente de invierno, que ya se convirtió en un domingo de frío feroz y llovizna.
 Alza las solapas de su sobretodo. Trata de ubicarse para acceder a la salida, con la idea de retornar a la pensión que habita.
 Al ver el cine de películas para hombres, recuerda que camino tomar, pero quizás por los vahos alcohólicos que le provocan cierto aturdimiento-no desagradable-elige un rumbo equivocado.
 Enciende un Saratoga poniéndose de espaldas al viento; detecta que el encendedor "carusita" tiene poca bencina.
 Con el cigarrillo rubio colgando de sus labios reinicia la marcha.
 Luego de unos metros de caminata, en una zona del parque oscurecida porque ya cerraron los stands o porque siempre fue así, se percata de que no se está dirigiendo hacia la salida y decide dar la vuelta.
 Fue en ese momento, que ella le sonrió.
 La encargada de la caseta de tiro, la que se hallaba engalanada por banderitas celestes y blancas y un cartel que le daba categoría de polígono:
 AQUÍ SE APRENDE A DEFENDER A LA PATRIA
 En la oscuridad ambiental, el stand se destacaba a pesar de su tenue iluminación.
 Responde a la sonrisa.
 Se acerca entusiasmado ante la posibilidad de terminar la noche con una mujer, aunque sea pagando.
 Hace rápidos cálculos sobre lo que deberá gastar, incluyendo un amueblado que conoce, el taxi para llegar al mismo y lo que le podría cobrar la mujer, pero su mente no está para las matemáticas.
 -¿Ya cerrás, preciosa?...
 Le dice, gratamente sorprendido por el aspecto de ella, diferente al de las morochitas pajueranas que atienden los otros puestos.
 Es un hembrón..., piensa.
 -No. Todavía tenés tiempo de tirar una serie con pistola.
 Le responde la rubia platinada, de tez muy blanca y curvas sugerentes bajo el tapado ajustado.
 Lleva tacos bien altos y medias con costura, que realzan el torneado de unas buenas piernas.
 -La pistola la tengo para otra cosa...
 Retruca el hombre, llevando el tema al terreno que le interesa, adoptando una pose de galán cumplidor, recio pero divertido.
 -Puede ser..., le dice ella acercando su boca a la de él-dando un respingo ante el vaho alcohólico que emana de la misma-pero mostrame antes, que sabés dar en el blanco...
 Encantado con el jueguito de los dobles sentidos, avanza con ímpetu masculino intentando aferrar sus manos de uñas manicuradas, esmaltadas de rojo furioso. Pero ella se escabulle ingresando a la trastienda de la caseta de tiro.
 Regresa inmediatamente con una pistola, que porta con el cañón hacia arriba, como corresponde.
 -Pagame la serie y tratá de hacer centros, así te ganas el adorno de la ciudad donde está nevando...y quizás algo más.
 Ahora, la sonrisa de ella parece acrecentar la sensualidad que emana de su perfume dulzón con olor a pecado, su figura, la melena platinada y su modo de hablar un español de acento algo alemán.
 El hombre le entrega un billete que supera el arancel.
 -Guardate el vuelto...
 Le dice con modales de bacán, vistos en alguna película.
 Ella lo introduce en su escote, mostrándole el nacimiento de unas gloriosas tetas, grandes y tentadoras como las de Laura Hidalgo en La orquídea.
 El hombre no tiene el mínimo interés en el tiro al blanco, pero sigue con esa liturgia de macho y hembra que espera termine en la cama.
 La mujer enciende un cigarrillo: Chesterfield.
 -No me diste tiempo para que te lo prenda...¿Los conseguís de contrabando?...
 Le dice a quién ya le parece una maravilla femenina, aunque también se reconoce ante si mismo, que le genera cierta oscura prevención.
 -¡Tirá!...
 Lo incita ella.
 -No tenemos toda la noche. Cierro el stand y me voy con vos.
 El varón sonríe con suficiencia. Quiere tomar puntería, pero las cañas previas lo llevan a tirar al bulto, a errar el centro.
 -Seguí tirando.
 Le indica la deliciosa mujercita, con tono apremiante.
 -¿Como te llamás?..., le pregunta él, ya harto de los prolegómenos y deseando irse con ella de una vez por todas.
 -Greta.
 Le dice la mujer, entre mohines y gestos prometedores.
 -Yo soy Roberto..., le dice él con voz aguardentosa.
 -Seguí tirando..., es la respuesta femenina.
 -Pero como...¿Es a repetición?...
 Le pregunta Roberto, mientras sopesa el arma manifestando sorpresa, recién percatándose de que no parece una pistola de aire comprimido. De todos modos, vacía el cargador tal como le pide ella.
 Quizás cierta confusión mental producto del alcohol ingerido, su falta de trato habitual con armas de fuego, el estar más pendiente del culo de ella imaginado bajo la ropa de abrigo, que de la pistola, generaron que recién cuando se quedó sin proyectiles, reparara en que tiró con una veintidos largo.
 Su performance fue deficiente y le llamó la atención que el blanco estaba pintado sobre un lienzo blanco, en vez de ser de los intercambiables.
 -Esta arma no es de feria..., le dijo a Greta, sin disimular su enojo por haber tirado con una pistola con balas, no con balines.
 Piensa que ella ya lo trampeó de entrada.
 En ese momento, escucha claramente los ayes agónicos ahogados, que le pareció oír mientras tiraba.
 Ella, ahora con guantes de cabritilla, le retira el arma; recuerda que los llevó puestos desde que apareció con la pistola.
 Algo le llama la atención: observa que el lienzo blanco se mancha de rojo, con mayor intensidad a medida que transcurren los segundos.
 Este es el momento en el que Greta le dice que están fuera de horario y que se retire, con un tono de inquietante autoridad.
 El hombre se siente intimidado por esa mujer, que cierra rápidamente la caseta de tiro y se aleja corriendo, entre un repiquetear de taquitos.
 La ve ir rumbo a una salida que él desconoce. Corre tras ella, con la torpeza que le proporciona su carga etílica e imbuido de un creciente sentimiento de aprensión.
 Antes de poder alcanzarla, ya en la calle, la mujer asciende rápidamente a un aparatoso auto inglés de unos tres años de antigüedad, quizás un Wolseley 47 o 48, conducido por un individuo de sombrero muy calado, cuya ala tiende a sombrear sus ojos.
 Greta alcanza a gritarle que se aleje, sino quiere ir preso por homicidio.
 El auto parecido al Bentley, parte raudo, ante la mirada absorta del tirador inadvertido.
 Como impelido por una atracción magnética, retorna al sitio de la caseta de tiro, viendo como el líquido rojizo que chorreó de la misma, forma un charco que refulge bajo la luz de la luna.
 Los lamentos sofocados parecían haber cesado. Quizás como si lo ominoso de la situación, disminuyera su ebriedad, rememora que mientras tiraba, además de lo ayes de dolor escuchados, le había parecido ver ciertos movimientos convulsos tras el lienzo con el blanco de círculos pintados.
 Echa a correr despavorido, ahogando un grito de angustia.
 Se da cuenta que llamó la atención de dos vigilantes de la Policía Federal, que lo intentan detener llevando sendas porras en sus manos.
 Trastabilla, lo que aprovechan los agentes para aprehenderlo.
 -¿Que carajo te pasa que corrés?...
 Le dice uno de ellos, aferrándolo por el brazo.
 -No lo se..., le contesta, sintiendo que está por suceder algo maldito, ajeno a su control y que lo engullirá horrorosamente entero, no como él fantaseó que gratamente, iba a hacerlo la regia hembra con su pija.

                                                                     FIN




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