sábado, 3 de noviembre de 2012

UN TROPEZÓN ES CAÍDA

 Todo salió mal y lo perseguían.
 Eran tipos jóvenes y fornidos, que podían seguir su ritmo de carrera.
 Por supuesto, ya se había desprendido en pleno escape, de la cartera de la dama, quedándose solo con celular y billetera; esta última, también fue descartada en la huida luego de extraer su contenido.
 Pensó que su error consistió en no tener una mirada más abarcativa.
 No consideró que la gente que rodeaba a su víctima, podía ser solidaria con la misma e iniciar su persecución.
 Como lo suyo no era andar armado, carecía de capacidad intimidante.
 Su único recurso para evitar que lo atraparan, dependía de la velocidad que le imprimía a sus piernas, que parecían pistones humanos generadores de largas zancadas.
 Pero a pesar de su calidad de velocista, reconocida en la casa tomada de Constitución, donde convivía con muchos connacionales dedicados a su menester, tuvo la percepción de que quienes lo corrían se le acercaban peligrosamente.
 Lo comprobó al darse vuelta y observar que más personas se sumaban al grupo de captura, a los gritos de ¡Chorro! y ¡Agarren al rocho!...
 El terraplén..., esa era la única posibilidad que le quedaba para evitar el éxito de sus acosadores.
 Si se deslizaba por el terraplén no creía que lo fueran a seguir.
 Nuevamente miró hacia atrás, sintiendo como una ráfaga de angustia.
 Eran muchos..., por otra parte, le pareció que sus miradas-demaciado cercanas-proyectaban un inquietante sentimiento de odio.
 Si bien era consciente de que todo salió mal, al enganchar su zapatilla Nike trucha en el reborde de una baldosa e irse de bruces contra el suelo, supo que lo que comenzó mal siempre podría llegar a ser peor.
 No tuvo oportunidad de ensayar un perdón, una súplica u otra clase de bardo.
 Las patadas eran violentas y a repetición, quizás excesivas, para punir el delito de hurto agravado que cometió.
 Venían de todos lados y no las podía parar.
 Sus dientes volaron como piedritas blancas, mientras le parecía sentir que sus costillas que se iban quebrando, emitían como un crujido siniestro.
 Lo peor era la cabeza: tenía sus manos inutilizadas para cubrirla.
 Interpretó con pavor, que el castigo que se hallaba recibiendo, era también en representación de los delincuentes mayores no hallados, protagonistas mas conspicuos que él de la inseguridad vigente, que a su vez, él integraba en su escalafón menor.
 Sabía que solo la fuerza pública, incapaz de detener el delito en todas sus variantes, podría al menos impedir su linchamiento.
 Pero así como no apareció para frustrar su latrocinio, tampoco se hizo presente cuando lo estaban matando.
 Al final, el dolor desaparecía y una música andina, puede que un huayno ancashino de su Chimbote natal, impregnaba su percepción mientras lamentaba morir atrozmente, lejos de su tierra, por un tropezón que fue caída y que parecía querer fundirlo entre una mezcla de sangre, moco, caca y orina, en ese suelo extraño.

                                                                            FIN



  
    
  

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