martes, 23 de noviembre de 2010

Soy un convencido...

de que el mundo está lleno de trampas cazabobos; peor aún, pueden cazar incluso a quienes son inteligentes y hacen un culto de la prudencia, pero cruzaron una mirada indebida y..., pisaron el palito. Nadie está exento de esto aunque viaje en automoviles blindados, imaginense en una formación del Roca...
Presento a vuestra estimada consideración la siguiente pieza de narrativa breve; a que libro pertenece,ya lo saben de sobra.

                                  LA MIRADA AVIESA

La mirada aviesa del vendedor de estampitas era evidente.
La siguió manteniendo cuando de a ratos se daba vuelta, mientras avanzaba por el vagón traqueteante.
El observado, sentado en uno de los asientos que daban al pasillo del coche, de inmediato reparó en su error:
Le había dado veinte centavos por la estampita de un santo borroneado por el manoseo, indeterminado ya desde el diseño gráfico.
El valor discrecional de la imagen debía ser de cincuenta centavos, supuso.
La mirada aviesa del otro le resultaba insoportable.
El vendedor del artículo sin precio fijo, era un tipo treinteañero, delgado pero fibroso, vestido con bermudas y musculosa, pródigo en tatuajes quizás carcelarios.
En otra época pudo haber sido obrero de la carne, estibador, operario siderúrgico, pensó el individuo observado, vestido de saco y corbata, con un portafolios flexible sobre sus piernas.
"¿Por que mierda me mira y me siento mal?", agregó a sus pensamientos.
El vendedor cerró la puerta corrediza del vagón y se acabaron las miradas aviesas.
El individuo trajeado decidió aplicar la lógica del mercado:
"Si lo que ofrece no posee un valor establecido, la demanda-que yo represento-fija ese valor.
Claro que ese sujeto, debe tener una idea de lo que valen las partículas mierdosas que ofrece...
Estoy pensando demaciado en este tema", reflexiona.
Se promete no aceptar en el futuro esta clase de productos y guarda en la billetera la estampita adquirida.
Comienza el malestar.
Siente una opresión anímica expresada como ansiedad: debe ubicar al vendedor, darle más dinero y disculparse.
El maldito hijo de puta me jodió, piensa.
Se incorpora, recorre todo el tren, pero es posible que el otro haya bajado en Avellaneda.
La cabeza le duele con punzadas cortas e inquietantes.
Desciende en la estación Yrigoyen, o sea, Barracas.
"¿Que me hizo?, cavila.
Rompe la estampita en varios pedazos que arroja a las vías.
Nunca padeció semejante dolor de cabeza.
Llegará tarde al trabajo.
Se sienta en un banco del andén, como embargado por un sentimiento de extravío. Suena el celular y no lo atiende.
Un tren traccionado que se dirige a La Plata, aminora la velocidad delante de él, pero sin detenerse.
Lo ve.
El tipo viaja colgado en los estribos de un vagón.
La mirada aviesa lo impacta como la energía de un rayo.
Corre, intenta subir, resbala y cae a las vías.
La formación que lo despedazó, frena su marcha a más de cien metros del cuerpo sin vida.
El vendedor de estampitas, sonríe veladamente tras sus dientes desparejos, viendo un portafolios despanzurrado, de donde asoma un libro de autoayuda entre folios diversos.
En Constitución, los altoparlantes anuncian la suspensión de los servicios por accidente en la estación Yrigoyen. Las puteadas de los presentes se convierten en masivas.

                                       FIN

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