lunes, 3 de junio de 2013

SOLO SE QUE NO SE NADA

 La frase atribuible a Socrates, pareció cruzar la mente de Antonio Ramón Safardi, quién solo la conocía de oídas o de sus lejanos estudios secundarios. El hombre, sin ser precisamente un filosofo, entendía que esa breve alocución se estaba convirtiendo en su síntesis vital.
 A los ochenta y dos años, profusamente entubado en la UTI del sanatorio de su obra social, próximo al óbito según presunción facultativa transmitida a sus familiares directos, era la única certidumbre adecuada a ese momento, que podía validar.
 Rodeado de enfermeras que cumplían sus tareas con distante profesionalismo, solo viendo el techo de la unidad de terapia intensiva, interpretaba la situación mucho más de lo que se suponía que podía interpretar.
 Entendía que había llevado una vida quizás anodina, en términos comparativos, basada laboralmente en clasificar correspondencia en el servicio de correos, con ascensos generados por el mérito de la antigüedad. Este trabajo nunca lo consideró vitalmente ponderable, solo un medio de burocrática tranquilidad que limaba los peligros de la ambición y su hija dilecta, la codicia.
 Sin duda, su colección de estampillas, la amable rutina de su único matrimonio, su hijo que vivía en Australia con sus nietos y su Ford Taunus del '80, desde su jubilación, lavado dos veces por semana con la delectación de bañar a una beldad, le otorgaban mayor entidad a los años vividos.
 De todos modos, Tony-así lo conocían sus allegados-conjeturaba que nada de lo que le concernía hasta el momento, le proporcionaba alguna plataforma sólida para el desplazamiento que estaba próximo a consumar.
 Ni siquiera el auxilio espiritual, que suponía que su discretamente devota mujer ya estaba requiriendo.
 En ese sentido, más consciente que lo que demostrarían las estimaciones clínicas, Tony entendía que no era lo mismo aceptar el tránsito a la muerte con la cabal asimilación a su sustancia, que ser arrebatado por la misma como por obra de un brutal tornado.
 No era una reflexión en torno al suicidio-para el que de todos modos se hallaba imposibilitado-sino referida a la índole de la disposición.
 Pensaba que la ocasión, sin duda, más trascendente de su vida-la que implicaba la eternidad-merecía de su parte cierto rigor en el comportamiento, aunque este sea solo mental, habida cuenta de su incapacidad motriz.
 En base a una síntesis casi postrer, con la comprensiòn de que quizás le quedaban solo minutos de vida, Tony se sintió rejuvenecer:
 Sus gastados pulmones se hinchaban con un aire nuevo, como cuando a los trece años observaba el firmamento y pensaba que en buena medida era suyo, así como el porvenir.
 A pesar de las sondas y los conductos que lo obturaban, sonrió, aunque el personal del servicio no lo detectara.
 Tony se propuso ingresar a esa terra incógnita de la muerte, con la avidez de conocimiento que quizás fue insuficiente en su vida; o en la vida de todos.
 Con una curiosidad trascendente, que prescindía de todas las nociones que le impartieron, todas las preguntas contestadas y las no respondidas. Ajeno a todos los afectos, enemistades, vanidades y frustraciones.
 Despojado de rencores y de amores..., pero renaciendo en la inmensidad intrasladable a los números: la eternidad.


 Otra vez en su casa de Haedo, dispuesto a disfrutar del cuidado que le prodigaban los suyos, incluso su hijo, que viajó desde Sidney a sabiendas de la gravedad de su cuadro, Tony estimó que había superado su estado crítico.
 Nuevamente esbozó una sonrisa, esta vez, sin el aditamento de la aparatología hospitalaria.
 Su mujer, solícita, le preguntó como se sentía.
 -Solo se que no se nada...
 Fue su respuesta, seguida de una estentórea carcajada, que fue acompañada por la que profirió su compañera de los últimos cincuenta y dos años.

                                                                 FIN







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