viernes, 14 de junio de 2013

EL BAR DEL "LOCO"

 El bar carecía de letrero identificatorio. Solo un pequeño cartel de ginebra Llave, desteñido por el sol y las inclemencias climáticas de más de tres cuartos de siglo, daba a entender que allí se expendían bebidas alcohólicas.
  De todos modos, a pocos les importaba: el promedio mensual de clientes no llegaba a sumar dos diarios, a pesar de abrir sus puertas todas las noches entre las veinte horas y la madrugada, de lunes a sábado.
 En ese pueblo de casas dispersas y más que reducida población, era conocido como el bar del "loco", apelativo referido al octogenario propietario del establecimiento, de nombre Marcos Fermín Gutiérrez, quién llegó al lugar dos décadas atrás para "poner en valor" un local que se hallaba semiderruido. El mote de "loco", se impuso por sobre el de "gallego" o "viejo".
 El hombre se empecinó en sacarlo adelante y tuvo su época de gloria en los '90, como sitio de reunión de trabajadores golondrinas paperos, que se juntaban luego de la dura jornada laboral a los fines de beber a discreción.
 Posiblemente, debido al carácter de estos clientes y al tenor de sus encuentros, resultó el ámbito de un par de homicidios en riña, lo que le generó cierta imagen pública desfavorable.
 Desde entonces, la declinación marcó al bar. Marcos fue patrón de una barra sin parroquianos acodados, con bebidas que se añejaban por falta de reposición; el silencio ante la ausencia de conversaciones en las mesas, solo era alterado por el sonido de una radio sintonizada en la FM de la ciudad mas cercana.
  Esta emisora no se captaba con claridad, debido a que el bar se hallaba casi en medio del campo, sin señal de telefonía celular ni conexión a Internet.
 Por otra parte, el local habilitado como almacén-despacho de bebidas, carecía de línea telefónica fija.
 Alguien le escucho decir a Marcos-una noche en la que se mostraba particularmente locuaz- que el suplía la tecnología de las comunicaciones mediante la telepatía, con el agregado de que la suya era una telepatía conductiva, con capacidad de teledirección de las voluntades que contactaba.
 El testigo de tal aseveración la consideró un delirio, que luego propagó por el pueblo entre risotadas.
 Un agregado más a la extravagancia que representaba el bar del "loco", aislado en la desmesura de la pampa, rodeado de mieses y pujanza agrícola.


 El primero en detectar los cambios en el bar, fue un alambrador de nombre Arturo González.
 El hombre, comentó en el pueblo que Marcos ahora disponía de dos ayudantes jóvenes, ambos de mirada perdida y dicción desconocida, dado que rehuían contestar y no se los escuchaba hablar entre ellos, así como tampoco con el patrón.
 Un par de peones rurales, estimulados por el relato de que el "loco" había contratado personal para no atender a nadie, decidieron concurrir, a los fines de alegrar su noche solitaria con el disparate del bar inmerso en la nada.
 Luego de dejar sus motos estacionadas afuera, se acodaron en el tosco mostrador pidiendo dos cervezas de litro, acompañadas por papas fritas y maní japonés.
 Marcos les sirvió lo pedido, mientras sus ayudantes se dedicaban a lavar vasos una y otra vez, así como a fregar indefinidamente un menaje que nunca se utilizaría.
 Los peones, únicos parroquianos y cómplices burlescos, comenzaron a reírse sin disimulo, ante el espectáculo de los lavacopas esmerándose por obtener que brillen, cacerolas vetustas y vasos opacados por la mala calidad del vidrio; incluso, hasta les resultaba gracioso el gusto rancio de los productos que consumían. También, que cuando intentaban conversar con el patrón, el mismo asentía someramente y de inmediato se retiraba como si estaría ocupado en importantes menesteres.
 Cuando ya iban por la quinta botella, uno de los muchachos se dirigió al baño para aliviarse de la cerveza ingerida.
 El servicio estaba afuera y consistía en una letrina cubierta por un techo de chapa. Para llegar al sitio, debía atravesarse un pasillo lindero con los aposentos del patrón.
 En ese momento, el peón vio a Marcos sentado en una deteriorada mecedora: el "loco" lo miraba fijamente.

 Cuando el otro peón se dirigió al baño, sorprendido por la prolongada ausencia del que fue con anterioridad, observó a Marcos Gutiérrez mirándolo fijo, mientras se hamacaba suavemente.
 En unos pocos segundos, se unió a su compañero, quien se encontraba sentado ante una pequeña mesa de madera con un bolígrafo en la diestra. No quería estar allí, pero sentía que no podía negarse a firmar los papeles que tenía ante sí; era como si una voluntad externa le proporcionara una lapicera y dirigiera su mano.

 Los peones eran oriundos, uno de Margarita-Pcia. de Santa Fe y el otro de Oberá-Misiones; no tenían amigos ni arraigo en el pueblo. La estadía de los jóvenes estaba determinada por el tiempo que durara la cosecha.
 A pesar de ello, Arturo González los conocía por coincidir en el mismo lugar de trabajo y haber compartido  charla y mate en los descansos. También, por cuestiones de simpatía circunstancial, les había prestado cien pesos.
 Quizás esta módica deuda hizo que reparara en la ausencia de ambos jornaleros, cuya inasistencia laboral no le llamó la atención a sus empleadores, acostumbrados a que en esa actividad informal los trabajadores desaparecieran de un día para el otro, aún sin cobrar sus haberes.
 El alambrador, a sabiendas de que los susodichos habían ido al bar del "loco" hacía un par de noches, decidió visitar el almacén-despacho de bebidas, con el objeto de seguirles el rastro por la deuda impaga; si bien la suma no era importante, Arturo no era un individuo proclive a que lo defraudaran en su buena fe.
 Al llegar al bar en su viejo Renault 9, reparó en las motos de los peones, estacionadas frente a la puerta del bar.
 Dentro del local, los vio a los dos repasando copas, junto a los jóvenes que había visto anteriormente.
 Le pidió un fernet con cola al patrón, mientras le preguntaba a los peones que hacían allí.
 Ante la falta de respuesta de los actuales lavacopas, se puso violento y les exigió los cien pesos que le adeudaban.
 Los interpelados, prosiguieron con sus tareas repetitivas sin contestarle.
 Cuando estaba por pegarles, intervino Marcos.
 -¿Cuanto te deben?..., le preguntó, como si asumiera como propio todo asunto concerniente a sus nuevos empleados.
 -Cien..., fue la respuesta.
 El patrón extrajo de un bolsillo de su arrugado pantalón un grueso fajo de billetes.
 -Toma..., le dijo a González, mientras le extendía uno de cien con la imagen de Evita.
 Arturo pudo ver que los pesos se mezclaban con euros y dólares de alta denominación, en llamativa profusión.
 Tomó el billete ofrecido y le preguntó al patrón que hacían los cosechadores tras el mostrador.
 -Están contratados. Dejaron el trabajo en la cosecha para ser empleados en el bar como mozos de barra.
 -¿Por que no hablan?..., le preguntó el colocador de alambrados, percibiendo cierto malestar, como si se hallara en un espacio enrarecido.
 -Por que este bar exige por contrato el silencio de su personal.
 Incluso yo mismo,  como patrón, hablo lo mínimo indispensable. Para escuchar voces está la radio.
 Este bar es ideal para que hables con vos mismo, ya sea mentalmente, en voz baja o si querés, a viva voz.
 Arturo González sintió miedo y ganas de retirarse lo antes posible, pero le hizo a Marcos, lo que consideró la pregunta del millón:
 -¿Porqué pagás cuatro sueldos si tenés más empleados que clientes?...
 La respuesta le resultó de difícil asimilación:
 -Porque necesito que todo esté inmaculado para recibir a un cliente especial.
 Por otras parte...¿Porqué no le envías dinero a tu mujer y a tu hijo que están en Resistencia?...
 No lo haces desde que te enteraste que el padre es tu vecino, pero la criatura lleva tu apellido...
 Arturo González se retiró de inmediato, después de abonar su consumición.
 Puso en marcha su viejo vehículo, con la plena convicción de que el "loco" podía perforar las mentes y sorber información. Más aún, convertir a las personas en algo que no lograba discernir.
 Suponía que había adquirido esta capacidad inconcebible, recientemente, dado que en los años que llevaba en el pueblo, solo había oído hablar de la soledad del bar.


Los cuatro ayudantes de Marcos habitaban un pequeño galpón, precariamente acondicionado con camas cuchetas y un baño a terminar. Justamente, de la conclusión de la obra se encargaban los dos peones durante la mañana y la tarde, antes de que abriera el bar, guiados por Marcos quién no les dirigía palabra alguna.
 Los dos empleados más antiguos también se dedicaban a tareas de albañilería, en su caso, vinculadas a la refacción del local bajo la supervisión de Marcos, quién les impartía instrucciones sin necesidad de hablar.
 En pocos días, la vieja edificación había adquirido otro aspecto; hasta su frente, fue prolijamente blanqueado.
 Las motos de los peones ya no estaban a la vista, cuando una Trafic pintada de blanco estacionó frente a la puerta del bar.
 Del vehículo, descendieron dos hombres vestidos de discreto sport, quedando un tercero al volante, envuelto por la densa oscuridad nocturna de ese medio rural.
 Marcos le dio la mano a uno de los que ingresaron al bar, quién le respondió el saludo. Se trataba de un individuo cincuentón, entrado en carnes, que hablaba con cierto acento del interior.
 Le dijo con tono muy formal:
 -Don Gutiérrez, le presento a Mr. Scofdoor, el representante de la nueva firma británica Dredgemines Inc., que es quién contratará a los cuatro desactivadores que Vd. ha capacitado.
 La respuesta de Marcos fue directa, con el tono rotundo que caracterizaba sus réplicas:
 -Ya le dije, Sr. Paiva, que lo mio no es capacitarlos sino predisponerlos.
 Ahora ya están listos para la capacitación específica que Vds. consideren adecuado impartirles. Por supuesto, dentro de las tareas básicas que pueden realizar por su bajo nivel educativo.
 -De acuerdo, Don Gutierrez, esto quiere decir que Vd. ya no tiene nada que ver...¿Verdad?...
 -Correcto, Sr. Paiva, en la empresa los deben instruir igual que a los trabajadores de Zimbabue que se emplean actualmente. Lo que es primordial, es que siempre estén aislados de los demás, aunque recuperarán el habla. Cierto que la voz va a resultar algo artificial, como robótica; a su vez, solo podrán exponer cuestiones prácticas, nunca referirse a sus sentimientos, porque los mismos se hallan en estado de atrofia.
 En cuanto a hablar por teléfono con sus familiares desde el sitio donde están en operaciones de desminado, no hay problema, pueden hacerlo siempre que alguien a su lado les diga lo que deben decir.
 Paiva traducía escrupulosamente las palabras de Marcos al inglés, para conocimiento del representante de Dredgemines Inc., quién asentía con entusiasmo.
 -Respecto a la comida, aseo personal,horas de sueño..., todo normal, pero lo ideal es que no tengan feriados, dado que el ocio está contraindicado para los seres que son actualmente. Pueden desarrollar apetencias sexuales imprevisibles.
 Dicho de otro modo:
 Trabajar hasta extenuarse, necesidades fisiológicas, aseo, alimentación y sueño; por supuesto, capacitación específica. Resultan óptimos para su empleo en tareas extremadamente peligrosas, como las que desempeña Dredgemines Inc., dado que de perder sus miembros en la faena  no registrarían ningún impacto emotivo. Podrían considerarse como descartables, pero dado su costo, les conviene cuidarlos.
 -Correcto, Sr. Gutierrez, acá tiene la suma pactada.
 El hombre que oficiaba de traductor de Mr.Scofdoor, le entregó un grueso fajo de billetes de cien dólares, que Marcos contó escrupulosamente.
 -Esta bien, Sr. Paiva; es la suma convenida.
 Puede llevarse a los cuatro con sus documentos.
 -Perfecto, concluimos el trato y si esto resulta, necesitaremos más de estos individuos, que podríamos denominar operarios des-asalariados.
 Gutierrez pensó que el otro inventó un neologismo-o un eufemismo-para referirse a los tipos que les entregaba: nunca se les pagaría salario y por lo tanto la empresa, podría ofrecer sus servicios a precios imposibles de igualar por la competencia; amén de otras ventajas, tales como ausencia de huelgas, contestaciones inadecuadas, juicios laborales. Tal como mencionaba el Premio Nobel de Economía Robert Fogel, la esclavitud demostró ser una institución sumamente eficiente.
 -De los pasaportes nos encargamos nosotros, por lo que no creo que quede nada por aclarar, pero, seré curioso, Sr. Gutiérrez...
 Aunque Vd. les imparte indicaciones de modo no detectable, también puede ser en forma verbal. De hecho, así lo haremos nosotros; nos los entrega configurados para eso, entonces...¿Porque el mutismo entre Vds.?...
 El octogenario interpelado, tardó un poco en responder. Lo hizo como dándole a entender a Paiva que no hiciera más preguntas.
 -Porque así son las cosas.
 Las cosas, consideró mentalmente Marcos, son que como buenos esclavos, se quejaban de las prácticas a las que lo sometía él, bufarrón veterano en el mayor sigilo, ajeno a toda habladuría del pueblo; el mismo que concernía a sus lecturas, desordenadas pero no carentes de rigor, así como a una lejana formación académica en Salamanca que quedó trunca por avatares del destino. Por otra parte, de estos cuatro ya estaba harto.
 Estrechó la diestras de Paiva y Scofdoor; respecto a los sujetos acondicionados, ni siquiera se despidió mediante ingreso a sus mentes.
 Ya solo en el bar desierto, pensó que siempre algunos inadvertidos podrían llegar al lugar. Él sabía quienes le convenían y a su vez, eran de su gusto, que asumía como ya algo desfiguradamente senil.
 Reflexionó en que quizás podría abastecer el mercado de los jihadistas y ganar mucho más, aunque era posible que a esos tipos les bastaran sus propios suicidas. De todos modos, reconoció que aún le quedaban algunos escrúpulos, si bien era cierto que desde la Guerra Civil Española-la vivió a partir de los seis años-odiaba tan profundamente a la humanidad que no hacía distinción de banderías.


                                                                           FIN









 





















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