viernes, 24 de mayo de 2013

LOS SOMBREROS, MUCHACHOS...

 Sonaban tangos que inflamaban la carne y el espíritu.
 Una música que congestionaba las pasiones y las convertía en danza.
 Un baile recio, de macho y hembra entrelazados en un connubio de oscuras sugerencias..., o resplandecientes, en ese país de muchos hombres solos que proyectaban posibles alegrías domesticas, bajo el sol de una república cargada de pujanza.
 Pero...¿Quién se atrevía a imaginarlo con las bailarinas rentadas, propiedad de los más guapos?...
 Él.
 Él se atrevió a pensar lo contrario a lo vivido por la planchadora Berthe, su madre, seducida y abandonada por un chulo de la lejana Toulouse, su desconocido progenitor.
 Quizás fue esa imagen la que impulsó los cien kilos de su cuerpo a la contienda, a arrebatarle a los rufianes otra francesita, de nombre Jeanette, esta vez, la flor de lis crucificada en la Cruz del Sur.
 El hombre, vestido con las galas de 1915, se impuso en la pelea franca:
 Alboroto en el Palais de Glace.
 Pero a la salida, el plomo artero. La aleación de los cobardes perforó el físico de un valiente que se enfrentó a las trompadas.
 De todos modos, con un proyectil alojado en un pulmón, sobrevivió.
 Se impuso a la herida, al rencor y al sobrepeso de esos años de jilguero.
 No pasó mucho tiempo y se convirtió en zorzal.
 La fama y el dinero los apreció en su justa medida..., pero abandonó la pendencia por causas perdidas y  estableció una sonrisa como bandera vital, porteña y argentina.
 Instaló una imagen que no le permitía transgresiones.
 Puede que haya comprobado la precisa disposición de la gomina, en su cabellera morocha, cuando ese fuego inentendible lo consumió en una hoguera en el Medellín tan ajeno a Buenos Aires, que pudo más que una bala disparada a matar, veinte años antes.

                                                                       FIN

                                                                   








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