sábado, 29 de septiembre de 2012

RONCESVALLES

 El hombre, cubierto por una ligera saya blanca, miró a los demás con cierta serena ferocidad.
 Los otros lo conocían, sabían todo sobre su laya.
 Líder de toscos pastores pirenaicos, el cabrero vascón dejó su áspero cayado a un lado, para amplificar con gestos las apreciaciones que verbalizaba en esa lengua extraña, incomprensible para los ajenos.
 Le aseguró la victoria a su gente, a pesar de la descomunal inferioridad numérica que los afectaba.
 Les dijo que debían golpear la retaguardia de los destructores de Pamplona, produciendo montículos de cadáveres que quedarían en el sitio de la matanza, para horror y ejemplo de los sobrevivientes, de haberlos.
 De inmediato, ellos se convertirían en sombras fugitivas.
 En desconocidos beligerantes fundidos en la bruma de la alta montaña. Al carecer de rostro la devastación que propinarían, no podría llegar la venganza carolingia.
 Lo extraordinario que agregó el hombre en quién confiaban, era que no combatirían.
 El triunfo en la batalla se obtendría de modo remoto, sin que una mano sujete una espada en acción de ataque, sin un golpe de maza, sin protegerse con el escudo..., sin una sola baja en la propia fuerza.
 Todos los hombres miraron a ese jefe natural, quizás suponiendo que podía apelar a la magia, que algunos siglos de cristianismo no habían tornado en desdeñable.
 Pero no sería ese el método.
 Siguiendo las instrucciones de quién detentaba el conocimiento, establecerían una estructura geológica capaz de desplazarse, que mediante circuitos entre premeditados y aleatorios, haría sucumbir a la más poderosa tropa de la cristiandad, en ese año 778.
 Una cristiandad aún ambigua, donde las deidades ancestrales abolidas, todavía dejaban su rastro en los bosques y en las mentes.
 El hombre que asumía la autoridad de esos pocos vascones, les anunció que luego de la batalla...
 ¿Cual batalla?..., se preguntaban íntimamente los vascones.
 Luego de la batalla conocerán que fue en calidad de escarmiento..., prosiguió el jefe, para que nunca más el imperio de Carlomagno se atreva a hollar Hispania

 Iñigo, ese era el nombre del rustico caudillo, generó ese 17 de agosto un poderoso alud de rocas que sepultó a los mejores guerreros del regnum francorum, los más valientes, quienes murieron o quedaron malheridos sin poder hacer gala de ese atributo.
 La guerra del futuro, donde los enemigos no poseen faz visible y su destrucción es masiva, ese día tuvo su acción inicial proyectada al devenir bélico.
 Ni la calidad de Roldán, sobrino del magno monarca, ni el senescal Eguardo, el de la estocada furiosa, ni el arrojo de los doce paladines de Francia, pudieron con la frontalidad de su coraje vencer a la astucia, en connubio con la flagrante cobardía de no exponer el cuerpo en la contienda.
 De a miles, quedaron en el desfiladero estrecho los campeones de Carlomagno, para posterior festín de las aves rapiñeras.
 Iñigo demostró que la inteligencia aplicada, suple la desventaja numérica y de equipamiento, siempre que se transgredan las convenciones morales vigentes en lo concerniente a lo militar.
 Dimos inicio a la versión más devastadora de la guerra asimétrica..., le dijo a sus escasos hombres, que no comprendían los conceptos de su comandante, aunque respetaban las decisiones que adoptaba.
 Desde lo alto, los vascones observaban el resultado de la matanza, siendo protagonistas del hito que marcaría la guerra del porvenir, en la que tantas veces la muerte vendría desde lo alto sin que se pudiera ver al atacante. De todos modos, faltaría un milenio y varios siglos, para que sea de práctica en la actividad bélica no ver los ojos del enemigo, salvo en raras excepciones.

                                                                               FIN



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