martes, 11 de enero de 2011

En la antigüedad, actividades que hoy podrían ser consideradas anodinas...

conllevaban riesgos fatales. Por que se elegían a pesar de ello, es un misterio, pero recordemos que los antiguos tenían pocas posibilidades de elegir. Quizás se optaba por ser mensajero ante la alternativa del hambre; o porque de niño alguien cercano al poder lo consideró veloz para correr. Podría ser la combinación de prestigio y adrenalina: evoquemos al soldado que generó con su carrera la denominación maratón.
Pero el mayor peligro, no estaba en ser mensajero, sino en transmitir malas noticias...
Tratemos de situarnos en esa mentalidad, para abordar la lectura de la siguiente pieza de narrativa breve, que integra el libro que titula este blog. Adelante.

                                                                  SER MENSAJERO

El cansancio, se evidencia en sus músculos tensos.
Sabe que está corriendo más de lo que debería, de lo que le conviene a su integridad física.
Pero el comandante fue preciso:
"El Rey debe saber lo antes posible que estamos siendo derrotados, para que establezca el plan de defensa de la ciudad con la mayor prontitud.
Nosotros trataremos de prolongar la batalla, aunque esto signifique nuestro fin. Tu carrera debe ser la más veloz para que se salve nuestra ciudad..."
El sabía que los soldados que estaban combatiendo, morirían en su mayor parte o quedarían con heridas atroces, mientras que los pocos sobrevivientes remarían en las naves enemigas hasta reventar.
La ciudad se salvaría si llegara a tiempo..., pero él ya estaba condenado.
El Rey, al recibir la noticia aciaga, lo haría ejecutar.
Matar al mensajero, era en estos casos, una potestad del soberano que difícilmente dejara de ejercer.
De tener suerte moriría mediante una decapitación esmerada, pero sería supliciado, si al Rey lo embargaba el terror ante lo que podría sucederle si la ciudad era invadida.
Dependía del humor del monarca.

Tomó una senda lateral: desertaría.
Más vale fugitivo vivo que mensajero muerto.
Trataría de esconderse de día, robar de noche y así alimentarse, aunque necesite matar para sobrevivir.
De este modo, se alejaría del teatro de operaciones el soldado más veloz del ejército del Rey, el elegido como mensajero.
Mediante sus fechorías podría obtener armas, dado que iba desarmado para aumentar su velocidad en la carrera, llegar a algún puerto y embarcarse como marinero.
Confiaba en que con su rapidez y su astucia, torcería el destino fatal que parecían haberle asignado los dioses.

Aparecieron entre la espesura que bordeaba la senda.
Eran seis hombres armados con arcos y espadas cortas, que exhibían las usuales insignias del enemigo.
Dio vuelta y echó a correr por donde había venido, pero cayó acribillado por media docena de flechas disparadas con precisión.
Quizás llegó a pensar con alivio, que la muerte iba a ser rápida, como sus piernas.
El jefe del pelotón enemigo, cercenó la cabeza del cadáver y la guardó en un saco de tela.
Se dirigió a su lugarteniente.
-Que extraño que lo encontramos aquí.
La idea era salirle al paso en el camino que conduce a la ciudad, no en el desvío.
Regresaremos con la cabeza del mensajero, nuestro comandante nos recompensará y podrá tomar la ciudad por sorpresa.
Su rey, confiado en que llegará la noticia de la victoria cuando sus tropas culminen las acciones de limpieza luego del triunfo, no adoptará las medidas de protección adecuadas.

Encadenados, sucios y malolientes, los que abatieron al mensajero aciago nunca entendieron como los otros pudieron dar vuelta la batalla.
Tuvieron un estremecimiento de horror al divisar las grandes calderas, donde les dijeron que serían hervidos por haber matado al soldado más veloz del rey, quien avisado del triunfo de sus fuerzas luego del giro favorable que tomó la batalla, ordenó que la cabeza recuperada del primer mensajero, sea convertida en reliquia heroica.
Aunque si hubiera cumplido con la misión ordenada, ese mismo rey la hubiera enviado de un puntapié al mar.
Todos los sentenciados, sabían que los designios de los dioses y las comunicaciones entre los hombres, se engarzaban en un entramado siniestro. Ellos mismos, de haberse enterado que la batalla estaba cambiando su resultado, podrían haber desertado y embarcarse como marineros en vez de convertirse en salchichas humanas.
Pero solo los dioses acceden a las informaciones a tiempo, sin depender de los músculos que las trasladan; por eso, hacen lo que quieren con nosotros, pobres mortales.

                                                                 FIN

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