miércoles, 27 de febrero de 2013

TRINIDADES OCULTAS

 -Porca madona, porca miseria y el innombrable es mi trinidad...
 Como una monserga declamada con fruición, el viejo mendigo repetía el latiguillo indescifrable.
 Sus compañeros de ranchada no le prestaban atención, así como estaban, abocados a dar cuenta del contenido de un par de tetras de tinto, acompañándolos con el fainá frío que hallaron entre los residuos de la pizzería de la vuelta.
 Por otra parte, estaban acostumbrados a esa especie de letanía, que prácticamente eran las únicas palabras que pronunciaba el viejo.
 Ya ni gracia les causaba la locura del anciano; si lo soportaban, era porque se trataba de un pordiosero eficiente que arrimaba algún dinero a la ranchada, la que a su vez le retribuía dándole lo peor del sustento hallado. Pero también le proporcionaba un núcleo de pertenencia; un cobijo indigente y peligroso, pero soporte humano al fin.
 Cuando se incorporó al conjunto un nuevo individuo en situación de calle, la habitualidad de los menesterosos reunidos en ese grupo cambió significativamente. Se trataba de un tipo violento, que se agregó  como de prepo, sin integrarse a la mecánica de recolección y usufructuando la actividad de los otros.
 Las veces que se gestó una entente entre los demás, para darle una paliza colectiva y expulsarlo, el sujeto parecía percatarse y se aparecía con vino y comida en cantidad; incluso, cierta vez acercó a la ranchada varias planchas de hamburguesas de McDonald's, todavía calentitas.
 Mientras los demás celebraban el banquete de la indigencia, el tipo-cuyo rostro se hallaba atravesado por una fea cicatriz-se dedicó a hostigar al viejo de la letanía, tal como ocurría desde que se acercó a ese más que precario campamento, a la vera de la 9 de Julio, bajo la autopista.
 -¿Quién es el innombrable?...
 Era la pregunta que le repetía con insistencia al anciano, como con malsana intensión.
 La vez que uno de los otros le dijo que se deje de joder al viejo, le respondió con un par de sopapos bien aplicados.
 Desde ese momento, nadie intervino cuando se dedicaba a molestarlo, además, a ninguno de los otros le interesaban demasiado las manías de ambos.
 Pero cuando el tipo comenzó a pegarle al viejo para que nombrara al innombrable, a los demás ya les resultó excesivo.
 Debido al temor que el sujeto había logrado provocarles, decidieron retirarse, antes que defender al geronte con imprevisibles consecuencias.
 Sin testigos presenciales, el mendigo de la cicatriz incrementó su presión sobre el viejo:
 Le aplicó tormento.
 Sujetándolo por la nuca, sumergía su cabeza en un tacho con agua nauseabunda, cuidando que su víctima no se escapara hacia la muerte.
 Por esta razón, de a ratos interrumpía el suplicio, sin dejar de preguntarle:
 -¿Quién es el innombrable?...
 El viejo, semiahogado y respirando con dificultad, parecía no poder soportar mucho más el tratamiento, pero pudo gesticular pidiendo papel y lápiz.
 Su torturador, le acercó un trozo de papel de diario, señalándole el margen en blanco para que escriba el nombre vedado.
 Buscando y rebuscando, pudo hallar entre la basura circundante, un bolígrafo con un mínimo nivel de tinta.
 Se lo entrego al supliciado.
 -Escribilo..., le dijo mientras lo tenía aferrado por una oreja, como próximo a arrancársela.
 Casi sin fuerzas, el viejo escribió el nombre requerido.
 El otro, le quitó de las manos el sucio trozo de papel con brusquedad.
 Comenzó a leer en voz alta, con dificultad, deletreando lo escrito como lo haría un semianalfabeto.
 -A-za-thot...,di-os he-dion-do...
 Pronunciado el último término, a miles de kilómetros de distancia, la ciudad de Roma se vio inmersa en una descomunal tormenta de agua y viento. Un rayo-que fue fotografiado y filmado-impactó la cúpula de San Pedro, en el Vaticano, el día que el papa anunció su renuncia como Sumo Pontífice.
 En ese momento, el mendigo de la cicatriz comprendió-a pesar de que no detectó nada con su vista-la inconveniencia de haber forzado al viejo a escribir la denominación prohibida. Maldijo sus ansias de saber lo que no correspondía.
 Sutilmente, soportando los apremios, el anciano lo condujo a que él pronunciara lo indebido; lo convirtiera en voz.
 La voz que ahora sentía perdida, mientras una parálisis comenzaba a invalidar su motricidad.

 Con espanto, observó como el anciano mendicante juntaba maderas a su lado, armando una especie de pira que lo iba circundando.
 Sentía que no se podía mover, tampoco suplicar. Con los ojos desorbitados, veía que el viejo seguía apilando cajones alrededor suyo.
 Sin poder manifestar su desesperación, contempló el bidón que aferraba con sus manos sarmentosas: olía a alcohol de quemar.
 Cuando vio al viejo manipular una cajita de fósforos, comprobó con horror que no podía bajar sus párpados.

                                                                        FIN







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