jueves, 21 de junio de 2012

INDIO COMANCHE

 Su mujer fue la primera en entrar. Como caballero que se consideraba, le cedía el paso a pesar de tantas décadas de matrimonio; luego ingresó él.
 El pasillo común del ph suburbano-al fondo, estaba la unidad en la que ellos vivían-se mostraba penumbroso, lo que no era inusual.
 Se hallaba próximo a comentar algo al respécto, cuando sin darle tiempo a cerrar la puerta de calle, un sujeto lo empujo contra la pared lateral y le arrebató la cartera a su esposa.
 Como en un reflejo de veloz respuesta, aferró el brazo izquierdo del individuo que ya se retiraba y cerró la puerta de una patada, mientras su mujer se hallaba como inmovilizada por la sorpresa.
 El tipo era robusto; un treintañero al que él más que doblaba en edad.
 Parecía disfrutar por su superioridad física y el vigor de su juventud.
 Le dijo, cruelmente divertido y amenazante:
 -¿Y ahora que vas a hacer?..., en un tono de brutalidad verbalizada, similar al que el marido de la víctima escuchaba en los programas de Policías en Acción.
 Pero la situación en la que se hallaban, no se desarrollaba en la pantalla del televisor mientras ellos cenaban pollo al horno con papas, acompañado por un tinto de razonable calidad; les sucedía a ellos, no a los demás.
 Obró como impulsado por un inconcebible automatismo, que superó toda prudencia e instinto de conservación.
 Los dedos índice y corazón de su diestra, se incrustaron en los ojos del ladrón como venablos lacerantes, hundiendo los globos oculares, que parecieron estallar.
 El asaltante emitió un alarido estridente, llevándose las manos a lo que habían sido sus ojos mientras soltaba la cartera.
 El hombre que opuso resistencia al robo de la cartera de su mujer, percibió un sentimiento de triunfo guerrero, como arquetípico, atávico, de oscura justicia-extra judicial-al haber invalidado la amenaza.
 No pensó-en fracción de segundo-en la venganza de la familia del delincuente cegado, en los alcances legales de su accionar, en el exceso en la legítima defensa y otras cuestiones jurídicas, ajenas a su condición de flamante jubilado mercantil.
 Ni siquiera consideró llamar a la policía, aunque su mujer comenzaba a  gritar pidiendo auxilio.
 Abrió la puerta y arrastró al arrebatador que no se sacaba las manos del rostro, sujetándolo de la sucia melena y arrojándolo sobre la vereda.
 El tipo, profería agudos chillidos de dolor e impotencia, matizados con insultos soeces. Era como si la reacción al despojo, por parte del marido de la víctima, hubiera sido impropia, deleznable, por haber invertido los roles de poder presentes en la situación.
 Para el jubilado de comercio, fue demasiado.
 Con una fuerza que desconocía y aprovechando los cabellos largos del que ya estaba a su arbitrio-que le jugaron en su contra-lo desplazó con violencia al centro de la calzada, mientras se acercaba un auto que no alcanzó a frenar. El impacto hizo que cayera sobre el capot del vehículo, con un resultado probablemente fatal.
 Ya se escuchaban sirenas policiales, cuando recordó al Indio Comanche y sus piquetes de ojos en el primer Titanes en el Ring.
 Consideró que en esa época casi prístina de su vida, todo parecía simple, sin consecuencias trágicas. Seguramente, el Indio Comanche y Karadagian, después de pelear se iban a tomar un café juntos.
 Escuchó que un policía le decía a otro, que el muerto estaba desarmado.
 Su mujer lloraba, mientras los uniformados se acercaban para invitarlo a que los acompañara.
 Añoró su infancia, o mejor dicho, el inicio de su pubertad, que pareció retornar como en un espasmo que se corporizaba en el piquete de ojos del Indio Comanche.
 Cuando lo subieron al patrullero y un efectivo le dijo: Vd. está en problemas..., pensó cuanto mejor hubiera sido aplicar sobre el maleante, los dedos magnéticos, el otro recurso infalible del Indio Comanche.

                                                                 FIN









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