jueves, 10 de noviembre de 2011

Ávidas lectoras y lectores, desciendan sus miradas...

                                                                    UN HUECO QUE REFULGE

 El hombre llegaba al final de su largo viaje, con evidente fatiga.
 No pudo dormir durante la noche, sintió frió a pesar del abrigo de la manta y su inquietud hizo el resto.
 Exhibía un semblante abotagado, ornado por oscuras ojeras que contrastaban con la palidez de su piel.
 Al pisar el andén, trató de mejorar el aspecto de su vestimenta con algunos golpecitos como para plancharla, en un intento por recuperar el empaque que mostraba al salir.
 Se ajustó el cuello duro, al que el roce de la barba aún sin afeitar, opacaba el albor que presentaba al inicio de la travesía.
 Como individuo atildado que era, se atuzó el profuso bigote, algo caído por no haber usado la bigotera nocturna y se requintó el sombrero, ladeándolo con elegancia.
 Su equipaje, era una pequeña valija de cuero marrón que siempre estuvo al alcance de su mano y una manta, adosada a la misma mediante un correaje.
 Aferrándola con la diestra, avanzó sin contestar los requerimientos de changarines, niños que voceaban diarios, vendedores ambulantes con bandola, muchachos que ofrecían alojamiento y otros servicios; todo proferido a viva voz, en una cacofonía donde el castellano adoptaba diferentes tonadas, incluso, se confundía con el cocoliche de los inmigrantes italianos.
 Pensó que esto era lógico, dado que la mitad de la población de Buenos Aires era extranjera.
 Los pocos años que pasó fuera de la ciudad ya le deparaban sorpresas: la Estación Constitución contaba con nuevas plataformas, numeradas 8 y 9.
 Al lado de la Nº 1, numerosos carruajes aguardaban a pasajeros recién arribados, ansiosos por llegar a sus destinos.
 Pudo ver dos automóviles taxímetros, detenidos con el motor en marcha; generaban tanto estrépito como las locomotoras.
 En el grandioso hall central, la gente se desplazaba presurosa, confundiéndose los que llegaban y los que iban a abordar formaciones tanto de los servicios generales como de los suburbanos, todos inmersos en la gelidez de esa mañana destemplada, que comenzaba a despuntar.
 Cada uno portando su propia inmediatez...,o sea, la suma de una historia personal -reflexionaba mientras se hallaba próximo a salir de la estación- conjugada con un futuro que cada segundo  convertía en presente, para de inmediato transmutarlo en pasado...
 Pero para él, todo tenía otro cariz: el de una misión encomendada y asumida.
 Lo suyo, era abarcativo de un modo que nadie podría suponer: los incluía a todos ellos, aunque no lo supieran.
 El malestar, se instaló en su espíritu al trasponer el umbral que daba a la calle Brasil.
 No la vio. La demolieron.
 No llegó a tiempo.
 La información recibida en Bahía Blanca, fue imprecisa en cuanto a la fecha.
 Absorto ante lo infausto, casi es derribado por el cadenero de una chata de Francisco Viacaba cargada de bolsas, de esas que vienen del puerto. El carrero lo miró con desprecio, el cigarrillo colgando de sus labios, quizás pensaba en la idiotez de ese pisaverde distraido.
 Como en un pantallazo mental, recordó que esos carros solían utilizar la Avenida Belgrano para su trayecto.
 Era curioso, reflexionaba, mientras esquivaba a un tranvía y luego a un camión con ruedas de madera repleto de baúles posiblemente de inmigrantes, como las cuestiones nimias se mezclan con la preocupación trascendente.
 Quizás era propio de la naturaleza humana tamizar con lo prosaico lo más elevado, para atenuar el concepto de infinito en la mente.
 ¿Sino como asimilar ideas de eternidad y sumisión superior?...
 O condena de proyección inconcebible...
 Ese, ahora era su caso.
 No rescató a tiempo el secreto de la Gran Rocalla, escondido en el hueco que refulge.
 Aquello que transmitió el Ingeniero Courtois en 1887, disimulado entre el hierro y el cemento de la gruta considerada un adefesio por la población.
 ¿Torcuato de Alvear, primer intendente, lo sabía?...
 No estaba seguro.
 La gruta, ya comenzó a derrumbarse al primer año de construida. La ruina del castillo en ruinas que construyó Courtois, junto a un lago artificial en medio del vacío, dado que eso era la plaza en el siglo anterior.
 Individuos de mala catadura, lo miraban dirigirse hacia los escombros de los escombros, donde hasta hacía muy poco aún estaban en pie los restos de lo que fue edificado como un castillo derruido.
 Siempre la destrucción, esa clave.
 Hablaba en voz baja, como para sí, mientras el paisaje se convertía en un cenagal hediondo, donde iban a comenzar los trabajos del subterráneo de la Anglo-Argentina.
 Un par de vigilantes a caballo que circulaban por el lugar, lo observaban perplejos.
 Estimaba que su aspecto de caballero, de bombín y abrigo con esclavina, no era coherente con caminar por un barrial que enlodaba sus botines.
 Ya ni gatos había..., estos habían sido los habitantes de la ruina de la gruta, los últimos veintitantos años, alimentados por las buenas señoras del barrio.
 Pero también había visitantes nocturnos subrepticios, él fue uno de ellos, que franqueaban el vallado y accedían peligrosamente a la zona más oculta de la mole ruinosa, donde se hallaba el hueco que refulge,conocido por unos pocos.
 Al contacto con su luz fría, él se sometió varias veces durante la última década, siempre por mandato de los que le encargaron velar por su secreto y preservar su índole inefable.
 No estuvo a la altura de su misión. Llegó tarde.
 Se distrajo en Bahía Blanca y subestimó cierta información telegráfica, esto generó la catástrofe: una cuestión de tiempo.
 Los restos de la Gran Rocalla fueron demolidos con dinamita, por lo que dudaba en poder reconocer donde se hallaba el hueco que refulge.
 Cuando llegó a lo que ya era un extenso túmulo de escombros desperdigados, los policías montados decidieron acercarse.
  Encaramado entre los restos, sabía que le sería imposible hallar aquello que debía preservar.
 Hurgó febrilmente con sus manos hasta destrozarse las cuidadas uñas y estropear su ropa; la valija quedó olvidada como un despojo en el lodazal.
 _¿Qué busca?...
 Le preguntó uno de los chanfles, con tono rudo.
 -El hueco que refulge...
 Lo enunció sin ánimo ni enjundia; todo estaba perdido y la locura era apta para mantener el hermetismo sobre aquello.
 -Se desayunó con ginebra el hombre...
 Dijo el otro policía, entre risotadas contestadas por su compañero, hasta que vieron como el cajetilla ya de aspecto astroso, se postraba y comenzaba a recitar una letanía, algo así como...
                                                Mimmio, athesa,eoio...
intercalado con frases tales como gases tóxicos, muerte en escala industrial, trincheras hediondas; bayonetas que horadan la carne, cieno y porquería, vehículos blindados,aerostatos, bombardeos aéreos, una guerra nunca vista...
 Todo acompañado por espumarajos, toses, flemas...
 -No está mamado -dijo el que llevaba jinetas de cabo- está loco.
 Uno se quedó en custodia, mientras el otro se dirigía a dar aviso a la asistencia pública.


  El médico, observaba la tarea de los enfermeros que le colocaban un chaleco de mangas anudadas entre sí, con frialdad profesional. Llevaba un diario bajo el brazo.
 -Este es carne de electroshock ..., le dijo al vigilante, que no sabía exactamente que era eso, pero no debía ser nada bueno; había oído hablar de la silla eléctrica.
 Antes que lo introdujeran en la ambulancia arrastrada por dos caballos, el hombre considerado alucinado, pudo leer el titular de La Nación bajo la fecha del día:
                                                           29 de junio de 1914
                         MATARON EN SARAJEVO AL ARCHIDUQUE DE AUSTRIA
                                                   FRANCISCO FERNANDO
 O sea que lo mataron ayer, pensaba, mientras cerraban las puertas del vehículo.
 Se durmió inmerso en un sueño apocalíptico: años de matanza descomunal con armas inconcebibles y luego, una prodigiosa epidemia de gripe, que completaría las decenas de millones de víctimas.
 Lo gritó con todas sus fuerzas al llegar al establecimiento de la calle Vieytes, pero un guardia lo hizo callar a golpes de porra.
 -Aquí tenés que estar tranquilo ..., le dijo, pero él ya comenzaba a estarlo, porque sabía que ya no era él y eso le iba a resultar beneficioso.

                                                                         FIN


                                                  

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