lunes, 26 de septiembre de 2011

En algunos casos, las razones del momento...

producen consecuencias que lo superan largamente...
 Les recomiendo la lectura de...

                                 TRES HOMBRES Y UNA FLATULENCIA (RAZONES DEL MOMENTO)

 El ascensor-hermético y acerado-descendía del piso 25 de un edificio inteligente, ocupado por oficinas.
 El hombre de traje oscuro, aferraba con fuerza una carpeta de presentación, los nudillos blanqueados por la presión ejercida.
 Sus facciones parecían contraerse, ante el intempestivo deseo de deponer. No pudo evitar la emisión de un gas prolongado y sonoro, que le generó una sensación de haberse ensuciado el calzoncillo.
  Por suerte se hallaba solo, pensó con cierto sentimiento de vergüenza, pero dos personas ingresaron en el piso 23, una de las cuales, lo saludó con distante cortesía.
 Respondió con algo así como un balbuceo; como tímido patológico asumido, le resultaba arduo hablar con desconocidos, aunque en esta ocasión, además, se hallaba concentrado en controlar el furor de sus tripas y nada debía distraerlo.
 A medida que se aceleraba el descenso, el olor ofensivo parecía intensificarse.
 Los recién llegados, se miraron de soslayo.
 Él de traje oscuro intentaba despegarse del asunto, oprimiendo contra su nariz un pañuelo perfumado a la lavanda.
 Su aspecto esmirriado y el saco que le quedaba grande, realzaban la insignificancia de su presencia.
 Lo sabía. Sentía que su aspecto físico influyó en que no consiguiera el empleo pretendido, en el piso 25.
 Su CV apretado, parecía una prolongación de los espasmos intestinales que lo atormentaban.
 El olor ya era apestoso; ni el aliento alcohólico de uno de los otros pasajeros, conseguía disimularlo.
 Justamente, el que había bebido varios scotch on the rocks, after six en su oficina, era el más provocativo con sus miradas.
 Las dirigía al otro-el que había saludado al ingresar-individuo corpulento y bronceado, que extraía un smartphone del bolsillo de su camisa de marca.
 En el de traje oscuro no se fijaba ninguno de los otros dos, aunque el semblante demudado que presentaba, podría delatarlo como el autor de las emanaciones pútridas.
 El del celular atendió una llamada con voz muy alta, propia de alguien seguro de si mismo, acostumbrado a imponerse en los negocios, en el ejercicio del sexo, en donde él considerara que había que combatir para demostrar superioridad natural; en cualquier ámbito que a su criterio fuera un espacio de poder, o sea, casi todos en los que compartiera un espacio, aunque sea brevemente.
 -¿Donde estoy?...,dijo mirando al del hálito a whisky, bajando en un ascensor junto a un hijo de puta que debe comer carroña, por el pedo que se tiró...
 -Capaz que se lo tiró Vd., respondió el aludido.
 La contestación que recibió fue rápida e insultante.
 -¿Que decís borracho de mierda, con ese aliento que apesta como tus pedos?...
 El ofendido, elevó un rodillazo a los testículos del otro, que no logró su efecto dado que fue esquivado con destreza, mientras el costoso teléfono caía al piso del ascensor. Su dueño, le aplicó a su contrincante un certero golpe de puño en el rostro, haciendo que peligrara su vertical y con sus desplazamientos, hiciera temblar el cubículo plateado donde se hallaban; de todos modos, aunque sangraba profusamente por la boca, el acusado de beodo no se daba por vencido. Arremetió con furia contra su rival, impactándolo con dos directos sobre el plexo.
 El de la camisa de marca-manchada de sangre ajena-pareció vacilar; en ese momento, su contendiente se distendió y bajó la guardia, algo razonable en una pelea no profesional, lapso que aprovechó el otro para golpearlo en la base de la nariz con la parte inferior de su palma abierta, en trayectoria ascendente y con suma violencia.
 La sangre manó a raudales y el hombre se derrumbó inerte.
 En apenas segundos, las puertas se abrieron en planta baja, ingresando personal de seguridad para ocuparse del caído; otros custodios se encargaron de retener al anonadado victimario, que pasado el fragor de la lucha, comenzaba a comprender con deseperación el resultado de la misma, por otra parte, grabado por la cámara con que contaba el elevador.
 Se requirió la presencia de la fuerza pública, que en pocos minutos se hizo cargo de la situación.

 El hombre de traje oscuro, nunca había sido testigo; ni siquiera del casamiento de un amigo, porque no los tenía.
 Ahora lo era de un homicidio en riña.
 Escuchó como un policía le preguntaba a otro el motivo de la disputa:
 -Razones del momento..., fue la respuesta.
 -¡Qué muerte al pedo!..., dijo el otro uniformado.
 -Parece que el occiso estaba en pedo..., agregó un tercer integrante de la fuerza.
 El hombre de traje oscuro no salía de su estupor: una pérdida de vida y otra de libertad, solo por su pedo.
 Para atenuar cierta difusa sensación de culpabilidad, pensó que podían haber descubierto que él había sido el emisor; en ese caso, él sería el cadáver.
 Ensimismado en estos pensamientos, tardó en notar con agrado que cesaron los embates de sus intestinos.
 En cuanto al trabajo que no le fue otorgado, ya conseguiría uno mejor.
 Cuando el fiscal se hizo presente, lo mandó a llamar. El hombre de traje oscuro hasta insinuó un amago de sonrisa satisfecha: consideró que se salvó de puro pedo. a tal punto, que todas las molestias de dar testimonio en función de la carga pública que conllevaba dicho acto, le parecían irrelevantes.
 Observó furtivamente al detenido: se hallaba absorto, como inmerso en una nube de pedos, de la quizás no quisiera emerger para afrontar su flamante condición de homicida.

                                                                   FIN

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