lunes, 16 de septiembre de 2013

LA EXIGENCIA NOCTURNA

 -¿Quiere un café?..., ya se lo sirvo...
 El tono con el que se dirigía a ese individuo, en un ámbito que le parecía en alguna medida conocido, también poseía algo de reconocible en relación al sujeto.
 Aunque la actitud del mismo, parecía extremar los alcances usuales del trato: el tipo se mostraba arrogante, su gestualidad podría considerarse imperativa, afín a la exigencia.
 No llegó a dispensarle la infusión solicitada, porque despertó de ese sueño tan vívido.
 Dado que él no se caracterizaba por recordar los sueños, le pareció curioso que este pudiera evocarlo con tal nitidez.
 De todos modos, su rutina de los días hábiles al levantarse, borró el recuerdo del sueño al finalizar la afeitada y vestirse con premura para partir rumbo a su trabajo.
 Tenía una jornada laboral intensa, pródiga en atención al público, dado que esa era su función en la mesa de entradas ministerial.
 Pasadas un par de horas, se sentía hastiado ante la repetición de situaciones vinculadas a expedientes inertes, intrincados derroteros burocráticos, malestar de peticionarios ansiosos que elevaban la voz al ofuscarse.
 Si bien era empleado público desde hacía muchos años, discontinuó dicha actividad laboral para dedicarse al comercio por cuenta propia durante un tiempo. Los resultados insatisfactorios como autónomo, lo motivaron a reincorporarse, pero ya diferida su posibilidad de acceder a una jefatura.
 Próximo a las cinco décadas, viudo reciente de una mujer mayor que él, sin hijos, Felipe Beltrán llevaba, a sabiendas, una vida magra en intensidad emotiva. Se consideraba una persona retraída, que disfrutaba menguadamente la alternancia con los demás, mientras que por otra parte era consciente que la soledad lo abrumaba.
 En ese sentido, la fallecida Carmen significó para él una compensación a sus limitaciones en el comportamiento social: ambos se sostenían y complementaban mutuamente.
 Pero ella ya no estaba..., pensó mientras sellaba un formulario, dejándolo propenso a la apatía y al miedo a encontrarse solo.

 El sueño se reiteraba durante varias noches consecutivas, tornándose más amenazante.
 Parecía que si no le servía un café a ese tipo, las consecuencias podrían ser muy desfavorables para su persona, lo que lastraba su día con angustia a medida que se acercaba la noche.
 Tampoco efectuó una consulta psiquiátrica, a pesar de su interés en realizarla, debido a una advertencia verbal del individuo soñado: ni psiquiatra ni confesor, caso contrario, sueño y despertar confluirían en un trastorno de características nefastas.
 Algo que le parecía particularmente inquietante, es que no llegaba a servirle el café a quién podría interpretarse que se lo ordenaba: el sueño siempre se interrumpía en el preciso momento en el que decidía preparar la infusión que le pedía. Parecía como si lo onírico, necesitara una prosecución en la vigilia a fin de completar su sentido.
 En relación a esta percepción, como detectando similitudes en el tono de voz del individuo presente en sus sueños, con el Sr. Juarez, su superior inmediato, Beltrán decidió tratar de insertar su noche en su día, a los fines de atenuar su vigente desasosiego.
 Batiéndolo con esmero, le preparó un café a su jefe que respondía plenamente a la predilección del mismo, tal como se la conocía en la oficina.
 Esa tarde, le sirvió cuatro cafés al Sr. Juarez, quién se los solicitaba solo con mirarlo, ante la burla de sus compañeros de trabajo que lo tildaban de cadete y de olfa; también de "che, pibe".
 El jefe no le agradecía el servicio; solo lo miraba luego del último sorbo, para que retirara de inmediato la taza y el edulcorante del escritorio.
 Finalizó su día acostándose temprano. Durmió profundamente, sin recordar ningún sueño al despertarse.
 Al llegar a su trabajo, lo primero que hizo fue dirigirse a preparar el café para el Sr. Juarez, dado que interpretó el requerimiento en su mirada.
 Si bien para los demás empleados su actitud resultaba indigna, incluso contraria a la reglamentación establecida, Beltrán sabía que se trataba de un acto de servicio que le permitiría dormir tranquilo, sin sueños perturbadores.
 Más su rutina se quebró al día siguiente, cuando el jefe lo llamó a su despacho.
 Frente al Sr. Juarez, mirando hacia abajo como en épocas anteriores al derecho laboral, Felipe Beltrán escuchó la asombrosa pregunta.
 -¿Vd. que hace los sábados y domingos?...
 -Nada..., contestó, sin plantear objeciones a esa intromisión en su vida privada.
 El Sr. Juarez le habló con tono impersonal: Bueno, me lo imaginaba. Lo espero este fin de semana en mi casa, necesito pintar el frente y los interiores.
 -Yo no se pintar.
 Respondió Beltrán, sin levantar la vista.
 -Ya va a aprender. Por la pintura no se preocupe, la voy a comprar yo porque si lo mando a Vd. capaz que hace alguna cagada.
 Luego de esta frase, el jefe dio por finalizada la comparecencia de Beltrán, quién asintió en silencio y se retiró cerrando la puerta del despacho.
 Mientras se alejaba, Beltrán advirtió que sentía el influjo de una vidriosa satisfacción: la de cumplir con las exigencias de quién se había manifestado, detentando el poder de controlar su vida; de otorgarle significación a través del servicio personal, como ha ocurrido con el proceder de tantos dioses en el transcurrir de la historia, en su relación con los insignificantes individuos humanos.

                                                                     FIN










  
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario