lunes, 27 de enero de 2014

EN EL POLO GASTRONÓMICO

 -Escucháme: hace veinticinco minutos que le pedimos cuatro empanadas a tu compañera...¿Cuanto más van a tardar?...
 -Disculpe, Sr., pero...¿A cual de las mozas se lo pidió?...
 -A la morochita con un corazón tatuado en el hombro derecho; a la que después de tomarnos el pedido se le cayó dos veces la bandeja cargada. Te llamamos a vos, porque a la otra chica no la vimos más.
 -Voy a averiguar que fue lo que pasó.
 La moza se retiró a paso rápido, cruzándose con las otras tres o cuatro que atendían el salón. Todas vestían de modo uniforme: musculosa negra, calzas del mismo color y zapatillas de idéntico modelo.
 -A esta pizzería vinimos otras veces y nunca tardaron tanto en atendernos. Será porque justo nos tocó la moza más boluda: se le cayó dos veces la bandeja.
 La mujer acompañó su observación, haciéndole notar que todas parecían bastante pavas.
 -Puede ser.
 La respuesta del marido resultó neutra, como era usual ante las opiniones de su esposa, con quién compartía varias décadas de matrimonio.
 -¿No te parece que todas son muy parecidas?..., insistió ella, quizás para establecer un tema de conversación, que impidiera silencios comunes que conocía muy bien.
 -Es cierto.
 Le respondió su marido, bebiendo de inmediato un trago de cerveza.
 -Es cierto..., pero vos reparaste en que la anterior llevaba un corazón tatuado.
 Ahora empieza con los celos..., pensó el marido, lamentablemente, infundados.
 -Cualquiera se hubiera dado cuenta: un corazón rojo.
 -Fijate que yo no me di cuenta. Que cosa...¿No?...
 El marido, maldijo interiormente la idea de romper la rutina conyugal, mediante la concurrencia a ese polo gastronómico cercano al domicilio compartido, donde buscaron un establecimiento con precios accesibles.
 Pero lamentablemente, supuso, iba a ser como las otras veces, con ella desestabilizando del modo que fuera, toda posibilidad gratificante.
 Consideró que esta vez trataría de que resultara distinto, quizás porque luego de decenas de años, al fin, la paciencia demostraba no ser de goma, como decía Perón.
 -Bueno..., los machos le prestan atención a las minas atractivas.
 -¿Y donde están los machos?...
 Le contestó ella.
 -¿O vos todavía te considerás macho?..., insistió.
 Te voy a joder..., fue el pensamiento del marido.
 -Que desde hace varios años no tengamos sexo, no significa que dejaron de atraerme las mujeres; la que me dejó de atraer sos vos.
 Su mujer estaba próxima a responderle, cuando una de las mozas que no los había atendido anteriormente, les preguntó si podía tomarles el pedido de comida.
 Ante tal situación, su esposa incurrió en un ataque de furia...
 -¡Es la tercera vez que vienen a tomar el pedido!...¡Esta pizzería en vez de "La Rubita", debería llamarse la de las mozas idiotas!...
 El marido consideró que su mujer, como era costumbre en ella, extremaba las reacciones hasta caer en el exabrupto, aunque de todos modos, estimó que el comportamiento profesional en "La Rubita" lindaba con el absurdo.
 La moza no dio señales de darse por aludida, pero verbalizó una difusa explicación de lo ocurrido.
 -Disculpen, pero hubo un inconveniente con el personal y por eso se retrasó el servicio. Ahora estoy en condiciones de tomarles el pedido para que sea atendido lo más rápido posible.
 -Ahora ya es tarde para disculpas: me siento ofendida y basureada. Quiero hablar inmediatamente con la persona que está a cargo de este lugar.
 La mujer aferró su cartera y se dirigió hacia la caja.
 El marido, intentó impedir esa forma tan destemplada de proceder por parte de su cónyuge, pero ante la inutilidad de sus palabras tranquilizadoras decidió seguir a su alterada esposa. 
 La mesera trató de que no cumplieran con su propósito, pero en ese momento, era la única para atender a todo el salón y la solicitaban de varias mesas a la vez.
 -¡Quiero que me indemnicen por el daño moral que me provocaron!..., gritaba la mujer ante la caja.
 -Bajá el tono..., le dijo su marido, contemporizador.
 De todos modos, el sitio del adicionista se hallaba vacío.
 -No hay nadie..., dijo el hombre, vámonos y olvidémonos del asunto.
 -De ninguna manera -respondió su esposa- no voy a dejar que esta chusma me falte el respeto.
  Busquemos quién es el encargado de esta mierda de lugar, enfatizó, en ese tono beligerante tan conocido por él, dicho lo cual ingresó al espacio de la cocina a través de una puerta vaivén.
 Su marido fue tras ella, alarmado, con la idea de que la situación parecía desbordarse.
 Si bien, curiosamente, el sector principal de la cocina se encontraba desierto, extraños sonidos provenientes de una dependencia lateral concitaron la atención del matrimonio.
 Rítmicos, de sincopado compás, ejercieron sobre ambos una atracción como hipnótica.
 No dudaron en desplazarse hacia el ámbito donde se generaban.
 La sorpresa pareció turbarlos, ante lo que se exhibía a sus miradas de espectadores advenedizos.
 La primera moza que los atendió, la del corazoncito rojo tatuado en un hombro, se hallaba sobre una larga mesa, apoyada sobre sus rodillas y sus codos.
 Maniatada con una impecable servilleta blanca, mientras, a la vez, con otra del mismo color y estado se hallaba amordazada, era forzada por las otras dos mozas que los habían atendido a permanecer en esa posición.
 Las calzas negras, así como la bombacha rosa con volados y encajes, se hallaban rodeando sus tobillos.
 La chica, exponía sus blancas nalgas de delicada redondez, a los embates del maestro pizzero, quién la azotaba con la bandeja metálica de los pedidos, logrando una acompasada musicalidad con los golpes propinados.
 Quizás esa cadencia se alteró al notar que eran observados por la absorta pareja; en ese momento, la alta gorra rayada del oficial palero cayó al inmaculado piso de la cocina.
 El adicionista, con un anotador y un bolígrafo en sus manos, registraba cada golpe, por lo que el anonadado cliente-espectador interpretó que se estaba aplicando un castigo previamente estipulado.
 Quiso decirle a su mujer que se fueran inmediatamente para dar aviso a la policía, pero cierto detalle en la nalga izquierda de la azotada, pareció fascinarlo: llevaba tatuado otro corazoncito rojo, que parecía latir con cada palmada metálica que recibía.
 Su mujer también lo notó y fue la primera en hablar.
 -¿Tanto te interesa el culo de esta puta, castigada por su ineficiencia?...
 Su marido no llegó a responder, dado que intervino el adicionista como para esclarecer la situación.
 -Entiendo que la Sra. comprende el sentido de lo que ocurre: a la moza se le cayó dos veces la bandeja, amén de descuidar el servicio. Todavía restan cinco azotes para que la pena se tenga por cumplida.
 Miró al estupefacto cliente. Puede que haya percibido que la práctica correctiva le provocaba una oscura atracción, porque le propuso ser el ejecutor de los últimos golpes.
 -De este modo, podrá resarcirse de la incompetencia que demostró al atenderlos..., le dijo en tono cómplice.
 -Dale..., lo apremió su mujer, cagala a azotes con la bandeja pa'que se acuerde.
 El maestro pizzero le cedió el instrumento de castigo, que el frustrado comensal tomó con cierta vacilación. Pero de inmediato, comenzó a revolearlo para aplicar los bandejazos finales sobre las nalgas  de la joven, logrando impactos de suscitante sonoridad.
 El adicionista, concluyó sus anotaciones y guardó su libreta.
 Le habló en forma algo distante, profesional.
 -Muy bien, Sr., espero que perciba que la gerencia respondió como correspondía, a la mala atención que le brindó cierto personal.
 La moza víctima del correctivo, ya desatada y sin mordaza, sollozaba modicamente, manteniéndose aún en la posición en que recibió la reprimenda.
 El cliente que ofició de verdugo, como impelido por un impulso irreprimible, se acercó a la muchacha y comenzó a acariciarle las nalgas castigadas en un gesto de consuelo.
 -Perdoname..., perdoname..., le decía el hombre, mientras la chica parecía mutar su acotado llanto en cierta sonrisa.
 Con la intensión de impedir esas caricias reparadoras, se aproximaron dos robustos bacheros, dedicados a lavar cristalería, cubiertos y vajilla, los que hacían gala de una actitud poco amigable.
 El adicionista, les hizo un gesto ordenándoles detenerse.
 Se dirigió a la esposa del azotador.
 -Sra., por favor, lléveselo.
 -Ya mismo, Sr., lo que pasa es que este paparulo se entusiasmó con el tatuaje.
 Tironeó a su marido de un brazo y logró que interrumpiera ese masaje balsámico, que también incluía el prieto orificio anal de la moza.
 -Vámonos, maldito puerco..., le dijo en voz baja.
 Cruzaron rápidamente el salón sin mirar a nadie.
 Ya en la calle, ella le habló con un tono sensual que le recordó el pasado lejano.
 -Esto lo podemos hacer en casa. Yo no me voy a tatuar, pero el corazoncito me lo puedo pintar con rouge...
 El lunes, anda a comprar la bandeja a un bazar gastronómico. Yo conozco uno que está en Constitución.
 El marido, le respondió con una sonrisa enigmática.
 En el auto, ella le dijo susurrante: la ropita de moza no es problema, tengo las calzas negras y la musculosa, además, le voy a agregar zapatos con tacos aguja y un moñito.
 Él, nuevamente, sonrió con cautela.
 Mientras ponía el motor en marcha, pensó que todo estaba bien, pero la próxima vez iba a ir a la pizzería sin su mujer.
 Aceleró, sintiendo un pregusto de placer que le motivó una sonrisa amplia, a tal punto, que la observó con satisfacción reflejada en el espejo retrovisor interno.


                                                               FIN







  

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