lunes, 1 de agosto de 2011

Al margen de la narrativa, componente esencial de este blog, tuve la respuesta

a la pregunta que formulé en la entrada anterior, o sea, porque la policía o fuerzas de seguridad noruegas tardaron hora y media, en llegar al lugar de la masacre de público conocimiento.La respuesta es que se hallaban en conocimiento de lo que estaba ocurriendo-sobrevivientes se comunicaron mediante celulares con sus familiares-pero no contaban ni con personal ni con medios para intervenir con mayor celeridad, dado que los efectivos policiales se toman vacaciones, practicamente, todos al mismo tiempo.
 Que caro le va a resultar a este idílico país, ingresar a las generales de la ley en el concierto de las naciones.
 Básicamente, incorporar la premisa de que el terrorismo-del signo que sea-golpeará donde menos se lo espere, donde las medidas preventivas-hasta donde son posibles-sean laxas o inexistentes.
 Retornando a lo literario, pueden leer lo que ocurrió...

                                                   DESPUÉS DE TEMPERLEY
 No le cabía duda de que era él.
 Calculó el tiempo transcurrido: cincuenta y dos años.
 Parecería difícil reconocer a alguien que se vio solo una vez, luego de más de medio siglo, pero siempre se consideró un fisonomista excepcional.
 No quiso despertar sospechas de ninguna índole en el otro; se cercioró de un modo discreto, disimulado, pero sin ocultarse.
 Le constaba que no lo reconoció, lo que era casi obvio, salvo para él y su prodigiosa capacidad fisonómica.
 El otro era un sujeto retacón, gordo de apariencia fofa, que delataba flojedad física y quizás moral.
 Vestía descuidadamente y con olvido de la pulcritud; quizás no lo esperaba nadie o no le importase quien lo esperaba.
 El bolso, baqueteado por el uso, debía contener ropa de trabajo.
"Una abeja en la colmena...", pensó, recordando el tango de Eladia Blázquez.
 Pero la letra seguía:"Las manos limpias, el alma buena." ; no creía que este fuera el caso.
 Las manos eran toscas, encallecidas por la labor, pero eso no implicaba llevar las uñas ornadas de luto, acentuando la imagen de desaseo.
 Respecto al alma del susodicho, el tema de la bondad no entraba en consideración.
 ¿Trabajaría en una curtiembre?..., pensó. Podría ser, dado que subió en Avellaneda, agregó a sus pensamientos.
 La nariz enrojecida, le sugirió un indicio de que posiblemente el tipo bebía mucho más de lo recomendable.
 Por otra parte, para haber abordado el último servicio del Roca, debió salir tarde del trabajo o se entretuvo empinando el codo. Quizás era de los que comenzaba a los sopapos, si en su casa lo recriminaban por la hora de llegada.
 Por cierto, todas son meras suposiciones, consideró, mientras intentaba diseccionar el modo de vida del sujeto.
 ¿Donde bajaría?..., se interrogó mentalmente.
 Espero que no sea en Alejandro Korn...,estimó. Seguirlo hasta allí parecía realmente peligroso, además de que él debía descender en Lomas de Zamora.
 Aunque esto ya no tenía importancia, posteriormente consideraría como volver.
 Pero como viajaban muy pocos pasajeros en el vagón, decidió que si quedaban solo ellos dos, procedería dentro del tren en marcha.
 A dos asientos de distancia, se hallaba el tipo que lo jodió cuando él tenía nueve años.
 Hoy registra sesenta y uno en el haber.
 ¿O en el debe?...
 Quizás todo pudo ser distinto, de no haber conocido a ese individuo un par de años mayor. Que ya está cercano a la jubilación, pero aún conserva el rictus de la infamia cometida antes de su pubertad.
 En esa época, la robustez que presentaba y su altura superior, fueron los elementos determinantes para doblegar su voluntad.
 Hoy, a pesar de la declinación en la aptitud física que es inevitable con el paso de los años, es media cabeza mas alto que el tipo, a su vez, mantiene un admirable acondicionamiento corporal, lo que lo puede tornar en un adversario temible en la pelea.
 Piensa en molerlo a golpes, hasta que le devuelva lo que es suyo.
 ¿Pasaron cincuenta y dos años?...
 No importa.
 Hay agravios que no prescriben, que concentran en el significado de su recuerdo la suma injuria que justamente agiganta el tiempo, siempre estrago para los seres y las cosas, verdugo de la materia orgánica y de la inerte.
 Ni él es el que era ni yo soy el que fui, reflexiona, pero después de más de cinco décadas los dos viajamos en el Roca a la madrugada.
 Nos une un tránsito que se puede asemejar al destino, que comenzó en la esquina de la escuela, jugando a las figuritas.
 Jugábamos al punto, acercar a la descascarada pared, los cartoncitos circulares con imagenes de jugadores de fútbol.
 Eran los últimos días del ciclo lectivo y yo no lo conocía..., recuerda.
 ¿Iba a mi misma escuela?...
 Comenzó a jugar conmigo sin anunciarse. Inmediatamente, los otros chicos se retiraron.
 Había algo intimidante en él, además de ser mayor; la tez muy oscura, algo que sugería la tierra, el indio, lo ajeno...
 ¿El peronismo que no se podía mencionar y era aún cercano?...
 Observó que el tren pasó Lomas y solo eran cuatro pasajeros en el vagón.
 Ni siquiera sabía el nombre del tipo, pensó.
 Recordó la habilidad diabólica con la que le ganaba todas las figuritas.
 Arrodillado, las rodillas bien mugrientas que los pantalones cortos dejaban exhibir, enviaba las figuritas como pelotas con efecto, que quedaban casi pegadas al ángulo de la pared.
 Perdió todas las de cartón, pero no puso en juego la de lata.
 Obviamente, jamás lo haría.
 El otro sabía que la llevaba en el bolsillo del guardapolvo, contrario a donde guardaba las de cartón, aunque nada lo indicaba.
 Recuerda el dialogo entablado:
 -Dámela...
 -¿Qué?...
 -La Po-Po de lata.
 -¿Como sabés?...
 -Dámela.
 -Vos ganastes las de cartón.
 -Hice espejito y eso vale la de lata también.
 -Mentira.
 El otro le dio tres o cuatro bofetones a repetición.
 La sangre le manaba por la nariz mezclada con los mocos.
 Le pegó con el dorso de la mano, no con los puños cerrados, como para ahondar la humillación.
 Con los ojos cegados por las lágrimas y arremetiendo con el furor que genera el odio, intentó impedir el despojo, pero el otro se llevó la Po-Po de lata metiéndole la mano en el bolsillo del guardapolvo.
 No pudo dañar a su enemigo, que comenzó a retirarse cuando unos mayores se acercaban.
 A pesar de la rabia y la vergüenza, algo le impedía interpretar la situación. Le gritó:
 -¿Como sabías que la tenía?...
 -La Po-Po delata...
 Fue la respuesta y rápidamente desapareció de su vista.
 Después de Temperley, solo ellos dos quedaban en el vagón.
 Se levantó de su asiento. Lo hizo incorporar al otro aferrándole el cabello crespo, que llevaba descuidadamente largo. Reparó en que tenía muchas menos canas que él.
 Una trompada calculada en su objetivo lo hizo sentar nuevamente; comenzó a sangrar por la nariz en forma profusa, mientras su gastada camisa se teñía de rojo.
 El individuo consiguió pararse y un nuevo impacto le abrió el arco superciliar izquierdo.
-¡Tengo veinte mangos y ya te los doy!...
 El tipo parecía asustado y no atinaba a cubrirse; era perceptible el vaho alcohólico que despedía.
 Lo arrastró fuera del asiento para propinarle una andanada de golpes y patadas a los tobillos.
  Desde el piso del vagón, le gritó tratando de imponerse al ruido del tren.
  -¡Pará!...¡Me vas a matar!...¡Te doy el bobo!...
 Se refería a un reloj digital barato, de plástico, quizás comprado en el tren.
 -Vos sabés lo que quiero...¡Dámela!...
 Le dijo a los gritos, superando el estrépito ambiental.
 El tipo, con los ojos entrecerrados por el castigo recibido, pareció reconocerlo.
 Del bolsillo superior de la camisa gris, con manchones de sangre fresca que parecían florearla, extrajo un pañuelo abuyonado y roñoso.
 La Po-Po de lata, con la imagen despintada de Medinabaytía, arquero de Huracán en el '57, se ofrecía a su mirada luego de cincuenta y dos años.
 -Sabía que la tenías...
 Le dijo intentando aferrarla.
 El otro no le dio tiempo; la arrojó por la ventanilla abierta mientras le respondía:
 -Claro. La Po-Po delata...
 El rictus de su boca desfigurada por la paliza podía ser una sonrisa..., aunque quizás no lo fuera; como la de la Gioconda, pensó su antagonista.
 Absorto, contempló como el tipo le pidió permiso para pasar y se bajo rengueando en la Estación Guernica, dejando en su camino abundantes emplastos de sangre.
 Se asomó por la ventanilla pero ya no estaba; se había fundido con la  oscura soledad del lugar.
 Dejó olvidado el bolso.
 Lo abrió.
 Solo contenía cantidad de viejas figuritas apiladas, cruzadas con bandas elásticas.
 Todas eran Po-Po de cartón.

                                                                                FIN

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